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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El cuerpo del delito (44 page)

BOOK: El cuerpo del delito
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—La noche del veintinueve de octubre —dijo Marino—. Frankie ya lo tenía todo previsto. Era muy fácil. Tenía legalmente acceso a la zona de equipajes y supongo que debió de revisar los equipajes del vuelo de Beryl a medida que los iban colocando en la cinta transmisora. Al ver una etiqueta con el nombre de Beryl, debió de apoderarse de la bolsa. Más tarde, Beryl debió de notificar la pérdida de su bolsa de viaje de cuero de color marrón.

Marino no añadió que aquélla era exactamente la misma estratagema que Frankie había utilizado conmigo. Frankie averiguó a través del ordenador la fecha de mi regreso de Florida. Me quitó la maleta y después llamó a mi puerta y yo le abrí.

El gobernador del estado me había invitado a una recepción celebrada una semana antes. Suponía que Fielding habría asistido en mi lugar. Arrojé la invitación a la papelera.

Marino me facilitó más detalles acerca de lo que la policía había descubierto en el apartamento de Frankie Aims en Northside.

En su dormitorio estaba la bolsa de viaje de Beryl en la que guardaba la blusa y la ropa interior ensangrentada de su víctima. En un baúl que le servía de mesa al lado de su cama había una colección de revistas pornográficas y una bolsa de perdigones como los que usó para llenar el trozo de cañería con el cual golpeó la cabeza de Cary Harper. En el mismo baúl se encontró un sobre que contenía un segundo paquete de disquetes de ordenador de Beryl colocados entre dos rígidos cuadrados de cartón y la fotocopia del manuscrito de Beryl, incluyendo la primera página del capítulo Veinticinco que ella había cambiado inadvertidamente con la página del original que Mark y yo habíamos leído. La teoría de Benton Wesley era que Frankie tenía, por costumbre leer en la cama el libro de Beryl mientras acariciaba las prendas que ella llevaba cuando él la asesinó. Puede que sí. Sin embargo, lo que yo sabía sin asomo de duda era que Beryl no había tenido la menor oportunidad de salvarse. Cuando Frankie llamó a su puerta, llevaba su bolsa de viaje de cuero y se identificó como mensajero. Aunque ella le hubiera recordado de la noche en que le vio entregando el equipaje de Cary Harper en casa de los McTigue, no había razón para que sospechara nada... de la misma manera que yo no sospeché nada hasta que ya había abierto la puerta.

—Si no le hubiera franqueado la entrada... —musité.

Mi abrecartas había desaparecido. ¿Dónde demonios lo había puesto?

—Era lógico que lo hiciera —dijo Marino—. Frankie se presentó sonriente y amable, luciendo la camisa de uniforme y la gorra de Omega. Llevaba la bolsa de viaje, lo cual significaba que también le llevaba el manuscrito. Beryl debió de lanzar un suspiro de alivio. Estaba agradecida. Abrió la puerta. Desactivó la alarma y le invitó a pasar...

—Pero, ¿por qué volvió a poner la alarma, Marino? Yo también tengo un sistema de alarma antirrobo. Y, de vez en cuando, vienen repartidores a casa. Si tengo la alarma puesta cuando llega algún mensajero, la desactivo y abro la puerta. Si me fio lo bastante como para franquear la entrada a una persona, no vuelvo a poner la alarma para tener que desactivarla de nuevo y volverla a poner un minuto después, cuando la persona se va.

—¿Se ha dejado usted alguna vez las llaves dentro del automóvil cerrado? —me preguntó Marino, mirándome con aire pensativo.

—Y eso, ¿qué tiene que ver?

—Responda a mi pregunta.

—Por supuesto que sí.

Había encontrado el abrecartas. Lo tenía sobre las rodillas.

—¿Y eso cómo ocurre? En los automóviles nuevos hay toda clase de dispositivos de seguridad que lo impiden, doctora.

—Claro. Y yo, que me los conozco de memoria, hago las cosas sin pensar, cierro las portezuelas y me dejo las llaves colgando del encendido.

—Tengo la impresión de que eso fue exactamente lo que hizo Beryl —añadió Marino—. Debía de estar obsesionada con el maldito sistema de alarma que había instalado tras empezar a recibir las amenazas. Creo que lo tenía puesto constantemente y que pulsaba los botones automáticamente en cuanto cerraba la puerta. —Marino pareció vacilar, contemplando mi biblioteca con expresión ensimismada.— Qué curioso. Deja la maldita arma de fuego en la cocina y después pone la alarma tras haber permitido la entrada del tipo en su casa. Eso demuestra lo nerviosa que estaba y hasta qué extremo la había alterado toda aquella situación.

Ordené un montón de informes de toxicología y lo aparté a un lado junto con toda una serie de certificados de defunción. Contemplando la torre de cintas magnetofónicas que había junto a mi microscopio, volví a sentirme inmediatamente deprimida.

—Dios bendito —se quejó finalmente Marino—. ¿Quiere usted hacer el favor de estarse quieta un momento, por lo menos hasta que yo me vaya? Me está atacando los nervios.

—Es mi primer día de vuelta al trabajo —le recordé—. No puedo evitarlo. Fíjese en todo este jaleo —dije, señalando con un gesto de la mano mi escritorio—. Cualquiera diría que he estado un año ausente. Tardaré un mes en ponerme al día.

—Le doy a usted hasta las ocho de esta noche. Para entonces, todo habrá regresado a la normalidad, exactamente tal y como estaba antes.

—Muchas gracias —dije con cierta aspereza.

—Tiene usted un buen equipo de colaboradores. Ellos saben mantenerlo todo en marcha cuando usted no está. ¿Qué tiene eso de malo?

—Nada.

Encendí un cigarrillo y empujé unos papeles a un lado, buscando el cenicero.

Marino lo vio en una esquina del escritorio y me lo acercó.

—Mire, no he querido decir que no sea usted necesaria —dijo.

—Nadie es indispensable.

—Sí. Ya sabía que era eso lo que pensaba.

—Yo no pienso nada. Estoy simplemente aturdida —dije alargando la mano hacia la estantería que tenía a mi izquierda para tomar mi agenda.

Rose había anulado todas las citas hasta finales de la semana siguiente. Después ya sería Navidad. Estaba a punto de echarme a llorar y no sabía por qué.

Inclinándose hacia adelante para sacudir la ceniza de su cigarrillo, Marino me preguntó en voz baja:

—¿Cómo era el libro de Beryl, doctora?

—Le partirá el corazón y lo llenará de alegría —contesté al borde de las lágrimas—. Es algo increíble.

—Bueno pues, espero que lo publiquen. Será una manera de mantenerla viva en cierto modo, usted ya me entiende.

—Entiendo muy bien lo que quiere decir —respiré hondo—. Mark verá lo que se puede hacer. Supongo que se tendrán que adoptar nuevas disposiciones. Sparacino ya no seguirá encargado de los asuntos de Beryl, eso por supuesto.

—A menos que lo haga entre rejas. Supongo que Mark ya le habrá comentado lo de la carta.

—Sí —dije—. Me lo comentó.

Una de las cartas de Sparacino a Beryl que Marino había encontrado en la casa después del asesinato, había adquirido un nuevo significado cuando Mark la examinó tras haber leído el manuscrito:

Es muy interesante que Joe ayudara a Cary a salir del atolladero... Ahora me alegro todavía más de haberlos puesto en contacto cuando Cary compró aquella soberbia mansión. No, no me extraña en absoluto. Joe era uno de los hombres más generosos que jamás haya tenido el placer de conocer. Espero con ansia nuevas noticias.

 

Aquel simple párrafo sugería muchas cosas, aunque no era probable que Beryl lo supiera. No era probable que ésta tuviera alguna idea de que, al mencionar a Joseph McTigue, se había aproximado peligrosamente al terreno prohibido de las actividades ilegales de Sparacino, entre las cuales se incluían numerosas empresas fantasmas que él se había sacado de la manga para facilitar sus operaciones de blanqueo de dinero. Mark creía que McTigue, con su impresionante potencial económico y sus vastas propiedades inmobiliarias, estaba relacionado con las actividades ilegales de Sparacino y que la ayuda que McTigue le ofreció finalmente a un Harper en situación económica desesperada no había sido precisamente desinteresada. Puesto que jamás había visto el manuscrito de Beryl, Sparacino temía lo que ésta hubiera podido revelar inadvertidamente. Al desaparecer el manuscrito, su afán por recuperarlo fue algo más que simple coincidencia.

—Probablemente pensó que haba sido una suerte que Beryl muriera —añadió Marino—. Porque ella ya no podrá decir nada cuando él revise el libro y elimine cualquier referencia a lo que él se lleva realmente entre manos. Después, buscará un poco por ahí, lo venderá y la obra alcanzará un éxito sensacional. Todo el mundo tendrá interés por leerla después de lo que ha pasado y de lo mucho que se ha hablado y escrito. Cualquiera sabe cómo acabará la cosa... probablemente las fotografías de los cadáveres de los hermanos Harper se publicarán en algún periódico sensacionalista...

—La fotografías que tomó Jeb Price jamás llegaron a las manos de Sparacino —le recordé—. Gracias a Dios.

—Bueno pues, lo que sea. Después de todo el alboroto que se ha armado, hasta yo correría a comprar el libro, y eso que llevo veinte años sin comprar ninguno.

—Lástima —murmuré—. La lectura es algo maravilloso. Deberá probarlo alguna vez.

Ambos levantamos la vista cuando Rose volvió a entrar, esta vez con una alargada caja de color blanco atada con una elegante lazada de color rojo. Perpleja, la secretaria buscó un hueco en mi escritorio donde poder dejarla. Al final, se dio por vencida y la depositó en mis manos.

—Pero, ¿qué demonios...? —musité con la mente en blanco.

Empujando mi sillón hacia atrás, dejé el inesperado regalo sobre mis rodillas y empecé a desatar la cinta de raso mientras Rose y Marino me miraban. En el interior de la caja había dos docenas de rosas de largo tallo, brillando como rojos joyeles envueltos en papel de seda de color verde. Inclinándome hacia adelante, cerré los ojos y aspiré su fragancia; después abrí el sobrecito blanco que las acompañaba.

«Cuando las cosas se ponen mal, los tipos duros se van a esquiar. En Aspen después de las Navidades. Rómpete una pierna y reúnete conmigo —decía la tarjeta—. Te quiero. Mark.»

Notas

[1]
«Paja», en inglés.
(N. de la T.)

[2]
Véase, de la misma autora,
Post mortem
, en esta misma colección.
(N. del E).

[3]
Véase, de la misma autora,
Post mortem
, en esta misma colección.
(N. del E).

[4]
Véase, de la misma autora,
Post mortem
, en esta misma colección.
(N. del E).

[5]
Humorista y poetisa estadounidense (1893—1967), famosa por su mordacidad.
(N. del E.)

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