La voz del piloto anunció de repente que tomaríamos tierra en cuestión de diez minutos. Abajo, la ciudad parecía un deslumbrante circuito con minúsculas lucecitas que se movían por las autopistas y torres iluminadas que parpadeaban con rojos destellos en lo alto de los rascacielos. Minutos más tarde, saqué mi maleta del compartimento del equipaje y crucé el puente de embarque para adentrarme en la locura del aeropuerto de La Guardia. Me volví sobresaltada al percibir la presión de una mano en mi codo. Mark se encontraba a mi espalda con una sonrisa en los labios.
—Gracias a Dios —exclamé con alivio.
—¿Cómo? ¿Acaso pensabas que era un ladrón de bolsos? —replicó secamente Mark.
—De haberlo sido, no te hubieras quedado ahí de pie —dije.
—Por supuesto. —Mark me guió para cruzar la terminal.— ¿Sólo llevas esta maleta?
—Sí.
—Muy bien.
A la salida, subimos a un taxi conducido por un barburdo sij con turbante marrón cuyo nombre era Munjar según el carnet de identidad fijado al espejo retrovisor. Él y Mark se hablaron a gritos hasta que, al final, Munjar pareció comprender nuestro destino.
—No habrás comido, espero —me dijo Mark.
—Sólo unas almendras tostadas... —contesté, cayendo contra su hombro cuando el taxi empezó a chirriar pasando de un carril a otro.
—Hay un buen asador cerca del hotel —dijo Mark levantando la voz—. Pensé que podríamos comer allí, dado que no tengo ni la más remota idea de cómo hay que desplazarse en esta maldita ciudad.
Bastaría con que consiguiéramos llegar al hotel, pensé mientras Munjar iniciaba un monólogo que nadie le había pedido acerca de su llegada al país, donde tenía intención de casarse en el mes de diciembre a pesar de que, de momento, no tenía ninguna esposa en perspectiva. Después nos informó de que sólo llevaba tres semanas trabajando como taxista y de que había aprendido a conducir en el Punjab, región en la cual había hecho sus primeros pinitos como tractorista a la edad de siete años.
El tráfico era muy intenso y los amarillos taxis parecían derviches giróvagos en la oscuridad. Al llegar al centro de la ciudad, nos cruzamos con una interminable corriente de personas vestidas de etiqueta que se iban incorporando a la larga cola formada delante del Carnegie Hall. Las rutilantes luces, los abrigos de pieles y los esmóquines despertaron antiguos recuerdos. A Mark y a mí nos encantaba ir al teatro, los conciertos y la ópera.
El taxi se detuvo al llegar al Omni Park Central, una impresionante torre luminosa muy cerca de la zona de los teatros en la confluencia entre las calles Cincuenta y Cinco y Siete. Mark tomó mi maleta y yo le seguí al interior del elegante vestíbulo donde él me registró en recepción y mandó que me subieran la maleta a la habitación. Minutos después, ambos salimos al fresco aire nocturno. Me alegré de haber llevado el abrigo, pues hacía el frío suficiente como para nevar. Tras recorrer tres manzanas, llegamos al Gallargher's, pesadilla de todas las vacas y de todas las arterias coronarias y sueño dorado de todos los amantes de la carne roja. El escaparate era una colección de toda suerte de cortes de carne inimaginables expuestos detrás del cristal mientras que el interior parecía un santuario de personajes famosos cuyas fotografías dedicadas cubrían todas las paredes.
En medio del bullicio, el barman nos mezcló unas bebidas muy fuertes mientras yo encendía un cigarrillo y echaba un rápido vistazo a mi alrededor. Las mesas estaban colocadas muy juntas según la costumbre de todos los restaurantes de Nueva York. Dos hombres de negocios conversaban animadamente a nuestra izquierda, la mesa de la derecha estaba vacía y en la de más allá había un joven extremadamente apuesto dando buena cuenta de un vaso de cerveza mientras leía el
New York Times.
Miré a Mark, tratando de interpretar la expresión de su rostro. Miraba con inquietud y jugueteaba con el whisky.
—¿Por qué me has hecho venir aquí realmente, Mark? —le pregunté.
—A lo mejor, porque me apetecía invitarte a cenar —contestó.
—Hablo en serio.
—Yo también. ¿Acaso no lo estás pasando bien?
—¿Cómo quieres que lo pase bien si estoy esperando que me caiga una bomba? —repliqué.
Mark se desabrochó la chaqueta.
—Primero pediremos los platos y después hablaremos.
Siempre hacía lo mismo. Me ponía en marcha y después me hacía esperar. A lo mejor, era un reflejo de su condición de abogado. En otros tiempos me atacaba los nervios. Y ahora me los seguía atacando.
—Aquí nos recomiendan el chuletón —dijo, examinando los menús—. Es lo que voy a pedir junto con una ensalada de espinacas. No es muy original, pero dicen que la carne es de lo mejorcito que hay en la ciudad.
—¿Nunca has estado aquí? —le pregunté.
—No, pero Sparacino sí —contestó.
—¿Él te ha recomendado este restaurante? Y supongo que también el hotel, ¿verdad? —dije, presa de una creciente paranoia.
—Claro. —Mark empezó a estudiar con interés la lista de vinos.— Es inmejorable. Los clientes vienen a la ciudad y se alojan en el Omni porque es cómodo para el bufete.
—¿Y vuestros clientes también comen aquí?
—Sparacino ha estado aquí otras veces, normalmente a la salida del teatro. Por eso lo conoce —dijo Mark.
—¿Y qué más conoce Sparacino? —pregunté—. ¿Le has dicho que te ibas a reunir conmigo?
—No —contestó Mark, mirándome a los ojos.
—¿Cómo es posible si tu bufete me está pagando la estancia y Sparacino te ha recomendado el hotel y el restaurante?
—El hotel me lo ha recomendado a mí, Kay. En algún sitio tengo que hospedarme y en algún sitio tengo que comer. Sparacino me había invitado a salir esta noche con otros dos abogados. He declinado la invitación, diciéndole que tenía que revisar unos papeles y que probablemente me buscaría un asador por ahí. Y entonces él me recomendó este lugar. Eso es todo.
Estaba empezando a comprenderlo y no sabía si me sentía turbada o bien desconcertada. Probablemente ambas cosas a la vez. Orndorff & Berger no me había pagado el viaje. De eso se había encargado Mark. Su bufete no sabía nada.
Regresó el camarero y Mark pidió los platos aunque yo estaba perdiendo rápidamente el apetito.
—Llegué anoche —dijo Mark—. Sparacino se puso en contacto conmigo ayer por la mañana en Chicago, dijo que tenía que verme inmediatamente. Como ya habrás adivinado, se trata de Beryl Madison —añadió, mirándome con cierta incomodidad.
—¿Y qué? —lo aguijoneé yo cada vez más inquieta.
Mark respiró hondo y se lanzó.
—Sparacino conoce nuestra relación, lo que hubo entre nosotros. Nuestro pasado.
Lo traspasé con la mirada.
—Kay...
—Serás hijo de puta.
Empujé mi silla hacia atrás y arrojé la servilleta sobre la mesa.
—¡Kay!
Mark me asió por el brazo y me obligó a volver a sentarme. Me libré de su presa y permanecí rígidamente sentada en mi asiento, mirándole enfurecida. Años atrás, en un restaurante de Georgetown, me había quitado la pesada pulsera de oro que él me había regalado y la había arrojado a su sopa de almejas. Fue una chiquillada, uno de los pocos momentos de mi vida en que perdí por completo la compostura e hice una escena.
—Mira —dijo Mark, bajando la voz—, no te reprocho lo que estás pensando. Pero no es lo que tú crees. No me estoy aprovechando de nuestro pasado. Te pido que me escuches un momento, por favor. Es muy complicado y tiene que ver con cosas de las que tú no sabes nada. Tengo en cuenta tus intereses, te lo juro. No deberá estar hablando contigo. Si Sparacino o Berger se enteraran, lo pagará muy caro.
No dije nada. Estaba tan disgustada que no podía pensar.
Mark se inclinó hacia adelante.
—Vamos a empezar por lo siguiente. Berger se quiere cargar a Sparacino y, ahora mismo, Sparacino se te quiere cargar a ti.
—¿A mí? —exclamé—. Pero si yo ni siquiera le conozco. ¿Por qué se me quiere cargar?
—Ya te he dicho que todo está relacionado con Beryl —me repitió Mark—. El caso es que él ha sido su abogado desde los comienzos de su carrera como escritora. Se incorporó al bufete cuando montamos un despacho aquí, en Nueva York. Antes trabajaba por su cuenta. Necesitábamos a un abogado especializado en el mundo del ocio y el espectáculo. Sparacino lleva treinta y tantos años en Nueva York. Tiene muchas conexiones. Nos traspasó sus clientes y nos traspasó muchos casos. ¿Recuerdas cuando te comenté mi encuentro con Beryl durante un almuerzo en el Algonquin?
Asentí con la cabeza mientras poco a poco se desvanecía mi espíritu de lucha.
—Todo estaba preparado, Kay. No fue una casualidad. Berger me envió.
—¿Por qué?
Mirando a su alrededor, Mark contestó:
—Porque Berger está preocupado. El bufete está dando sus primeros pasos en Nueva York y tienes que comprender lo difícil que resulta abrirse camino en esta ciudad, crearse una sólida clientela y una buena reputación. Lo que menos nos interesa es que un hijo de mala madre como Sparacino arrastre el nombre del bufete por el arroyo.
Mark se detuvo cuando apareció el camarero con las ensaladas y descorchó ceremoniosamente una botella de Cabernet Sauvignon. Tomó el primer sorbo de rigor y el camarero nos llenó las copas.
—Berger ya sabía, cuando contrató a Sparacino, que era un tipo extravagante y muy aficionado a jugar al tira y afloja —añadió Mark—. Podrás pensar que, bueno, es su manera de ser. Algunos abogados son más bien discretos y a otros les gusta llamar la atención. Lo malo es que, hasta al cabo de algún tiempo, Berger y algunos de nosotros no empezamos a comprender hasta qué extremos estaba dispuesto a llegar Sparacino. ¿Recuerdas a Christie Riggs?
Tardé un momento en recordar el nombre. —¿La actriz que se casó con aquel defensa de fútbol americano?
Mark asintió con la cabeza diciendo: —Sparacino lo organizó todo de cabo a rabo. Christie era una modelo que estaba intentando ganarse la vida con los anuncios para la televisión, aquí en la ciudad. Eso fue hace un par de años, cuando Leon Jones aparecía en las portadas de todas las revistas. Ambos se conocieron en una fiesta y un fotógrafo captó su imagen cuando se marchaban juntos y subían al Maserati de Jones. Inmediatamente después, Christie Riggs se presentó en Orndorff & Berger. Tenía una cita con Sparacino.
—¿Quieres decir que Sparacino estuvo detrás de todo lo que ocurrió? —pregunté sin poderlo creer.
Christie Riggs y Leon Jones se habían casado el año anterior y se habían divorciado uno seis meses antes. Las tormentosas relaciones y el sonado divorcio fueron tema de comentario noche tras noche en todos los telediarios del país. —Sí —contestó Mark, tomando un sorbo de vino. —Explícate.
—Sparacino se fija en Christie —dijo Mark—. Es guapa, inteligente y ambiciosa. Pero lo que verdaderamente le interesa de ella en aquel momento son sus relaciones con Jones. Sparacino le explica su plan: Ella aspira a la fama. Quiere ser rica. Lo único que tiene que hacer es atraer a Jones a sus redes y más tarde ponerse a llorar ante las cámaras y contar detalles de su vida privada. Le acusa de pegarla, dice que es un borracho y un psicópata, que tontea con la cocaína y que destroza el mobiliario. En un santiamén, le pide el divorcio a Jones y firma un contrato de un millón de dólares para contar su historia en un libro.
—Empiezo a sentir un poco más de simpatía por Jones —murmuré.
—Y lo peor es que creo que él la quería de verdad y no supo comprender lo que estaba ocurriendo. Empezó a jugar mal y acabó en la clínica de Betty Ford. Ahora ha desaparecido. Uno de los mejores defensas del fútbol americano ha acabado destruido y arruinado, y de todo eso le puedes echar indirectamente la culpa a Sparacino. Todas estas marrullerías y cochinadas no van con nosotros. Orndorff & Berger es un bufete muy antiguo y prestigioso, Kay. Cuando se enteró de lo que estaba haciendo su especialista en el mundo del espectáculo, Berger no estuvo muy contento que digamos.
—¿Y por qué vuestro bufete no se libra de él sin más? —pregunté, tomando un poco de ensalada.
—Porque, de momento, no podemos demostrar nada. Sparacino sabe actuar sin dejar huella. Es poderoso, sobre todo en Nueva York. Es como agarrar una serpiente. ¿Cómo la sueltas sin que te muerda? Y la lista sigue —contestó Mark en tono enojado—. Si echas un vistazo a la historia profesional de Sparacino y examinas algunos de los casos que llevó cuando ejercía por su cuenta, empiezas a tener tus dudas.
—¿Qué casos, por ejemplo? —pregunté casi sin querer.
—Muchos juicios. Un escritor de tres al cuarto decide escribir una biografía no autorizada de Elvis, John Lennon o Sinatra y, cuando llega el momento de publicarla, el personaje famoso o sus parientes se querellan contra el biógrafo y la noticia salta a la televisión y a la revista
People.
El libro se publica de todos modos en medio de una increíble publicidad gratuita. Todo el mundo corre a comprarlo, porque el hecho de que se haya armado tanto revuelo significa que es interesante. Sospechamos que el método de Sparacino consiste en representar al escritor y después, entre bastidores, ofrecer dinero a la «víctima» o las «víctimas» para, de este modo, organizar un escándalo. Todo está preparado y funciona de maravilla.
—No sabe una a quién creer —dije.
En realidad, yo casi nunca lo sabía.
Llegó el chuletón. Cuando se retiró el camarero, pregunté:
—¿Y cómo demonios estableció Beryl Madison contacto con él?
—A través de Cary Harper. Ahí está la ironía. Sparacino fue durante algunos años abogado de Harper. Cuando Beryl empezó a escribir, Harper la puso en contacto con él. Sparacino la ha guiado desde el principio y ha sido para ella una combinación de agente, abogado y padrino. Creo que Beryl era muy vulnerable a los hombres poderosos y su carrera había sido muy floja hasta que decidió escribir su autobiografía. Supongo que Sparacino le debió de sugerir inicialmente la idea. Sea como fuere, Harper no ha publicado nada desde que escribió su gran novela americana. Ya ha pasado a la historia y sólo es valioso para alguien como Sparacino siempre y cuando éste crea que hay alguna posibilidad de sacarle partido a la situación.
—¿Es posible que Sparacino jugara con los dos? —pregunté tras reflexionar un instante—. En otras palabras, ¿que Beryl decidiera romper su silencio y su contrato con Harper, y que Sparacino jugara ambas cartas? ¿Que actuara entre bastidores y aguijoneara a Harper para que surgieran problemas?