—¿Alguna metástasis? —pregunté.
—Ninguna a primera vista.
—Dígales a los del laboratorio de análisis microscópicos que se den prisa —le dije.
Fielding asintió con la cabeza y se retiró de inmediato.
Marino me miró inquisitivamente.
—Podrían ser muchas cosas —dije—. Leucemia, linfoma o cualquier enfermedad colagénica... algunas de ellas son benignas y otras no. El bazo y los nódulos linfáticos reaccionan como un componente del sistema inmunológico... en otras palabras, el bazo resulta casi siempre afectado en cualquier enfermedad de la sangre. En cuanto al engrasamiento del hígado, eso no nos sirve de mucho para el diagnóstico. No sabré nada hasta que examine los cambios histológicos bajo el microscopio.
—¿Sería tan amable de hablar en cristiano para variar? —dijo Marino, encendiendo un cigarrillo—. Explíqueme en palabras sencillas qué es lo que ha descubierto el doctor Schwarzenegger.
—Que el sistema inmunológico está reaccionando a algo —contesté—. La víctima estaba enferma.
—¿Lo bastante enferma como para palmarla en el sofá?
—¿Así, de repente? —dije—. Lo dudo.
—¿Y qué me dice de algún medicamento? —apuntó Marino—. Podría haberse tomado unas pastillas y haber arrojado después el frasco al fuego, lo cual explicaría tal vez la presencia del plástico fundido que usted descubrió en la chimenea y el hecho de que no encontráramos frascos de pastillas ni ninguna otra cosa. Medicamentos de esos que se expenden sin receta.
Una sobredosis de medicamento ocupaba uno de los primeros lugares en mi lista de posibilidades, pero era absurdo que me preocupara en aquel momento por ello. A pesar de mi insistencia y a pesar de las promesas de que el caso sería tratado con la máxima urgencia, los resultados de toxicología tardarían varios días y tal vez varias semanas en estar disponibles.
En cuanto al hermano, yo tenía mi teoría.
—Creo que a Cary Harper lo golpearon con una porra de fabricación casera hecha con un trozo de tubo metálico lleno de perdigones y con los extremos tapados con plastilina para que no se escaparan los perdigones. Al cabo de varios golpes, la tapa de plastilina se pudo desprender y entonces los perdigones se esparcieron por todas partes.
Marino sacudió la ceniza del cigarrillo con aire pensativo.
—Eso no encaja demasiado con toda la mierda de soldado mercenario que hemos encontrado en el automóvil de Price. Ni con nada que se le hubiera podido ocurrir a la señorita Harper.
—Supongo que no habrá usted encontrado en la casa ni plastilina ni perdigones ni nada de todo eso.
Marino sacudió la cabeza diciendo:
—No, qué va.
Mi teléfono no dejó de sonar en todo el resto del día. Las noticias sobre mi supuesto papel en la desaparición de un «misterioso y valioso manuscrito» y las exageradas descripciones de cómo yo había conseguido «reducir a un atacante» que había penetrado en mi despacho ya habían llegado a las agencias. Otros reporteros estaban deseando dar la primicia y merodeaban por el parking del departamento o se presentaban en el vestíbulo con sus micrófonos y cámaras en ristre. Un pinchadiscos local especialmente irreverente estaba comentando a través de las ondas que yo era la única jefa del país que usaba «guantes de oro en lugar de guantes de goma». La situación se me estaba escapando rápidamente de las manos y yo ya empezaba a tomarme un poco más en serio las advertencias de Mark. Sparacino era perfectamente capaz de amargarme la vida.
Siempre que a Thomas Ethridge IV se le ocurría alguna idea, me llamaba a través de la línea directa en lugar de pasar por Rose. No me sorprendió que me llamara. Creo incluso que lancé un suspiro de alivio. Era la última hora de la tarde y ambos nos encontrábamos sentados en su despacho. Tenía la edad suficiente como para ser mi padre y era uno de esos hombres cuya personalidad anodina en la juventud se transforma con el paso de los años en todo un monumento de carácter. Ethridge tenía una cara de Winston Churchill, muy propia de un parlamento o de un salón lleno de humo de cigarros. Siempre nos habíamos llevado extremadamente bien.
—¿Un número publicitario? ¿Y te parece probable que alguien se lo crea, Kay? —me preguntó el fiscal general, acariciando con aire ausente la cadena de reloj de oro prendida en su chaleco.
—Tengo la impresión de que no me crees —dije.
Su respuesta fue tomar una gruesa estilográfica Mont Blanc de color negro y desenroscarle lentamente el capuchón.
—Supongo que nadie tendrá la oportunidad de creerme o dejar de creerme —añadí en tono dubitativo—. Mis sospechas no tienen ningún fundamento concreto, Tom. Si hago una acusación de esta naturaleza para contraatacar a Sparacino, lo que conseguiré es que éste se divierta de lo lindo.
—Te sientes muy aislada, ¿verdad, Kay?
—Sí, porque lo estoy, Tom.
—Las situaciones como ésta suelen adquirir vida propia —dijo Tom en tono pensativo—. Hay que cortar por lo sano sin llamar la atención.
Frotándose los cansados ojos por detrás de sus gafas de montura de concha, pasó a una página en blanco de un cuaderno de apuntes y empezó a hacer una de sus acostumbradas listas nixonianas, trazando una línea en el centro de la página amarilla para separar las ventajas a un lado de los inconvenientes al otro... sin que yo tuviera ni idea de lo que se proponía. Tras llenar media página en la que una de las columnas era sensiblemente más larga que la otra, se reclinó en su sillón y levantó la vista, frunciendo el ceño.
—Kay —me dijo—, ¿nunca te has parado a pensar en la posibilidad de que te estés dejando llevar por los casos en mayor medida que tus antecesores en el cargo?
—No he conocido a ninguno de ellos —contesté.
Ethridge esbozó una leve sonrisa.
—Ésa no es una respuesta a mi pregunta, señora letrada.
—Sinceramente, jamás lo había pensado.
—Ni yo esperaba que lo hicieras —dijo él, sorprendiéndome con su comentario—. No lo esperaba en absoluto porque eres una persona que se entrega hasta el fondo. Lo cual es precisamente uno de los varios motivos por los que apoyé sin reservas tu nombramiento. El lado bueno es que no se te escapa ni una, que eres una patóloga forense de primera, aparte tus excelentes dotes como administradora. El lado malo es que a veces tiendes a colocarte en situaciones peligrosas. Aquellos casos de estrangulamiento de hace aproximadamente un año,
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por ejemplo. Puede que jamás se hubieran resuelto y que muchas otras mujeres hubieran muerto de no haber sido por ti. Pero por poco te cuestan la vida.
«Volviendo al incidente de ayer —Ethridge hizo una pausa, sacudió la cabeza y soltó una carcajada—, tengo que reconocer que estoy impresionado. Creo haber oído por la radio esta mañana que lo dejaste K.O. ¿Es cierto eso?
—No exactamente —contesté un tanto cohibida.
—¿Sabes quién es y qué buscaba?
—No estamos seguros —dije—, pero entró en la cámara frigorífica del depósito de cadáveres y tomó unas fotografías. De los cuerpos de Cary y Sterling Harper. Las fichas que estaba examinando cuando yo entré no me revelaron nada.
—¿Estaban por orden alfabético?
—Estaban en el fichero de la M a la N —dije.
—¿M de Madison?
—Podría ser —contesté—. Pero este caso se encuentra en el despacho principal. No hay nada en los archivadores.
Tras un prolongado silencio, el fiscal general tamborileó con el índice sobre el cuaderno de notas y dijo:
—He anotado todo lo que sé sobre estas muertes recientes. Beryl Madison, Cary Harper, Sterling Harper. Tienen todos los ingredientes propios de una novela de misterio, ¿verdad? Y ahora sale toda esta historia del manuscrito perdido en la cual está presuntamente implicado el despacho de la jefa del departamento de Medicina Legal. Te voy a decir un par de cosas, Kay. Primero, si te llama alguien más a propósito del manuscrito, creo que te será más cómodo enviar a los interesados a mi despacho. Estoy preparado para afrontar una querella fraudulenta. Pondré a trabajar a mi equipo, a ver si podemos adelantarnos y cortarles el paso. En segundo lugar, y eso lo he estado meditando con mucho cuidado, quiero que te conviertas en un iceberg.
—¿Y eso qué significa exactamente? —pregunté con una cierta inquietud.
—Lo que aflora a la superficie no es más que una mínima parte de lo que hay realmente debajo —me contestó—. No lo confundas con la discreción, aunque a todos los efectos prácticos tengas que mostrarte discreta. Declaraciones a la prensa reducidas a su mínima expresión y procurar pasar lo más inadvertida posible —empezó a acariciar de nuevo la cadena del reloj—. Inversamente proporcional a tu invisibilidad será tu nivel de actividad o de participación, si prefieres.
—¿De participación? —dije en tono de protesta—. ¿Ésa es tu manera de decirme que me dedique exclusivamente a mi trabajo procurando al mismo tiempo que mi despacho no llame la atención?
—Sí y no. Sí en cuanto al trabajo. Por lo que respecta a tu despacho, me temo que eso no estará en tu mano controlarlo —Ethridge hizo una pausa, cruzando las manos sobre su escritorio—. Conozco bastante bien a Robert Sparacino.
—¿Has tenido tratos con él? —pregunté.
—Tuve la desgracia de conocerle en la facultad de Derecho —contestó.
Le miré con incredulidad.
—Universidad de Columbia, promoción del cincuenta y uno —añadió Ethridge—. Un joven obeso y arrogante con un defecto de carácter muy grave. Por si fuera poco, era muy inteligente y hubiera podido ser el primero de la promoción y entrar a trabajar como colaborador en el despacho del presidente del Tribunal Supremo si yo no hubiera forzado la máquina. —Tras una breve pausa, Ethridge terminó diciendo—: Yo fui a Washington y disfruté del privilegio de trabajar para Hugo Black. Y Robert se quedó en Nueva York.
—¿Y crees que te ha perdonado? —pregunté mientras en mi mente empezaba a formarse una nube de sospecha—. Supongo que debió de haber mucha rivalidad entre vosotros. ¿Te ha perdonado alguna vez que le vencieras en la carrera y fueras el primero de la promoción?
—Nunca deja de enviarme una postal de felicitación por Navidad —contestó secamente Ethridge—. A partir de una lista de ordenador, con su firma impresa y mi nombre erróneamente escrito. Lo bastante impersonal como para resultar ofensivo.
Estaba empezando a comprender por qué razón Ethridge quería que todas las batallas con Sparacino pasaran por el despacho del fiscal general.
—No estarás pensando que la ha tomado conmigo para fastidiarte a ti, ¿verdad? —le pregunté en tono dubitativo.
—¿Cómo? ¿Que la pérdida del manuscrito sea un engaño y él lo sepa? ¿Que esté armando todo este alboroto en la Mancomunidad para dejarme indirectamente un ojo a la funerala y causarme quebraderos de cabeza? —Ethridge esbozó una triste sonrisa—. No creo que éste sea su único motivo.
—Pero podría ser un aliciente adicional —dije—. Él sabe que cualquier jaleo legal, cualquier litigio relacionado con mi departamento tendría que pasar por el fiscal general. Lo que tú me estás diciendo es que se trata de un hombre vengativo.
Ethridge juntó las yemas de los dedos de ambas manos y empezó a tamborilear lentamente con ellas mientras me decía con la mirada perdida en la distancia:
—Te voy a contar una cosa que me revelaron sobre Robert Sparacino cuando ambos estudiábamos en la universidad de Columbia. Procede de un hogar roto y vivía con su madre mientras su padre se dedicaba a ganar un montón de dinero en Wall Street. Al parecer, el chico visitaba a su padre en Nueva York varias veces al año y era un ávido y precoz lector que se sentía profundamente atraído por el mundo literario. Durante una de sus visitas, convenció a su padre de que lo llevara a almorzar al Algonquin un día en que Dorothy Parker y los miembros de su Mesa Redonda tenían que reunirse allí. Robert, que no tendría más de nueve o diez años, lo tenía todo planeado según más tarde les contó a sus amiguetes de Columbia. Se acercaría a Dorothy Parker,
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le tendería la mano y se presentaría diciendo: «Señorita Parker, mucho gusto en conocerla», y todas estas cosas que suelen decirse. Pero, cuando se acercó a la mesa, lo que le dijo fue: «Señorita Parker, mucho gusto en complacerla». A lo cual Dorothy contestó riéndose como sólo ella sabía hacerlo: «Muchos hombres me han dicho lo mismo, aunque ninguno tan joven como tú». Las risas que se produjeron mortificaron y humillaron a Sparacino, el cual jamás las olvidó.
La imagen del pequeño gordinflón tendiendo una sudorosa mano y diciendo aquella patochada resultaba tan patética que ni siquiera me reí. Si un héroe de mi infancia me hubiera humillado, yo tampoco lo hubiera olvidado jamás.
—Te lo cuento —dijo Ethridge— para demostrarte una cosa que a estas alturas ya ha sido confirmada con creces, Kay. Cuando Sparacino contó esta anécdota en Columbia estaba un poco bebido y amargado y prometió que se vengará y le enseñaría a Dorothy Parker y al resto de su refinado y elitista ambiente que de él no se reía nadie. ¿Y qué ha ocurrido? —Ethridge me miró plácidamente—. Pues que es uno de los abogados más poderosos del sector editorial y se codea con los editores, los agentes y los escritores, los cuales puede que le odien en privado, pero no consideran prudente incurrir en su enojo. A lo mejor, almuerza habitualmente en el Algonquin e insiste en concertar todos los contratos cinematográficos y editoriales que allí se forjan mientras en su fuero interno contempla con una sonrisa relamida el fantasma de Dorothy Parker. ¿Te parece muy descabellado? —preguntó tras una pausa.
—No. No hace falta ser un psicólogo para comprenderlo —contesté.
—He aquí lo que quiero sugerirte —dijo Ethridge clavando los ojos en los míos—. Deja que yo me encargue de Sparacino. Quiero que evites cualquier contacto con él en la medida de lo posible. No debes subestimarle, Kay. Aunque creas que apenas le has dicho nada, él lee entre líneas y es un maestro en hacer deducciones que pueden dar asombrosamente en el blanco. No sé muy bien cuáles eran sus relaciones con Beryl Madison y los Harper ni qué se propone en realidad. A lo mejor, toda una serie de cosas desagradables.
Pero no quiero que averigüe más detalles sobre estas muertes que los que ya conoce.
—Ya conoce muchas cosas —dije—. El informe policial sobre Beryl Madison, por ejemplo. No me preguntes cómo...
—Es un personaje muy ingenioso —me interrumpió Ethridge—. Te aconsejo que mantengas todos los informes fuera de la circulación y sólo los envíes adonde tengas que hacerlo. Refuerza las medidas de seguridad, mantén todos los archivos bajo llave. Asegúrate de que tus colaboradores no faciliten información a nadie sobre estos casos a no ser que estés absolutamente segura de que la persona que llama para solicitarla es realmente quien dice ser. Sparacino utilizará todas las migajas en su propio beneficio. Para él es un juego. Muchas personas podrían sufrir las consecuencias... tú incluida. Por no hablar de lo que podrá ocurrir con los casos cuando llegara el momento del juicio. Tras uno de sus típicos revuelos publicitarios, tendríamos que irnos a la maldita Antártida.