A su vez, Di Blasi sentía que no le era posible y que tampoco debía escribir las cosas verdaderas y profundas que se agitaban en su interior, de modo que comenzó a escribir versos.
La idea que por esa época se había impuesto, permitía que la poesía fuese vehículo de pensamientos no verdaderos, hasta mentirosos.
Hoy, la idea acerca de la poesía no consiente tal cosa, aunque quizá así lo acepta la poesía misma.
El Señor Dios, que ve en el corazón de cada una de Sus criaturas, ve y juzga el mío por la forma en que Le elevo mis plegarias. Pero sobre todo Le pido que conserve largamente el bien de este Reino y que a Vuestra Sacra Real Majestad con la Real Consorte y la Real Familia conserve y colme de felicidad.
—El bien de este Reino —sonrió con malicia el abate Vella. Dejó a un lado la pluma, esparció un poco de arenilla sobre el folio—. Está hecho; monseñor Airoldi, por fin, se sentirá tranquilo.
Sopló la arena, ordenó los folios de la carta. Releyó. El pasaje más hermoso de la carta era aquél en que, negando la falsedad, la admitía con sutileza:
Es preciso, pues, admitir que si yo no hubiese hecho más que adivinar o fantasear, no se podía haber adivinado con más justeza ni fantaseado con más vigor; y también ha de ser admitido que el creador de obras tan singulares, me permito decirlo, habría sido digno de una fama muy distinta a la del traductor modesto de dos códices árabes...
Lejanas y espaciadas, las campanas doblaron a muerto. El abate se hizo el signo de la cruz, pidió luz eterna para Francesco Paolo Di Blasi. «Dentro de poco estará en el mundo de la verdad», pensó. Pero, para turbarlo, se le ocurrió el pensamiento de que el mundo de la verdad fuese éste, el de los hombres vivos, de la historia, de los libros.
Con igual pensamiento, pero más fuerte en sus raíces, más seguro, Di Blasi subía al cadalso en esos momentos.
La plaza estaba casi desierta; sólo se habían acercado los fanáticos, aquellos que al término de la ejecución, tan pronto como eran alejados los cadáveres, solían arrojarse sobre lo que quedaba para apoderarse de unas cuerdas o cualquier otra reliquia del
ajusticiamiento
que habían presenciado y gozado; luego, a modo de precaución, se fabricarían un homeopático amuleto contra la horca a la que se sentían destinados. Entre los grupos escasos de personas sucias y harapientas, bien vestido, rozagante y peinado, se movía de aquí para allá el doctor Hager.
«Esta gente quiere saberlo todo, verlo todo y termina por no ver las cosas esenciales, las cosas que cuentan... En su diario relatará mi decapitación, pero no escribirá una palabra acerca de las causas de mi condena.»
Recordó aquel día de primavera, en Monreale, donde había acompañado a ese escritor, Goethe. Hombre que se conmovía ante un tiesto de Selinonte, ante una moneda de Siracusa: en Monreale se había mostrado impasible, casi fastidiado.
El cadalso estaba cubierto de negro, estaban aprestados los negros velones que serían encendidos en torno a su cadáver. Habían preparado una muerte adecuada a su rango. Allí estaba el sirviente de librea, la librea de luto de su familia, que sostenía entre sus manos una jofaina de plata, dentro de la cual caería su cabeza. Era el sirviente más joven. Quién sabe por qué juego de persuasión o de prepotencia los otros sirvientes habían logrado que ese triste deber recayera en el joven: tenía los ojos llenos de lágrimas, se estremecía en un temblor como de frío.
«Ni siquiera mi madre ha sabido comprenderme, ni siquiera ella ha sabido escuchar la voz de mi corazón, si ha enviado a este pobre muchacho con su librea y su jofaina de plata y los velones negros.»
Se acercó al sirviente y le puso una mano en el hombro:
—Cuando llegue el momento —le dijo—, cierra los ojos.
El muchacho asintió con la cabeza. Di Blasi le volvió la espalda; temía que estallara en un llanto sin consuelo.
Estaba frente al verdugo: un hombre robusto que, sin embargo, en aquel momento parecía retraído en sí mismo, intimidado, nervioso. Se llamaba Calogero Gagliano, era un cabrero de Girgenti que ya había matado a un hombre, y le parecía que no había nada malo en matar a otros y menos aún si lo hacía en nombre de la justicia y pensando en la condena de dieciséis años de cárcel que debía cumplir. En los tres hombres que debía ahorcar no pensaba. Sólo le producía cierto temor el hecho de que se hallaba a punto de cortar la cabeza de un señor, de un abogado. Por todo ello, se acercó a su víctima:
—Vuestra excelencia me perdone.
—Piensa en tu libertad —lo reconfortó el condenado.
El príncipe de San Giuseppe le acercó la venda de seda blanca; luego, por debajo de su capucha blanca, comenzó a murmurar sus oraciones, casi en contrapunto con los tonos más agudos del capellán.
Di Blasi hizo girar una última mirada sobre la plaza. Allí estaba Hager, atento como si tuviese que descifrar un folio del códice de San Martino.
Los espectadores hicieron la señal de la cruz. También el verdugo se persignó y comenzó a orar. Oraba a su Dios, al Dios de las cabras y el mal de ojo, para que le diese mano firme al cortar la cuerda, para que la guillotina cayera bien.
Su súplica fue escuchada.
***
Leonardo Sciascia
Hijo menor del administrador de una azufrera, Leonardo Sciascia estudió magisterio en Caltanissetta (Sicilia) y dedicó parte de su vida a la enseñanza (en Racalmuto entre 1949 y 1957, y en Caltanissetta desde 1957 a 1969). Publicó su primer libro en 1956, Las parroquias de Regalpetra, una narración aparentemente neorrealista, en realidad autobiográfica y ensayística ambientada en un pueblo siciliano, trasunto de Racalmuto.
Tras su jubilación anticipada en 1970, ejerció el periodismo (Corriere della Sera), lo que simultaneó con la práctica de la literatura y la enseñanza hasta convertirse en uno de los novelistas italianos más importantes del siglo XX. Simpatizó con el Partido Comunista Italiano del que acabaría apartándose para adoptar una posición independiente que le valdría un amplio reconocimiento y estima, hasta el punto de que escritores, políticos y público en general lo consideraran "conciencia crítica de Italia" por su implacable denuncia de la corrupción política y de la violencia mafiosa. Fue elegido en 1975 por la lista comunista como concejal de la ciudad de Palermo, pero dimitió dos años más tarde; luego fue elegido diputado europeo y diputado al congreso italiano (1979-1983) por el Partido Radical de Marco Panella. Formó parte de la comisión de investigación sobre el asesinato de Aldo Moro. Falleció de cáncer en Palermo (1989).
Sicilia y los sicilianos están presentes en la mayoría de sus obras, traducidas a numerosos idiomas. Fue un gran conocedor de España, que está presente en varios de sus libros y en especial en Horas de España, y leyó especialmente a Cervantes y a José Ortega y Gasset. Decía de El Quijote, "que debía leerse como mínimo dos veces". A lo largo de las más de treinta obras que dejó publicadas, Sciascia legó su interpretación del mundo y de los grandes interrogantes de la humanidad a través de su "sicilianidad", no en vano la mayor parte de sus novelas están ambientadas en esta isla mediterránea.
Publicó en 1961 su primera novela policiaca sobre la mafia, El día de la lechuza. Otra de ese tipo es A cada cual lo suyo (1966). En El archivo de Egipto describió Sicilia a finales del siglo XVIII. En el último decenio publicó un buen número de novelas breves de gran intensidad: El teatro de la memoria, 1912+1, La bruja y el capitán, Puertas abiertas, El caballero y la muerte y Una historia sencilla.
El diputado (1965) es una de las tres piezas teatrales que escribió. No fue demasiado adaptado para el cine, pero destacan dos filmes italianos basados en sus obras: A cada uno lo suyo (1969) de Elio Petri, interpretada por Gianmaria Volonté e Irene Papas, y Todo modo (1976).
1) Voz napolitana, dialectal: “leguleyo” (N. de la T.)
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2) “Dios, sé juez en tu propia causa.” (N. de la T.)
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3) «Se comportan a la francesa, nadie está celoso, son todos afectuosos, no hay mío ni tuyo...»(N. de la T.)
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4) “Tú, Grassellini, mulo de Caracciolo...”. Frase que imita la estructura de una fórmula de documento oficial. (N. de la T.)
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5)
Su due piedi
: “directamente, sin preparación”. (N. de la T.)
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6) «Esta mentira sarracena / con su levita mal cortada / halla quien la acepte por concubina / la acaricie, enjoye y mantenga. / Todos creen que la estirpe / de que ella se precia es antigua y pura / todos se afanan por introducirla / con honor, en sus salones.»(N. de la T.)
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7) «Oh, qué contraste en la mente juvenil, / ¡deseo de gloria e ímpetu de amor!» (N. de la T.)
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8) «Códice diplomático de Sicilia, bajo el dominio de los sarracenos, desde el año 827 al 1072, por primera vez publicado, bajo el cuidado y con comentario de Alfonso Airoldi, arzobispo de Heraclea». (N. de la T.)
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9) «¿Por qué existe la tortura?» (N. de la T.)
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10) «Entregar a los siervos a la tortura» (N. de la T.)
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11) «Se hallarán muchos conocedores de ciertas fórmulas de encantamiento, como muchos que he visto en situaciones extremas, en distintos lugares y oficios.» (N. de la T.)
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12) «Como suelen arder las cosas engrasadas.»(N. de la T.)
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13) «En castellano en el original.»(N. de la T.)
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14) «Dolorosa.»(N. de la T.)
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15) «Se ordena que Francesco Paolo Di Blasi sea decapitado sin pompa, y que antes de la ejecución de la sentencia sea torturado casi hasta la muerte, a fin de que nombre a sus cómplices, y que Giulio Tinaglia, Benedetto La Villa y Bernardo Palumbo sean colgados en la horca hasta tanto se separe su alma de sus cuerpos, y que la ejecución pública sea cumplida en la plaza de Santa Teresa, junto a la Puerta Nueva.»(N. de la T.)
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