—Una mascarada, eso tendríamos. Y reirán hasta morir incluso los salvajes de todas las Américas —dijo Meli.
—Para vos sólo tiene una faz ridícula esta hipótesis mía. Pero para nosotros presenta interés, un preciso interés... ¿sabéis qué significaría para nosotros la prueba inequívoca de que los códices de Vella son falsos?
—Lo sé: el fisco de la Corona tendría que renunciar a todas aquellas reivindicaciones que está haciendo sobre vuestros bienes, con el
Consejo de Egipto
en la mano...
—¡Qué gran hijo de...! Perdonadme, quiero decir: es verdad que este Vella ha querido arruinarnos —dijo Spuches que así, en unos pocos minutos cambiaba sus sentimientos hacia el abate.
—¿Y qué es lo que no ha entregado a la Corona con el
Consejo de Egipto
? Playas, feudos, ríos, almadrabas : posesiones todas que durante siglos ni reyes ni virreyes habían puesto en tela de juicio que nos perteneciesen —dijo el marqués de Geraci.
—¿Comprendéis ahora cuál sería el servicio que nos podría prestar Grassellini? —concluyó el marqués de Villabianca,
—¿Pero quién se lo ha pedido? —preguntó el príncipe de Partanna, quien ni siquiera frente a la rosada perspectiva de la falsedad de los códices lograba disimular su honda antipatía hacia Grassellini—. Además, la vuestra no es más que una hipótesis. Lo que sabemos de seguro es que Grassellini está cometiendo una tropelía y yo cuando veo una tropelía me convierto en un animal.
—¿El
Consejo de Egipto
no es acaso fuente de muchas tropelías? —preguntó Ventimiglia.
—Estas son consideraciones que se podrán analizar en el caso de que se pruebe la falsedad de los códices... En estos momentos sólo sabemos que un pobre hombre está a las puertas de la muerte —dijo el duque de Villafiorita.
—Un hombre notable —comentó Ventimiglia.
—Un estudioso —agregó Spuches.
La compasión por el abate volvió a florecer en el melancólico recuerdo de sus cualidades: como si se tratase de un hombre muerto ya. Pero se advertía la grieta por la cual comenzaba a filtrarse un sentimiento muy distinto.
Después de la terrible noche de la evacuación y después de haberle hecho jurar sobre un crucifijo casi roto y muy desportillado que jamás diría una palabra acerca de aquella faena de evacuación, el abate Vella había entregado al monje las llaves de la casita de campaña que tenía en Mezzomonreale: bellísimo lugar y casita cómoda, de muy pocos conocida como propiedad del abate. Tal vez los únicos que sabían la identidad del propietario eran aquellos que se la habían vendido.
De haber sido la Corte Criminal la encargada de ocuparse del caso, difícilmente hubiese logrado echar el guante sobre el monje. Pero los
confidentes
del Tribunal del Real Patrimonio en asuntos de compra y venta, traspasos de propiedades y legados tenían los oídos más sensibles de toda Palermo. Alguno de ellos insinuó al juez Grassellini que quizá el monje se hallara escondido en la villa campestre de Mezzomonreale que el abate Vella había comprado poco tiempo atrás.
Grassellini envió a todos los esbirros que tenía a su disposición. Y eran tantos, que su paso hacía pensar en una batida para capturar a alguna de las feroces y numerosas
comitivas
que no faltaban en la zona y de las que los esbirros, de tanto en tanto y sin alcanzar ningún éxito concluyente, se ocupaban a modo de demostración. Circundaron la casita y apresaron al monje literalmente al vuelo, puesto que era de noche y al religioso le había parecido posible escurrirse saltando desde una ventana baja.
El juez Grassellini lo envió, con el cepo en los pies, a las celdas subterráneas de la Vicaría. Y lo hizo comparecer ante su presencia después de dos días: dos días de repugnantísima comida y de angustias sin fin. O sea que el monje se hallaba maduro para vomitar todo lo que sabía acerca de los asuntos de Giuseppe Vella, si bien pensaba mantener en secreto aquello por lo que había jurado sobre el Crucifijo (en su mente sólo estaba vivo el recuerdo exacto del crucifijo que el abate le había puesto bajo las narices en la noche de la evacuación), pues temía ser destinado a los fuegos del infierno, en la que con terror solía denominar «vida eterna».
Al verlo ante sí con los ojos desorbitados y la barba crecida, Grassellini no intentó evitar una sonrisa de amenazante complacencia: la Vicaría había guisado al monje el tiempo justo. Y tomó como punto de partida la confidencia que el abate Vella le había hecho con tanta astucia acerca de los deleznables amores del monje maltes, pero hablándole como si ésa fuera la única causa por la cual se hallaba enfrentado con la ley.
—Lo habéis pasado mal ¿verdad? —inició su interrogatorio Grassellini: comprobación y pregunta al mismo tiempo.
—¿Dónde? ¿En la Vicaría? —preguntó a su ved el monje, con inocencia, porque no veía sombra de ningún exceso en su pasado cercano. Pero Grassellini interpretó la respuesta como un asomo de ironía insolente.
—En la Vicaría ni tan sólo habéis comenzado a divertiros —vociferó el juez, rojo de ira—. Ya lo veréis, ya lo veréis... Os pregunto por las diversiones de que habéis gozado en la casa de aquel hombre santo, que con tanta generosidad os daba albergue y a cuyas espaldas os habéis hecho el gallo con las mujerzuelas, en tanto que él, pobrecillo, salía de su casa sin la menor sombra de sospecha...
—¿Pero quién os lo ha dicho?
—El abate Vella en persona, lo ha dicho. Y bien sabéis vos que es verdad... Y si lo negáis, traeré aquí a la mujer que llevabais a esa casa y haré que os diga en vuestras narices si es o no verdad lo que el abate Vella me ha dicho...
El monje no se esperaba tan negra traición de parte de Vella y sintió que el mundo se desplomaba sobre sus hombros.
—Pero ésa es una historia vieja —balbució.
—¿Vieja? —preguntó el juez, con cierta dulzura.
—De hace un par de anos... o tres...
—¿Qué es lo que ha ocurrido, exactamente, hace dos o tres años atrás?
—El abate regresó a la casa en momentos en que yo no le esperaba y se ha encontrado con que yo estaba con Caterina, la de Ragusa... Pero sólo conversábamos, os lo juro...
—¿Y de qué hablabais? ¿De teología?
—De cosas que no recuerdo... Y el abate Vella, cristiano era y en demonio se convirtió...
—Porque a él esa clase de conversaciones no le eran para nada conocidas...
—No puedo asegurarlo por entero... Podría ser que, fuera de casa... ¿Qué queréis? La carne es débil...
—¿Y luego?
—Se enfureció, quería hacerme regresar a Malta... Después volvió a pensarlo: dijo que me perdonaba, pero me hizo jurar que nunca más...
—¿Y por qué volvió a pensarlo?
—Yo diría que por afecto.
—No sería porque tuviese necesidad de vuestra presencia. Comíais de su pan gratuitamente...
—Eso no es verdad —se encrespó el monje—, yo trabajaba siempre como un perro.
—¿Y qué trabajo hacíais?
—El que hubiese que hacer.
—¿Y qué trabajo había que hacer?
—Pasar en limpio los escritos...
—¿Qué escritos?
—Escritos en árabe.
—¿Vos habéis escrito el códice del
Consejo de Egipto
?
—Lo he copiado: el abate me entregaba un par de folios cada día y yo los copiaba... Un trabajo que requería mi habilidad, mi paciencia...
—Y esos folios que os entregaba los escribía el abate, ¿verdad?
—No lo sé.
—Estáis en una fea situación... Creedme, os hablo como un hermano: será mejor que me digáis lo que sabéis sin que medien mis ruegos.
—Tal vez los escribía él.
—¿Los escribía o no los escribía?
—Los escribía.
—Bien —dijo el juez—, bien, bien, bien —irradiaba satisfacción, parecía otro hombre. Dirigió al monje una sonrisa de simpatía y luego prosiguió—: ¿Pero sabéis que la vuestra es una obra maestra? El códice del
Consejo de Egipto
es una obra perfecta, perfecta...
—Vaya —casi se disculpó el monje— un poco de mérito también le corresponde a don Gioacchino Giuffrida.
—¿Quién es?
—El dibujante. La inscripción que se encuentra en el primer folio la ha hecho él.
—¿De qué inscripción se trata?
—Es la que dice
regalo de Muhammed ben Osman
... ¿Vuestra excelencia no ha visto el códice?
—Ah, no, amigo mío: esperaba que vos, precisamente vos, me dijerais dónde podría encontrarlo, para echarle una miradita, sólo una miradita...
El monje no entendía nada ya, pero en su mente refulgió un rayo de luz dentro del cual el Crucifijo sobre el que había hecho juramento se retorcía y sangraba.
—El abate lo tiene en su casa —dijo—, dentro del baúl que está bajo su cama.
Su acento sonó tan sincero que Grassellini lo creyó. Pero, sin embargo, quería insistir aún, insinuar nuevas amenazas.
—Ya no está allí... El abate dice que tal vez hayáis sido vos quien se lo ha robado.
—¿Yo? ¿Y qué podría hacer yo con el códice?
—Así dice el abate... ¿Vos no tenéis nada que decir acerca de la desaparición del códice? Pensadlo bien. Pensad muy bien en la Vicaría...
—La Vicaría es un lugar horrendo. Pero yo no puedo condenar mi alma para toda la vida eterna...! El infierno ha de ser mucho peor que la Vicaría.
Jamás habría de saber el juez que, al interrumpir en este punto el interrogatorio, cometía un grave error. Porque el monje se hallaba casi dispuesto a decirle que no quería condenar su alma, no como Grassellini creía diciendo una mentira, sino traicionando un juramento. Tal vez un breve, incluso brevísimo pasaje por la cámara de torturas habría persuadido al maltes para que revelara el contenido de aquel juramento...
—¿Lo creéis así? —bromeó el juez, que conocía muy bien la Vicaría y era más optimista que el monje con respecto al infierno. Durante unos minutos se mantuvo en silencio, pensativo. Se decía: «Ya sé lo suficiente; a éste le he exprimido todo aquello que podía exprimirle; pero todavía no tengo entre manos el
corpus delicti
; y debo encontrarlo.»
—Pero, digo... —se aventuró el monje, con timidez.
—¿Qué?
—La historia de aquella mujer... Quiero decir, no he hecho nada malo... Hablábamos, tan sólo hablábamos... Yo... —y se echó a llorar.
—Quizá en vuestra tierra a aquello que hacíais con Caterina la de Ragusa lo llamaréis hablar. En mi tierra ¿sabéis cómo se llama? Se llama... —se lo dijo con crudeza, riendo, y el llanto del monje adquirió tonos de desconsuelo—. Pero ésas son cosas vuestras: yo soy juez y no padre provincial.
A medida que transcurrían los días, la enfermedad del abate Vella se agravaba más y más. Al tercer día comenzó a escupir sangre; al octavo pidió que se le administrara el viático y todos estuvieron de acuerdo en que eso sería lo mejor. Por la noche, en torno a su lecho, se había reunido un grupo de ilustres amigos, de admiradores fanáticos. Durante el día cuidaba de él su sobrina, lo que es un modo de decir, puesto que el abate iba y venía por la casa, con sus ropas de noche, preparado para meterse en la cama ante la primera señal de alarma.
En realidad, se encontraba rebosante de energía y tan jovial como nunca y más goloso que nunca. Por cierto que le escocían algunas punzadas de inquietud y aprensión, pero no dudaba acerca del rayo que el marqués Simonetti haría estallar sobre la cabeza del juez Grassellini. La Corona no podía permitirse a sí misma el lujo de perder el
Consejo de Egipto
.
Gracias a la preocupación de monseñor Airoldi, incluso el poeta Meli había ido a visitar al abate, en gran parte porque tenía fama dé buen médico. Lo examinó: había auscultado y golpeado en todos los sitios posibles, le había clavado en el vientre, en las ingles, bajo las costillas, dedos que parecían de hierro. Para que desistiese, el abate Vella se vio obligado a fingir que caía en un colapso. Mientras se afanaban por lograr que el enfermo recuperase sus sentidos, Meli comunicó a los presentes que poco o nada, se podía hacer y que el abate Vella se encontraba más del otro que de este lado, con más necesidad de la misericordia de Dios que de la ayuda de un médico.
—¿Pero qué mal padece? —había preguntado monseñor Airoldi, pues hasta ese momento ninguno de los médicos había logrado dar un nombre a la enfermedad de la que, evidentemente, el abate Vella padecía.
—Un cáncer en el estómago, según mi parecer... Y luego está el corazón: débil, no le sostiene...
«Eres una bestia, una bestia con todos sus pelos», pensaba el abate en tanto que con los ojos en blanco preguntaba:
—¿Qué pasa? —como hombre que sale de un desvanecimiento y no comprende lo que ocurre a su alrededor.
«Eres una bestia o lo haces adrede; tal vez has comprendido mi juego y quieres volverlo en contra de mí.» Cosa no imposible, dado el gusto por la burla que caracterizaba a Meli y considerando su particular acritud con respecto a Vella, de la que muchas veces había dado muestras, sobre todo después de que el fraile se alzara, con la rica abadía de San Pancracio, a la que también el médico-poeta aspiraba. No obstante, Vella experimentaba no pocas inquietudes: bien podía tener dentro aquel cáncer, sin saberlo, pues así suelen ser estas cosas, y después de todo un médico es un médico. Un velo, apenas un velo de aprensión que caía bien en ese momento, no estaba fuera de tono.
Le llevaron el viático con solemnidad. El sacerdote que lo confesó y que le suministró el viático dijo a monseñor Airoldi, más tarde:
—Está muriendo como un santo.
Luego lo repitió frente a muchas otras personas. Así fue cómo el canónigo Gregorio y todos aquellos que formaban sus cohortes se encontraron de espaldas contra un muro: un moribundo que se marchaba, además, en olor de santidad. Media palabra de duda acerca de la enfermedad o, peor aún, acerca de la santidad, según el sentir de la mayoría de los palermitanos, habría relegado a los enemigos de Vella al puesto de las fieras más inmundas, de los chacales y de las hienas.
Dentro de aquella condición de moribundo que había elegido para sí, Vella sufría un único inconveniente, el de no saber qué hacía el juez Grassellini, en qué punto se hallaban sus investigaciones. Monseñor Airoldi y los demás amigos evitaban con especial cuidado el tema: a un hombre ligado a la vida tan sólo por un hilo de conciencia lúcida no se le puede hablar de cosas desagradables. Algunas veces el abate hacía una tentativa: