—En Freeport, Maine. No estoy muy al corriente de las circunstancias.
—¿De muerte natural? —pregunté.
—No —contestó el doctor Masterson sin mirarnos a la cara—. Estoy casi seguro de que no.
Marino no tardó mucho en averiguarlo. Llamó al departamento de Policía de Freeport, Maine. Según los archivos, a última hora de la tarde del 15 de enero de 1983, un «ladrón» que, al parecer, se encontraba en el interior de su casa mató a golpes a la señora Wilma Aims cuando ésta regresó de la tienda de comestibles. Tenía cuarenta y dos años al morir y era una mujer de baja estatura, ojos azules y cabello rubio decolorado. El caso no se aclaró.
Yo no tenía ninguna duda sobre quién era el presunto ladrón. Marino tampoco tenía ninguna.
—Puede que Hunt fuera realmente un vidente, oiga —dijo Marino—. Sabía que Frankie había matado a su madre. Y eso ocurrió mucho después de que los dos chalados hubieran estado juntos en el manicomio.
Ambos estábamos contemplando las piruetas de la ardilla
Sammy
alrededor del comedero de los pájaros. Marino me había acompañado en su automóvil a casa desde el hospital y yo le había invitado a tomar café.
—¿Está seguro de que Frankie no trabajó en algún momento en el túnel de lavado de coches de Hunt en los últimos años? —pregunté.
—No recuerdo haber visto ningún Frank o Frankie Aims en los registros —contestó Marino.
—Es posible que se cambiara el nombre —dije.
—Probablemente lo hizo tras haber liquidado a su mamá, sabiendo que la policía podría buscarle. —Marino alargó la mano hacia su taza de café.— Lo malo es que no tenemos ninguna descripción reciente y los túneles de lavado como el Masterwash son como una maldita puerta giratoria. La gente entra y sale constantemente. Los tipos trabajan un par de días, una semana, un mes. ¿Tiene usted alguna idea de la cantidad de hombres blancos altos, delgados y morenos que andan sueltos por ahí? Estoy buscando nombres y me desvío de la pista.
Estábamos muy cerca y, sin embargo, muy lejos. Era como para volverse locos.
—Las fibras podrían confirmar la hipótesis de un túnel de lavado de automóviles —dije exasperada—. Hunt sabía que Frankie había matado a su madre porque, a lo mejor, Hunt y Frankie mantuvieron contacto tras ser dados de alta en el Valhalla. A lo mejor, Frankie trabajó en el túnel de lavado de Hunt, incluso puede que trabajara allí hasta hace muy poco. Es posible que Frankie se fijara en Beryl cuando ésta llevó su automóvil allí para que se lo lavaran.
—Tienen treinta y seis empleados. Todos menos once son negros, doctora, y, de los once blancos, seis son mujeres. Por consiguiente, nos quedan cinco. Tres de ellos tienen menos de veinte años, lo cual significa que tenían ocho o nueve cuando Frankie estaba en el Valhalla. Por consiguiente, no nos sirven. Y los otros tres tampoco encajan por distintas razones.
—¿Qué razones? —pregunté.
—Fueron contratados hace un par de meses o ni siquiera trabajaban allí cuando Beryl llevaba su automóvil al túnel de lavado. Aparte el hecho de que sus características físicas no coinciden con la descripción ni de lejos. Uno es pelirrojo, otro es casi tan bajito como usted.
—Muchas gracias, hombre.
—Seguiré investigando —dijo Marino apartando la vista del comedero de los pájaros mientras la ardilla Sammy nos observaba atentamente con sus ojos ribeteados de rosa— Y usted, ¿qué?
—¿Yo qué?
—¿Saben en su despacho que sigue trabajando allí? —preguntó Marino, mirándome de una manera muy rara.
—Todo está bajo control —contesté.
—No estoy muy seguro, doctora.
—Pues yo sí.
—Me parece —añadió Marino, insistiendo en el tema— que las cosas no van tan bien como dice.
—Tardaré un par de días más en regresar al despacho —le expliqué con firmeza—. Tengo que localizar el manuscrito de Beryl. Ethridge también está trabajando en el asunto. Tenemos que ver lo que contiene. Puede que encontremos el eslabón de que usted hablaba antes.
—Siempre y cuando recuerde mis normas —dijo Marino, apartándose de la mesa.
—Tengo mucho cuidado —le aseguré.
—No ha sabido nada más de él, ¿verdad?
—Exacto —contesté—. Ninguna llamada. Ni rastro de él. Nada.
—Permítame recordarle que tampoco tenía por costumbre llamar a Beryl todos los días.
No hacía falta que me lo recordara. No quería que empezara de nuevo a soltarme un sermón.
—Si llama, me limitaré a decirle: «Hola, Frankie. ¿Qué hay?».
—Oiga, que eso no es para tomarlo a guasa —Marino se detuvo en el recibidor y se volvió a mirarme.— Era una broma, ¿verdad?
—Pues claro —contesté con una sonrisa, dándole una palmadita en la espalda.
—Hablo en serio, doctora. No se le ocurra hacer nada de eso. Si oye su voz en el contestador, no tome el maldito teléfono...
Cuando abrí la puerta, Marino se quedó petrificado.
—La puta madre...
Salió al porche, extrajo estúpidamente el revólver y miró a su alrededor como un loco.
El asombro me dejó sin habla mientras miraba hacia el exterior, donde los chisporroteos y el rugido del fuego llenaban el aire invernal.
El LTD de Marino era un infierno recortándose contra la negra noche y sus llamas danzaban y se elevaban hacia la luna en cuarto menguante. Asiendo a Marino por la manga, tiré de él hacia el interior de la casa justo en el momento en que se empezaba a escuchar el silbido de una sirena en la distancia y estallaba el depósito de la gasolina. Las ventanas del salón se iluminaron cuando una bola de fuego se elevó hacia el cielo y las llamas prendieron en los pequeños cornejos del fondo de mi patio.
—¡Dios mío! —exclamé al ver que se cortaba la luz.
La enorme sombra de Marino paseaba por la alfombra en la oscuridad como un toro enfurecido a punto de embestir mientras manipulaba su radiotransmisor portátil, soltando maldiciones.
—¡Maldito hijo de puta! ¡Maldito hijo de la gran puta!
Despedí a Marino poco después de que el montón calcio nado en que se había convertido su amado automóvil nuevo fuera retirado por medio de un camión con remolque. Había insistido en quedarse toda la noche y yo le había contestado que los numerosos coches patrulla que vigilaban mi casa serían suficientes. Después insistió en que me fuera a un hotel, pero yo me negué a hacerlo. Él tenía que ocuparse de su desastre y yo del mío. Mi casa y mi patio parecían un negro pantano y la planta baja estaba llena de pestilente humo. El buzón del final de la calzada parecía una cerilla ennegrecida y yo había perdido por lo menos media docena de arbustos de boj y otros tantos árboles. Pero, por encima de todo, aunque le agradecía a Marino su preocupación, prefería estar sola. Ya era bien pasada la medianoche y me estaba desnudando a la luz de una vela cuando sonó el teléfono. La voz de Frankie se filtró como un vapor malsano en mi dormitorio, envenenando el aire que yo respiraba y mancillando el privilegiado refugio de mi hogar.
Sentada en el borde de la cama, contemplé el contestador mientras la bilis me subía por la garganta y el corazón me golpeaba con fuerza las costillas.
—... me hubiera gustado estar ahí para verlo. ¿Ha sido impre-presionante, Kay? ¿A que ha sido bonito? No me gusta que haya otros hom-hombres en tu casa. Ahora ya lo sabes. Ahora ya lo sabes.
El contestador se detuvo. La lucecita empezó a parpadear. Cerré los ojos y respiré hondo. El corazón me latía violentamente y las sombras de la llama de la vela oscilaban en silencio en las paredes. ¿Cómo era posible que me estuviera ocurriendo a mí semejante cosa?
Sabía lo que tena que hacer. Lo mismo que Beryl Madison había hecho. Me pregunté si estaría experimentando el mismo temor que ella habría sentido al huir a toda prisa del túnel de lavado tras haber visto el corazón grabado en la portezuela de su automóvil. Me temblaban las manos sin poderlo evitar cuando abrí el cajón de la mesita de noche y saqué las páginas amarillas. Tras haber hecho las reservas, llamé a Benton Wesley.
—Yo no se lo aconsejo, Kay —me dijo, despertándose de golpe—. No. Bajo ningún pretexto. Escúcheme, Kay...
—No tengo más remedio, Benton. Quería simplemente que alguien lo supiera. Puedo informar a Marino si lo desea. Pero no se entrometa. Por favor. El manuscrito...
—Kay...
—Tengo que encontrarlo. Creo que es allí donde está.
—¡Kay! ¡No discurre con lógica!
—Oiga —dije, levantando la voz—, ¿qué quiere usted que haga? ¿Esperar hasta que este mal nacido decida pegar un puntapié a mi puerta y hacer saltar por los aires mi automóvil? Si me quedo aquí, me mata. ¿Es que no lo comprende?
—Tiene instalado un sistema de alarma. Tiene un arma. No puede volar su automóvil estando usted dentro. Ah, me ha llamado Marino. Me ha contado lo ocurrido. Están casi seguros de que alguien empapó un trapo con gasolina y lo introdujo en el depósito. Han descubierto huellas de apalancamiento. Forzó con una palanca el...
—Por Dios, Benton. Es que ni siquiera me escucha.
—Usted es la que tiene que escucharme a mí. Por favor, le ruego que me escuche, Kay. Le conseguiré protección, le enviaré a alguien que se instale en la casa con usted, ¿de acuerdo? Una de nuestras agentes...
—Buenas noches, Benton.
—¡Kay!
Colgué y no contesté cuando Wesley me volvió a llamar de inmediato. Escuché en silencio sus protestas a través del contestador automático mientras la sangre me latía en el cuello y yo evocaba las imágenes del automóvil de Marino silbando y rugiendo al recibir los arqueados chorros de agua de las mangueras de los bomberos desde el otro lado de la calle. Cuando descubrí el cuerpecillo carbonizado al final de mi calzada particular, algo se rompió dentro de mí. El depósito de gasolina del vehículo de Marino debía de haber estallado justo en el momento en que la ardilla
Sammy
corría frenéticamente por el cable del tendido eléctrico para escapar. Durante una décima de segundo sus patitas habían establecido simultáneamente contacto con el transformador del suelo y el cable de la corriente primaria. Veinte mil voltios de electricidad habían atravesado su minúsculo cuerpo quemándola en un instante y provocando la fusión de los plomos.
La coloqué en una caja de zapatos y la enterré en mi rosaleda porque no podía soportar la idea de ver su figura ennegrecida a la luz de la mañana.
Aún no tenía electricidad cuando terminé de hacer la maleta. Bajé a la planta baja, me tomé un brandy y me fumé un cigarrillo hasta que dejé de temblar mientras el Ruger que había dejado sobre el mostrador del bar brillaba bajo la luz de los reflectores. No me acosté. No contemplé los destrozos de mi jardín cuando cerré con llave la puerta. La maleta me golpeó la pierna y el agua sucia me salpicó en los tobillos mientras corría hacia mi automóvil. No vi ni un solo coche patrulla cuando bajé a gran velocidad por mi desierta calle. Al llegar al aeropuerto poco después de las cinco de la madrugada, me encaminé directamente a los lavabos de señoras y saqué el arma que llevaba en el bolso. La descargué y la guardé en la maleta.
C
ruzando el puente de embarque, llegué al mediodía al soleado vestíbulo, al aire libre del aeropuerto internacional de Miami.
Me detuve para comprar el
Herald
de Miami y tomarme un café. Encontré una mesa medio oculta detrás de la maceta de una palmera, me quité el
blazer
invernal y me remangué las mangas. Estaba empapada y el sudor me bajaba en riachuelos por los costados y la espalda. Me escocían los ojos por falta de sueño y me dolía la cabeza. Lo que vi al desdoblar el periódico no contribuyó precisamente a mejorar mi estado.
En el ángulo inferior izquierdo de la primera plana había una espectacular fotografía de los bomberos apagando con sus mangueras las llamas del automóvil de Marino. El pie de la fotografía que acompañaba la dramática escena de arcos de agua, denso humo y árboles ardiendo al fondo de mi patio, decía:
ESTALLA UN VEHÍCULO DE LA POLICÍA
Los bomberos de Richmond extinguen las llamas del vehículo de un investigador de la policía en una tranquila calle de un barrio residencial. El Ford LTD no estaba ocupado cuando estalló anoche. No hubo heridos. Se sospecha que el incendio fue provocado.
Menos mal que, gracias a Dios, no se mencionaba a quién pertenecía la casa frente a la cual se encontraba aparcado el automóvil de Marino ni el porqué. Aun así, mi madre vería la fotografía e intentaría llamar. «Me gustaría que volvieras a Miami, Kay. Richmond me parece un lugar horrible. Además, el nuevo departamento de Medicina Legal de aquí es una monada, Kay... parece de película», me diría. Curiosamente, a mi madre nunca se le ocurriría pensar que en mi ciudad natal de habla española se registraban cada año más homicidios, tiroteos, detenciones relacionadas con la droga, disturbios raciales, violaciones y robos que en Virginia y toda la Commonwealth británica combinadas.
Llamaría a mi madre más tarde. Perdóname, Señor, pero ahora no estoy de humor para hablar con ella.
Recogiendo mis cosas, aplasté el cigarrillo para apagarlo y me sumergí en la marea de atuendos tropicales, bolsas de compra de las tiendas
duty-free
y lenguas extranjeras que se dirigían hacia la zona de equipajes, apretando fuertemente el bolso contra mi costado en gesto protector.
No empecé a relajarme hasta varias horas más tarde, cuando crucé el puente Seven Mile en mi automóvil de alquiler. Más adelante, con el golfo de México a un lado y el Atlántico al otro, traté de recordar la última vez que había visto Key West. Con la de veces que Tony y yo habíamos visitado a mi familia en Miami, jamás se nos había ocurrido hacer aquella excursión. Estaba casi segura de que la última vez que había hecho aquel trayecto había sido con Mark. Su pasión por las playas, el agua y el sol era un amor correspondido. Si es posible que la naturaleza tenga predilección por una criatura más que por otra, por Mark sentía una especial predilección. Apenas recordaba el año y mucho menos el lugar adonde fuimos aquella vez que él pasó una semana con mi familia. Recordaba, en cambio, con toda claridad sus holgados calzones blancos de baño y el calor de su mano en la mía durante nuestros paseos por la fresca y mojada arena de la playa. Recordaba la deslumbradora blancura de sus dientes contrastando con el cobrizo color de su piel y la saludable e irreprimible expresión de alegría de sus ojos mientras buscaba dientes de tiburón y conchas y yo le miraba con una sonrisa desde la sombra de la ancha ala de mi sombrero. Pero, por encima de todo, lo que no podía olvidar era el hecho de haber amado a un joven llamado Mark James más de lo que yo creyera posible amar algo en este mundo.