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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El cuerpo del delito (27 page)

BOOK: El cuerpo del delito
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—¿Qué quiere usted decir? —pregunté.

—Su acto no podía producir de ninguna manera el efecto deseado —contestó Hunt—. No está seguro de la intimidad... de la misma manera que nunca estuvo seguro de la intimidad con su madre. Otra vez la desconfianza. Y, además, ahora hay otras personas que tienen una razón más justificada que él para mantener una relación con Beryl.

—¿Como quiénes?

—La policía —sus ojos se clavaron en mí—. Y usted.

—¿Porque estamos investigando su asesinato? —pregunté mientras un estremecimiento me recorría la columna vertebral.

—Sí.

—¿Porque ella se ha convertido en objeto de preocupación para nosotros y nuestra relación con ella es más pública que la del asesino?

—Sí.

—Y eso, ¿adonde nos lleva? —pregunté.

—Cary Harper ha muerto.

—¿Él ha matado a Harper?

—Sí.

—¿Por qué? —inquirí, encendiendo nerviosamente un cigarrillo.

—Lo que le hizo a Beryl fue un acto de amor —contestó Hunt—. Lo que le hizo a Harper fue un acto de odio. Ahora está hundido en el odio. Cualquiera que esté relacionado con Beryl corre peligro. Eso es lo que yo quería decirle al teniente Marino, el policía. Pero comprendí que no serviría de nada. Él... ellos pensarían que me faltaba un tornillo.

—¿Quién es? —pregunté—. ¿Quién mató a Beryl?

Al Hunt se desplazó hacia el borde del sofá y se frotó el rostro con las manos. Cuando levantó la vista, tenía las mejillas enrojecidas.

—Jim Jim —contestó en un susurro.

—¿Jim Jim? —pregunté, perpleja.

—No lo sé —contestó él, con la voz quebrada por la emoción—. Oigo constantemente este nombre en mi cabeza, lo oigo una y otra vez...

Permanecí sentada sin moverme.

—Hace mucho tiempo, cuando estaba en el hospital Valhalla —dijo.

—¿En la unidad forense? —pregunté, interrumpiéndole—. ¿Acaso este Jim Jim era un paciente cuando usted estuvo allí?

—No estoy seguro. —Las emociones se estaban condensando en sus ojos como una tormenta.— Oigo su nombre y veo aquel lugar. Mis pensamientos regresan a los recuerdos más oscuros. Y tengo la sensación de que me deslizo por un desagüe. Hace mucho tiempo. Muchas cosas se han borrado. Jim. Jim. Jim. Jim. Como el traqueteo de un tren. El sonido no cesa. Me duele la cabeza de tanto oírlo.

—¿Cuándo fue? —pregunté.

—Hace diez años —gritó.

Comprendí que Hunt no hubiera podido estar preparando una tesis de licenciatura por aquel entonces. Aún no habría cumplido los veinte años.

—Al —dije—, usted no estaba haciendo investigación en la unidad forense. Entonces, era un paciente, ¿verdad?

Hunt se cubrió el rostro con las manos y rompió a llorar. Guando finalmente logró sobreponerse, se negó a seguir hablando. Estaba visiblemente trastornado, musitó que se le hacía tarde para una cita y prácticamente salió corriendo. El corazón me galopaba en el pecho y no quería detenerse. Me preparé una taza de café y empecé a pasear por la cocina sin saber qué hacer. Me sobresalté al oír sonar el teléfono.

—Kay Scarpetta, por favor.

—Al habla.

—Soy John, de Amtrack. Al final he obtenido la información que me había pedido, señora. Vamos a ver... Sterling Harper tenía un billete de ida y vuelta en El Virginiano para el veintisiete de octubre con regreso el treinta y uno. Según mis datos, subió a aquel tren o, por lo menos, subió alguien que tenía su billete. ¿Quiere que le diga las horas?

—Sí, por favor —contesté, dispuesta a anotarlas—. ¿Qué estaciones?

—Origen Fredericksburg, destino Baltimore —contestó el empleado.

Intenté llamar a Marino. Estaba en la calle. Ya era de noche cuando devolvió mi llamada y me comunicó al mismo tiempo una noticia.

—¿Quiere que vaya? —pregunté anonadada.

—No veo la necesidad —contestó Marino—. Lo que hizo está muy claro. Dejó una nota escrita y se la prendió en los calzoncillos. Decía que lo sentía mucho, pero que ya no podía resistirlo por más tiempo. Eso es todo, más o menos. No hay nada sospechoso en el escenario de los hechos. Ya nos vamos. El doctor Coleman está aquí —añadió, refiriéndose a uno de mis forenses locales.

Poco después de abandonar mi casa, Al Hunt se había dirigido en su automóvil a la suya, un edificio de ladrillo de estilo colonial en Ginter Park, donde vivía en compañía de sus padres. En el estudio de su padre tomó un bloc de notas y una pluma. Bajó al sótano y se quitó el estrecho cinturón de cuero negro que llevaba. Dejó los zapatos y los pantalones en el suelo. Cuando su madre bajó más tarde para colocar una carga de ropa en la lavadora, encontró a su único hijo colgando de una tubería en el lavadero.

11

U
na gélida lluvia empezó a caer pasada la medianoche. A la mañana siguiente, el mundo parecía de cristal. El sábado me quedé en casa y mi conversación con Al Hunt irrumpió repentinamente en la sociedad de mis pensamientos privados como el hielo que crujía sobre la tierra más allá de mi ventana. Me sentía culpable. Como todos los mortales que alguna vez han estado en contacto con un suicidio, sustentaba la engañosa creencia de que hubiera podido hacer algo para impedirlo.

Añadí tristemente su nombre a la lista. Cuatro personas habían muerto. Dos de las muertes eran unos homicidios evidentes, dos no lo eran y, sin embargo, los cuatro casos estaban en cierto modo relacionados. Relacionados tal vez por un brillante hilo de color anaranjado. El sábado y el domingo trabajé en el despacho de mi casa porque mi despacho oficial me hubiera hecho recordar que ya no me sentía al frente del departamento... y, de hecho, ya no me sentía necesaria. Las tareas seguían adelante sin mí. La gente se ponía en contacto conmigo para decirme algo y después se moría. Respetados colegas como el fiscal general me pedían respuestas y yo no tenía nada que ofrecerles.

Traté de luchar de la única y débil manera que sabía. Me senté delante de mi ordenador doméstico, tecleando notas sobre los casos y consultando textos de referencia. Y efectué numerosas llamadas telefónicas.

No volví a ver a Marino hasta que ambos nos reunimos en la estación de ferrocarril de Staples Mill Road el lunes por la mañana. Pasamos entre dos trenes a punto de salir cuyas locomotoras en marcha calentaban la gélida atmósfera invernal y despedían un fuerte olor a combustible. Encontramos asiento en la parte de atrás de nuestro tren y reanudamos la conversación iniciada en la estación.

—El doctor Masterson no estuvo muy locuaz que digamos —dije, refiriéndome al psiquiatra de Hunt, mientras depositaba cuidadosamente en el suelo la bolsa de compra que llevaba—. Pero tengo la sospecha de que recuerda a Hunt con mucha más claridad de lo que quiere dar a entender.

¿Por qué sería que siempre me tocaba un asiento cuyo reposapiés no funcionaba?

Marino bostezó sin disimulo mientras bajaba el suyo, que, como era de esperar, funcionaba de maravilla. No se ofreció a cambiar de asiento conmigo. De haberlo hecho, yo hubiera aceptado.

—O sea que Hunt debía de tener unos dieciocho o diecinueve años cuando estuvo en el manicomio —comentó.

—Sí, estuvo en tratamiento por una severa depresión —contesté.

—Ya me lo imagino.

—¿Qué quiere usted decir? —pregunté.

—Pues que esta clase de personas siempre están deprimidas.

—¿Y qué clase sería según usted, Marino?

—Digamos que la palabra «marica» me pasó por la mente más de una vez mientras hablaba con él —contestó.

La palabra «marica» pasaba por la mente de Marino más de una vez siempre que hablaba con alguien que fuera distinto.

El tren se deslizó en silencio hacia adelante como un barco que se alejara del muelle.

—Ojalá hubiera usted grabado la conversación —añadió Marino volviendo a bostezar.

—¿Con el doctor Masterson?

—No, con Hunt. Cuando estuvo en su casa.

—No serviría de nada y ya no tiene importancia —repliqué con cierta desazón.

—No sé. Me da la impresión de que el tío sabía muchísimo más. Ojalá se hubiera quedado entre nosotros un poco más de tiempo, como suele decirse.

Lo que Hunt había dicho en el salón de mi casa hubiera sido significativo si el joven hubiera estado vivo y no hubiera tenido tantas coartadas. La policía había registrado minuciosamente la casa de sus padres. No se había encontrado nada que pudiera relacionar a Hunt con los asesinatos de Beryl Madison y Cary Harper. Y, más concretamente, Hunt estuvo cenando con sus padres en su club de campo la noche de la muerte de Beryl y estaba en la ópera con sus padres cuando asesinaron a Harper. Se habían llevado a cabo las necesarias comprobaciones. Los padres de Hunt habían dicho la verdad.

El tren traqueteó, osciló y rugió mientras su silbido sonaba tristemente rumbo al norte.

—Lo de Beryl lo llevó al borde del precipicio —estaba diciendo Marino—. Si quiere que le diga mi opinión, se identificó tanto con el asesino que, al final, le entró miedo y prefirió despedirse y desaparecer antes de venirse abajo.

—Yo creo más bien que Beryl le volvió a abrir una antigua herida —repliqué—. Le recordó su incapacidad para establecer relaciones.

—Al parecer, él y el asesino estaban cortados por el mismo patrón. Ambos eran incapaces de establecer una relación con las mujeres. Ambos eran perdedores.

—Hunt no era violento.

—A lo mejor, tenía esta tendencia y no podía soportarlo —dijo Marino.

—No sabemos quién mató a Beryl y a Harper —le recordé—. No sabemos si fue alguien como Hunt. No lo sabemos en absoluto y aún no tenemos ni idea de cual fue el móvil del delito. El asesino hubiera podido ser fácilmente alguien como Jeb Price. O alguien llamado Jim Jim.

—Jim Jim, un cuerno —dijo Marino en tono sarcástico.

—Creo que no debiéramos descartar nada de momento, Marino.

—Por supuesto que no. Si tropieza usted con un Jim Jim que se graduó en el hospital Valhalla y ahora es un terrorista a ratos perdidos que anda por el mundo con fibras acrílicas de color anaranjado sobre su cuerpo, ya me avisará. —Repantigándose en su asiento y cerrando los ojos, Marino añadió—: Necesito unas vacaciones.

—Yo también —dije—. Necesito unas vacaciones para alejarme de usted.

La víspera Benton Wesley me había llamado para hablar de Hunt y yo le había dicho adonde pensaba ir y por qué. Se mostró totalmente en contra de que fuera sola por considerarlo una imprudencia, imaginándose toda suerte de terroristas, Uzis y Glasers. Quiso que me acompañara Marino y puede que no me hubiera importado demasiado si la experiencia no hubiera constituido para mí un suplicio inaguantable. En el tren de las seis treinta y cinco de la mañana no había más asientos disponibles, por cuyo motivo Marino reservó plaza para los dos en uno que salía a las cuatro cuarenta y ocho de la madrugada. A las tres de la madrugada bajé a mi despacho del departamento para recoger la caja de styrofoam que ahora guardaba en la bolsa de compra. Me sentía físicamente castigada y la falta de sueño estaba alcanzando proporciones gigantescas. No sería necesario que los Jeb Price que pudieran andar sueltos por el mundo me liquidaran. Mi ángel guardián Marino les ahorraría la molestia. Otros pasajeros estaban durmiendo tras haber apagado las lámparas del techo. Cuando, poco después, atravesamos lentamente el centro de Ashland, me pregunté qué tal vivirían las personas que ocupaban las pulcras casitas blancas de madera de cara a las vías. Las ventanas estaban oscuras y unos desnudos mástiles de bandera nos saludaban desde los porches. Pasamos por delante de las soñolientas vidrieras de una barbería, una papelería y un banco y después el tren aceleró al rodear la curva del campus del Randolph-Macon Collage con sus edificios de estilo georgiano y sus heladas pistas de atletismo ocupadas a aquella temprana hora de la mañana por una hilera de multicolores trineos. Más allá de la ciudad se extendían los bosques y los yacimientos de arcilla roja. Me recliné en el respaldo del asiento, adormecida por el ritmo del tren. Cuanto más nos alejábamos de Richmond, tanto más me relajaba a pesar de no tener la menor intención de quedarme dormida.

No soñé, pero estuve inconsciente durante una hora. Cuando abrí los ojos, el alba ya había roto con sus tonos azulados y estábamos cruzando el arroyo Quantico. El agua era como de peltre bruñido y la luz se reflejaba en sus escarceos mientras algunas embarcaciones surcaban el agua. Pensé en Mark, en nuestra noche en Nueva York y en los tiempos pasados. No había tenido la menor noticia suya desde aquel último y críptico mensaje que me había dejado en el contestador. Me pregunté qué estaría haciendo y, sin embargo, temía saberlo.

Marino se incorporó y me miró con los ojos entornados y con cara de sueño. Ya era la hora del desayuno y de los cigarrillos, no necesariamente en aquel mismo orden.

El vagón restaurante estaba casi lleno de una clientela semicomatosa como la que solía haber en cualquier terminal de autobuses de Norteamérica, la cual parecía encontrarse allí perfectamente a sus anchas. Un joven dormitaba al compás de lo que le soltaban los auriculares que llevaba puestos. Una mujer de aire cansado sostenía en sus brazos a un niño de pecho. Una pareja de ancianos jugaba a las cartas. Encontramos una mesa en un rincón y yo encendí un cigarrillo mientras Marino iba por el desayuno. Lo único positivo que podía decirse del bocadillo pre-envasado de huevo con jamón es que estaba calentito. El café tampoco estaba del todo mal.

Marino arrancó el celofán con los dientes y contempló la bolsa de compra que yo había colocado a mi lado en el asiento. Dentro estaba la caja de styrofoam con muestras del hígado de Sterling Harper y tubos que contenían la sangre y el contenido gástrico envueltos en hielo seco.

—¿Cuánto tardará en fundirse? —preguntó Marino.

—Llegaremos con tiempo suficiente, siempre y cuando no nos entretengamos —contesté.

—Hablando de tiempo, eso es precisamente lo que ahora nos sobra. ¿Le importa repetirme de nuevo toda esta mierda del jarabe contra la tos? Anoche, cuando me le contó, yo estaba medio dormido.

—Sí, tan medio dormido como esta mañana.

—¿Es que usted nunca se cansa?

—Estoy tan cansada, Marino, que ni siquiera estoy segura de si voy a vivir.

—Bueno, pues será mejor que viva. Porque, lo que es yo, no pienso entregar personalmente estas piezas y fragmentos —dijo Marino, alargando la mano hacia su taza de café.

Se lo expliqué con la deliberada lentitud de una conferencia grabada en una cinta.

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