—Pero bueno, ¿qué me está usted diciendo? —preguntó Marino—. ¿Debo suponer que estamos buscando a un secuestrador fugado que ahora se dedica a matar a gente en Virginia?
—No podemos excluir por completo esta posibilidad, Pete —dijo Wesley—. Por estrambótica que pueda parecer.
—Los cuatro hombres que secuestraron aquel avión jamás se han asociado con ningún grupo —recordé yo—. Y no sabemos realmente cuál era su verdadero propósito ni quiénes eran, sólo sabemos que dos de ellos eran libaneses, si la memoria no me falla, y que los otros dos que huyeron posiblemente fueran griegos. Creo que se hicieron en aquel momento algunas conjeturas sobre la posibilidad de que el verdadero objetivo fuera un embajador norteamericano que estaba de vacaciones y que hubiera tenido que tomar aquel vuelo junto con su familia.
—Cierto —dijo Wesley un tanto inquieto—. La embajada norteamericana en París había sufrido un atentado con una bomba varios días antes, lo cual dio lugar a que los planes de viaje del embajador se modificaran en secreto aunque no así las reservas. —Su mirada pareció perderse en la distancia mientras se daba unos golpecitos con una pluma en el nudillo de su pulgar izquierdo.— No hemos excluido la posibilidad de que los secuestradores fueran un escuadrón de ataque, unos pistoleros profesionales contratados por alguien.
—Muy bien, muy bien —dijo Marino con impaciencia—. Y nadie ha excluido tampoco la posibilidad de que Beryl Madison y Cary Harper fueran asesinados por un pistolero profesional. De hecho, los delitos se escenificaron de tal forma que parecieran la obra de un chiflado.
—Creo que un punto de partida podrá ser intentar averiguar algo más sobre esta fibra anaranjada y su posible origen.
Fue entonces cuando yo me atreví a decirlo:
—Y tal vez alguien debería examinar con un poco más de detenimiento a Sparacino y asegurarse de que no tuvo ninguna relación con el embajador que quizá era el verdadero objetivo del secuestro.
Wesley no contestó.
Marino experimentó el impulso de cortarse la uña de un pulgar con un cortaplumas.
Hanowell miró a su alrededor y, cuando le pareció que ya no teníamos más preguntas para él, se excusó y se retiró.
Marino encendió otro cigarrillo.
—Si quieren que les dé mi opinión —dijo, exhalando una nube de humo—, eso se está convirtiendo en un maldito galimatías. Quiero decir que no tiene ni pies ni cabeza. ¿Por qué contratar a un asesino a sueldo internacional para liquidar a una escritora de novelas románticas y a un escritor en decadencia que lleva años sin publicar nada?
—No lo sé —contestó Wesley—. Todo depende de la clase de conexiones que hubiera. Depende de un montón de cosas, Pete. Como todo. Lo único que podemos hacer es seguir las pruebas lo mejor que podamos. Y eso me lleva al segundo tema de la agenda. Jeb Price.
—Ya está en la calle —dijo automáticamente Marino.
Le miré sin poderlo creer.
—¿Desde cuándo? —preguntó Wesley.
—Desde ayer —contestó Marino—. Depositó la fianza. Cincuenta de los grandes para ser más exactos.
—Entonces, ¿le importa explicarme cómo lo consiguió? —pregunté, indignada ante el hecho de que Marino no me lo hubiera dicho antes.
—No me importa en absoluto, doctora.
Yo sabía que había tres maneras de depositar una fianza. La primera por medio de un aval personal, la segunda por medio de una entrega en efectivo o en bienes y la tercera a través de un fiador que facilitaba la suma con un diez por ciento de recargo y exigía la firma de un tercero como garantía de que no se quedará sin nada si el acusado decidiera largarse. Jeb Price, dijo Marino, había optado por la tercera posibilidad.
—Quiero saber cómo lo consiguió —dije, sacando mi cajetilla de cigarrillos y acercándome a la lata de Coke para poder compartirla con Marino.
—Sólo conozco una manera. Llamó a su abogado, el cual abrió una cuenta bancaria a su nombre y envió una libreta de depósito a Lucky —contestó Marino.
—¿Lucky? —pregunté.
—Sí. La Compañía de Finanzas Lucky de la calle Diecisiete, oportunamente ubicada a una manzana de la cárcel de la ciudad —contestó Marino—. La tienda de empeños que ha montado Charlie Luck para los presos. Conocida también como «El precio de la libertad». Charlie y yo nos conocemos desde hace mucho tiempo, pegamos la hebra a menudo, nos contamos chistes y cosas así. A veces, larga un poco y otras se cierra en banda. Por desgracia, esta vez ha ocurrido esto último y no he podido sacarle el nombre del abogado de Price, aunque sospecho que no debe de ser de aquí.
—Está claro que Price tiene muy buenas conexiones —dije.
—Está claro —convino Wesley con expresión ceñuda.
—¿Y no ha hablado? —pregunté.
—Tiene derecho a guardar silencio y vaya si lo ha ejercido —contestó Marino.
—¿Qué se ha averiguado sobre su arsenal? —preguntó Wesley, tomando apuntes—. ¿Se han hecho comprobaciones en el registro?
—Todo está registrado a su nombre —contestó Marino— y tiene licencia para llevar un arma oculta concedida hace seis años por un juez medio lelo del norte de Virginia que ya está jubilado y se ha trasladado a vivir al sur. Según los datos incluidos en el registro del juzgado a los que he tenido acceso, Price era soltero y, en el momento en que le fue concedida la licencia, trabajaba en una empresa de compraventa de oro y plata llamada Finklestein's, en el distrito de Columbia. ¿Y a que no saben una cosa? Finklestein's ya no existe.
—¿Y qué dice su historial como conductor? —inquirió Wesley sin dejar de escribir.
—No tiene multas. Tiene un BMW del ochenta y nueve a su nombre, vive en un apartamento del distrito de Columbia cerca de Dupont Circle, adonde se mudó el invierno pasado. En el contrato de alquiler que me han mostrado en la oficina del administrador consta que trabaja por cuenta propia. Tengo que ir a Hacienda para que me muestren los datos de sus declaraciones de renta correspondientes a los últimos cinco años.
—¿Y si fuera un investigador privado? —dije yo.
—En el distrito de Columbia, no —contestó Marino.
Wesley levantó la vista y me dijo:
—Alguien le contrató. Aún no sabemos con qué propósito. Es evidente que fracasó en su misión. Quienquiera que esté detrás de todo ello podría volver a intentarlo. No quisiera que se tropezara usted con el próximo, Kay.
—¿Sería una perogrullada decir que yo tampoco?
—Lo que quiero decirle —añadió Wesley en tono de progenitor que no se anda con pamplinas— es que debe usted evitar colocarse en situaciones en las que pueda ser vulnerable. Por ejemplo, no me parece muy buena idea que esté usted en su despacho cuando no hay nadie más en el edificio. Y no me refiero exclusivamente a los fines de semana. Si usted trabaja hasta las seis o las siete de la tarde cuando todo el mundo ya se ha ido a casa, no conviene que se dirija a un parking a oscuras para recoger su automóvil. ¿No podría marcharse a las cinco, cuando hay muchos ojos y oídos a su alrededor?
—Lo tendré en cuenta —dije.
—En caso de que tenga que marcharse más tarde, Kay, avise al guarda de seguridad y dígale que la acompañe hasta su automóvil —añadió Wesley.
—Qué demonios, llámeme a mí si quiere —se ofreció amablemente Marino—. Tiene usted el número de mi buscapersonas. Si yo no estoy disponible, dígale al operador de comunicaciones que le envíe un vehículo.
«Muy bien», pensé. «Y, a lo mejor, con un poco de suerte, volveré a casa a las doce de la noche».
—Tenga muchísimo cuidado —dijo Wesley, mirándome con dureza—. Dejando aparte las teorías, dos personas han sido asesinadas. El asesino todavía anda suelto. La naturaleza de las víctimas y los móviles son lo suficientemente extraños como para que cualquier cosa se considere posible.
Sus palabras afloraron varias veces en mi mente mientras regresaba a casa. Cuando cualquier cosa es posible, nada es imposible. Uno más uno no es igual a tres. ¿O sí? La muerte de Sterling Harper no parecía pertenecer a la misma ecuación que las muertes de su hermano y de Beryl, pero, ¿y si también perteneciera a ella?
—Me dijo usted que la señorita Harper no estaba en la ciudad la noche en que asesinaron a Beryl —le dije a Marino—. ¿Ha averiguado algo más a este respecto?
—No.
—Dondequiera que fuera, ¿cree que utilizó un automóvil?
—No. Los Harper sólo tenían el Rolls blanco y la noche en que asesinaron a Beryl lo usó el hermano.
—¿Lo sabe usted con certeza?
—He hecho indagaciones en la Culpeper's Tavern —contestó Marino—. Harper se presentó aquella tarde a la hora de costumbre. Llegó en su automóvil, como hacía siempre, y se fue sobre las seis y media.
A la luz de los recientes acontecimientos, dudo que alguien se extrañara lo más mínimo cuando, en el transcurso de la reunión con mi equipo de colaboradores el lunes por la mañana, anuncié que había decidido tomarme mis vacaciones anuales.
Todo el mundo imaginó que mi encuentro con Jeb Price me había provocado tal tensión que necesitaba alejarme y hundir la cabeza en la arena durante algún tiempo para recuperar la calma. No le dije a nadie adónde iba porque no lo sabía. Me limité a marcharme, dejando a mi espalda un escritorio atestado de papeles y a una secretaria que lanzó en secreto un suspiro de alivio.
Regresé a casa y me pasé toda la mañana al teléfono, llamando a todas las líneas aéreas que prestaban servicio en el aeropuerto Byrd de Richmond, el más cómodo para Sterling Harper.
—Sí, ya sé que hay una penalización de un veinte por ciento —le dije al agente de reservas de la USAir—. Usted no me ha entendido. No pretendo cambiar el billete. Eso ocurrió hace varias semanas. Lo que yo quiero saber es si ella usó este vuelo.
—¿El billete no era para usted?
—No —contesté por tercera vez—. Estaba a su nombre.
—En tal caso, es ella la que tiene que ponerse en contacto con nosotros.
—Sterling Harper ha muerto —dije—. No puede ponerse en contacto con ustedes.
Una pausa de sorpresa.
—Murió repentinamente en torno a la fecha en que hubiera tenido que efectuar un viaje —expliqué—. Si fuera usted tan amable de comprobarlo en el ordenador...
La cosa se repitió hasta el extremo de que yo hubiera podido pronunciar las mismas frases sin pensar. En USAir no tenían nada y los ordenadores de Delta, United, American e Eastern tampoco encontraron nada. De los datos que obraban en poder de los agentes, se deducía que la señorita Harper no había tomado ningún vuelo desde Richmond durante la última semana de octubre en que Beryl Madison había sido asesinada. La señorita Harper tampoco había utilizado un automóvil. Yo dudaba de que hubiera tomado un autobús. Quedaba el tren.
Un agente del Amtrak llamado John me dijo que tenía el ordenador estropeado y me preguntó si me podía llamar él. Colgué el teléfono al oír que llamaban a la puerta.
Aún no era mediodía. La mañana era tan dulce y suave como una manzana otoñal. La luz del sol pintaba unos blancos rectángulos en mi salón y parpadeaba en el parabrisas de un desconocido sedán Mazda de color plateado estacionado en mi calzada particular. El pálido y rubio joven que yo observé a través de la mirilla permanecía de pie con la cabeza inclinada y el cuello de una chaqueta de cuero subido hasta las orejas. El Ruger me pesaba en la mano, por lo que me lo guardé en el bolsillo de la chaqueta mientras descorría el pestillo de seguridad. No le reconocí hasta que le vi cara a cara.
—¿Doctora Scarpetta? —preguntó nerviosamente.
No hice ademán de franquearle el paso. Mantuve la mano derecha en el bolsillo, sujetando fuertemente la culata del revólver.
—Le ruego que me perdone por presentarme de esta manera en su casa —dijo—. Llamé a su despacho y me dijeron que se había ido de vacaciones. Encontré su número en la guía, pero el teléfono comunicaba constantemente. Deduje que estaba en casa y, la verdad, tenía que hablar con usted. ¿Me permite pasar?
Parecía más inofensivo en persona que en la cinta de vídeo que Marino me había mostrado.
—¿De qué se trata? —pregunté con firmeza.
—De Beryl Madison, quiero hablarle de ella —contestó—. Ah, bueno, me llamo Alt Hunt. No la entretendré mucho rato, se lo prometo.
Me aparté a un lado para que entrara. Su rostro palideció como el alabastro cuando se sentó en el sofá de mi salón y clavó fugazmente los ojos en la culata del revólver que asomó por mi bolsillo en el momento de sentarme en un sillón orejero a una distancia prudencial.
—¿Va usted armada? —preguntó.
—Sí —contesté.
—No me gustan las armas.
—No son muy agradables —convine.
—No, señora —dijo—. Mi padre me llevó a la caza del venado una vez. Cuando era pequeño. Alcanzó a una cierva. Lloraba. La cierva lloraba tumbada de lado, lloraba. Yo jamás podría pegarle un tiro a nada.
—¿Conocía usted a Beryl Madison? —le pregunté.
—La policía... la policía me ha hablado de ella —contestó tartamudeando—. Un teniente. Marino, el teniente Marino. Se presentó en el túnel de lavado de coches donde yo trabajo, habló conmigo y después me pidió que lo acompañara a jefatura. Estuvimos hablando mucho rato. Ella solía llevar su automóvil a nuestro establecimiento. Así la conocí.
Mientras el chico hablaba, no pude evitar preguntarme qué colores debía «irradiar» yo. ¿Azul acero? ¿Algo de rojo porque estaba alarmada y procuraba disimularlo? Estuve tentada de ordenarle que se largara. Consideré la posibilidad de llamar a la policía. No podía creer que estuviera sentado en mi casa y puede que su audacia por una parte y mi perplejidad por la otra me impidieran tomar una determinación —Señor Hunt... —le interrumpí.
—Por favor, llámeme Al.
—Muy bien pues, Al —dije.— ¿Por qué quería usted verme? Si tiene alguna información, ¿por qué no habla con el teniente Marino?
El rubor le subió a las mejillas mientras se miraba tímidamente las manos.
—Lo que tengo que decir no se incluye en la categoría de información policial —contestó—. Pensé que usted lo comprendería.
—¿Y por qué lo pensó? Usted no me conoce —dije.
—Usted se encargó del caso de Beryl. Por regla general, las mujeres son más intuitivas y compasivas que los hombres —contestó.
Puede que la cosa fuera así de sencilla. Puede que Hunt hubiera acudido a mí porque creía que yo no le humillaría.
Me miró con una expresión dolida y desconsolada lindando casi con el pánico.