—¿Alguna vez ha sabido usted una cosa con toda certeza aunque no existiera ninguna prueba que pudiera confirmar su creencia, doctora Scarpetta?
—Yo no soy adivina, si es lo que me pregunta —repliqué.
—Habla como una científica.
—Es que soy una científica.
—Pero ha tenido esta sensación —insistió, mirándome con desesperación—. Usted sabe muy bien a qué me refiero, ¿verdad?
—Sí —contesté—. Sé a qué se refiere, Al.
Me pareció que lanzaba un suspiro de alivio. Después respiró hondo y añadió:
—Yo sé cosas, doctora Scarpetta. Sé quién asesinó a Beryl.
No reaccioné en absoluto.
—Le conozco, sé lo que piensa y siente y por qué lo hizo —dijo sin la menor emoción en la voz—. Si se lo digo, tiene que prometerme que tratará lo que yo le diga con sumo cuidado, lo analizará muy en serio y no... bueno, no quiero que corra a comunicárselo a la policía. Ellos no lo comprenderían. Usted lo entiende, ¿verdad?
—Analizaré con mucho cuidado lo que usted me diga —contesté.
Se inclinó hacia adelante y se encendió un fulgor en los ojos de aquel pálido rostro de figura de El Greco. Acerqué instintivamente la mano derecha al bolsillo. Noté la pieza de goma de la culata del revólver contra la palma de mi mano.
—La policía no lo comprende —dijo el joven—. No es capaz de comprenderme. El motivo de que dejara la psicología, por ejemplo. Eso la policía no lo entiende. Tengo el título, ¿sabe? ¿Y qué? Trabajé como enfermero y ahora trabajo en un túnel de lavado de automóviles. Usted no cree que la policía lo pueda comprender, ¿verdad?
No dije nada.
—Cuando era pequeño, soñaba con ser psicólogo o asistente social, tal vez incluso psiquiatra —añadió—. Me parecía lo más natural. Era lo que hubiera tenido que ser, mis inclinaciones me llevaban por este camino.
—Pero no lo es —dije—. ¿Por qué?
—Porque me hubiera destruido —contestó, apartando los ojos—. No puedo controlar lo que me ocurre. Me identifico tanto con los problemas e idiosincrasias de los demás que la persona que hay en mí se pierde y se ahoga. No me di cuenta de lo dramático que es eso hasta que trabajé algún tiempo en una unidad penitenciaria. De delincuentes con deficiencias mentales. Formaba parte de mi investigación con vistas a la tesis. —El joven se estaba alterando por momentos.— Jamás lo olvidaré. Frankie. Frankie era un esquizofrénico paranoico. Golpeó a su madre con un tronco hasta matarla. Hice amistad con Frankie. Conseguí con mucho tiento que me relatara su vida hasta llegar a aquella tarde de invierno.
»—Frankie, Frankie —le dije—, ¿qué fue lo que ocurrió? ¿Qué fue lo que pulsó ese botón? ¿Recuerdas lo que pasó por tu mente y por tus nervios?
»Dijo que estaba sentado como siempre en su sillón delante de la chimenea contemplando las llamas cuando "ellos" empezaron a hablarle en susurros. Unos tremendos comentarios burlones. Entró su madre y le miró como siempre, pero esa vez él lo vio en sus ojos. Las voces gritaban tanto que ni siquiera le permitían pensar. De pronto, se vio todo mojado y pegajoso y observó que su madre ya ni siquiera tenía cara. Se detuvo cuando las voces se callaron. Me pasé muchas noches sin poder dormir. Cada vez que cerraba los ojos, veía a Frankie llorando y cubierto con la sangre de su madre. Yo le comprendía. Comprendía lo que había hecho. Siempre que hablaba con alguien, siempre que me contaban algo, me ocurría lo mismo.
Permanecí sentada sin moverme, aparté a un lado mis poderes de imaginación y me revestí con los ropajes de la científica y de la médica.
—¿Ha experimentado usted alguna vez el impulso de matar a alguien, Al? —le pregunté.
—Todo el mundo lo ha experimentado en determinado momento —contestó, mirándome a los ojos.
—¿Todo el mundo? ¿De veras lo cree usted así?
—Sí. Todas las personas tienen esa capacidad. Absolutamente todas.
—¿A quién ha sentido usted deseos de matar? —pregunté.
—No tengo ningún arma de fuego ni ninguna otra cosa... digamos peligrosa —contestó—. Porque no quiero ceder jamás a un impulso. En cuanto te imaginas a ti mismo haciendo una cosa, en cuanto estableces una relación con el mecanismo que se oculta detrás de una acción, se entreabre la puerta y puede ocurrir. Prácticamente todos los acontecimientos horripilantes que ocurren en este mundo se concibieron primero en la mente. No somos ni buenos ni malos —añadió con trémula voz—. Incluso las personas catalogadas como locas tienen sus razones para hacer lo que hacen.
—¿Cuál fue la razón que se ocultaba detrás de lo que le ocurrió a Beryl? —pregunté.
Mis pensamientos eran precisos y habían sido claramente expresados y, sin embargo, experimenté un mareo por dentro mientras trataba de bloquear las imágenes: las negras manchas de las paredes, las cuchilladas que se concentraban en la zona del pecho, los libros cuidadosamente ordenados en los estantes de la biblioteca a la espera de que alguien los leyera.
—La persona que lo hizo la quería mucho —dijo.
—Fue una manera un tanto brutal de demostrárselo, ¿no le parece?
—El amor puede ser brutal.
—¿Usted la amaba?
—Nos parecíamos mucho.
—¿En qué sentido?
—No estábamos sincronizados con el mundo que nos rodeaba —contestó Al, estudiándose de nuevo las manos—.
Solos, sensibles e incomprendidos. Y eso hacía que Beryl pareciera una persona distante, muy recelosa e inaccesible. No sé nada de ella... quiero decir que nadie me ha contado jamás nada sobre ella. Pero yo intuía el ser que se ocultaba en su interior. Intuía que sabía quién era y lo que valía. Pero estaba furiosa por el precio que tenía que pagar a cambio del hecho de ser distinta. Estaba herida. No sé por qué. Algo le había hecho daño. Eso me inducía a desear cuidar de ella. Quería ayudarla porque sabía que la comprendería.
—¿Y por qué no la ayudó? —pregunté.
—Las circunstancias no eran idóneas. Tal vez si la hubiera conocido en otro lugar... —contestó.
—Hábleme de la persona que le hizo eso, Al —dije—. ¿Cree usted que él la hubiera podido ayudar si las circunstancias hubieran sido idóneas?
—No.
—¿No?
—Las circunstancias jamás hubieran sido idóneas porque él es un inepto y lo sabe —contestó Hunt.
Su repentina transformación me desconcertó. Ahora era un psicólogo. Su voz sonaba más tranquila. Estaba tratando de concentrarse y mantenía las manos fuertemente entrelazadas sobre las rodillas.
—Él tiene muy mala opinión de sí mismo —estaba diciendo— y no puede expresar sus sentimientos de una manera constructiva. La atracción se convierte en obsesión y el amor se convierte en algo patológico. Cuando ama, tiene que poseer porque se siente inseguro e indigno y se siente fácilmente amenazado. Cuando su amor secreto no es correspondido, se obsesiona cada vez más. Y eso limita su capacidad de reacción y de actuación. Es como Frankie cuando oía las voces. Algo le empuja sin que él pueda evitarlo. Pierde el control.
—¿Es inteligente? —pregunté.
—Bastante.
—¿Qué nivel de instrucción tiene?
—Sus problemas son tan graves que no puede actuar en la medida en que su preparación intelectural le permitiría hacerlo.
—¿Por qué ella? —pregunté—. ¿Por qué eligió a Beryl Madison?
—Tiene la libertad y la fama de que él carece —contestó Hunt con los ojos empañados—. Cree que se siente atraído por ella, pero hay algo más. Quiere poseer las cualidades de las que él carece. Quiere poseerla en el sentido de que quiere ser ella.
—Entonces, ¿me está usted diciendo que conocía a Beryl como escritora? —pregunté.
—Pocas cosas se le escapan. De la manera que fuese, descubrió que ella era escritora. Sabía tantas cosas sobre ella que, en cuanto hubiera comenzado a hablar con él, Beryl se hubiera sentido terriblemente mancillada y profundamente asustada.
—Hábleme de aquella noche —dije—. ¿Qué ocurrió la noche en que ella murió, Al?
—Yo sólo sé lo que he leído en los periódicos.
—¿Y qué ha deducido a través de lo que han publicado los periódicos? —pregunté.
—Ella estaba en casa —contestó con la mirada perdida en el espacio—. Y ya era bastante tarde cuando él se presentó en su puerta. Lo más probable es que ella le franqueara la entrada. En determinado momento poco antes de la medianoche él abandonó la casa y la alarma se disparó. La mataron a puñaladas. Se insinuó que había sido una agresión de tipo sexual. Eso es todo lo que leí.
—¿Tiene usted alguna teoría sobre lo que pudo ocurrir? —pregunté en un susurro—. ¿Alguna conjetura que vaya más allá de lo que ha leído?
Al se inclinó hacia adelante en su asiento y su actitud volvió a experimentar un cambio espectacular. Se le llenaron los ojos de emoción y le empezaron a temblar los labios.
—Veo escenas en mi mente —dijo.
—¿Como cuáles?
—Cosas que no quisiera decirle a la policía.
—Yo no soy la policía —dije.
—Ellos no lo comprenderían —añadió—. Son cosas que veo y siento sin tener ningún motivo para saberlas. Es como lo de Frankie. —Parpadeó para reprimir las lágrimas.— Como lo de los otros. Yo veía y comprendía lo que había ocurrido aunque no siempre me facilitaran todos los detalles. Sin embargo, los detalles no siempre son necesarios. En la mayoría de. los casos no se conocen. Y usted sabe por qué, ¿verdad?
—No estoy segura...
—¡Porque los Frankies de este mundo tampoco conocen los detalles! Es como un grave accidente que uno no puede recordar. La conciencia se recupera como si uno despertara de una pesadilla y contemplara los destrozos. La madre que se ha quedado sin cara. O una Beryl muerta y ensangrentada. Los Frankies se despiertan cuando echan a correr o cuando un agente de policía a quien no recuerdan haber llamado se presenta en la casa.
—¿Me está usted diciendo que el asesino de Beryl no recuerda exactamente lo que hizo? —pregunté cautelosamente.
El joven asintió con la cabeza.
—¿Está usted seguro?
—El más experto psiquiatra se podría pasar un millón de años interrogándole y jamás conseguiría obtener un relato preciso de lo que ocurrió —contestó Hunt—. La verdad jamás se sabrá. Tiene que recrearse y, en cierta medida, deducirse.
—Que es lo que usted ha hecho. Recrear y deducir —dije.
Respiraba afanosamente y le temblaba el húmedo labio inferior...
—¿Quiere que le diga lo que veo?
—Sí —contesté.
—Había transcurrido mucho tiempo desde su primer contacto con ella. Pero ella no había reparado en él como persona aunque quizá le hubiera visto alguna vez en alguna parte... le había visto sin tener ni idea. La frustración y la obsesión lo llevaron hasta su puerta. Algo se disparó en su interior y le hizo experimentar la apremiante necesidad de enfrentarse a ella.
—¿Qué fue? —pregunté—. ¿Qué es lo que se disparó?
—No lo sé.
—¿Qué sintió cuando decidió ir a verla?
—Rabia —contestó Hunt, cerrando los ojos—. Rabia porque no conseguía que las cosas le salieran como él quería.
—¿Rabia porque no podía mantener una relación con Beryl? —pregunté.
Con los ojos todavía cerrados, Hunt sacudió lentamente la cabeza de uno a otro lado y contestó:
—No. Puede que pareciera eso a primera vista. Pero la raíz era mucho más profunda. Rabia porque nada salió como él quería al principio.
—¿Cuando era pequeño? —pregunté.
—Sí.
—¿Sufrió malos tratos?
—Emocionalmente, sí —contestó Hunt.
—¿Por parte de quién?
Sin abrir los ojos, Hunt contestó:
—De su madre. Al matar a Beryl, mató a su madre.
—¿Estudia usted libros de psiquiatría forense, Al? ¿Lee cosas de este tipo? —pregunté.
Abrió los ojos como si no hubiera oído mi pregunta.
—Tiene usted que comprender la cantidad de veces que había imaginado aquel momento —añadió con vehemencia—. No fue una cosa impulsiva en el sentido de que corrió a la casa de Beryl sin premeditación. La elección del momento puede que obedeciera a un impulso, pero el método había sido planeado meticulosamente hasta el mínimo detalle. De ninguna manera podía permitirse correr el riesgo de que ella se alarmara y le negara la entrada en su casa. En tal caso, ella hubiera llamado a la policía y hubiera facilitado una descripción. Aunque no lo hubieran atrapado, le hubieran arrancado la máscara y ya jamás hubiera podido acercarse a ella. Había urdido un plan que no podía fallar y que no despertaría ningún recelo en Beryl. Cuando se presentó aquella noche en su puerta, inspiraba confianza. Y ella le franqueó la entrada.
Yo veía mentalmente al hombre en el vestíbulo de Beryl, pero no podía ver su rostro ni el color de su cabello, sólo una borrosa figura y el brillo de la larga hoja de acero mientras entraba con el arma que posteriormente utilizaría para matarla.
—Aquí es cuando la cosa empezó a torcerse —prosiguió diciendo Hunt—. No recuerda lo que ocurrió a continuación. El pánico y el terror de Beryl no son agradables para él. No había pensado demasiado en aquella parte del ritual. Cuando ella corrió y trató de huir y él vio el pánico reflejado en sus ojos, comprendió plenamente que ella le rechazaba. Se dio cuenta de que estaba haciendo una cosa horrible, y el desprecio que sentía por sí mismo lo tradujo en desprecio hacia ella. Cólera. Rápidamente perdió el control que ejercía sobre ella mientras él quedaba reducido a lo más bajo que se puede llegar. Un asesino. Un destructor. Un insensato salvaje que desgarraba, cortaba e infligía dolor. Los gritos y la sangre de Beryl fueron horribles para él. Cuanto más hería y desfiguraba aquel templo que él había adorado durante tanto tiempo, tanto menos podía soportar la contemplación de lo que estaba haciendo. —Me miró, pero yo no vi nada en sus ojos. En su rostro no se reflejaba la menor emoción cuando me preguntó—: ¿Entiende todo esto que le estoy contando, doctora Scarpetta?
—Le escucho —me limité a responder.
—Él está en todos nosotros —dijo.
—¿Siente remordimiento, Al?
—Está por encima de eso —contestó—. No creo que se sienta a gusto con lo que hizo o que tan siquiera se dé cuenta de lo que hizo. Le quedaron unos sentimientos confusos. En su mente, no quería dejarla morir. Se hace preguntas sobre ello, rememora sus contactos con ella y en sus fantasías cree que su relación con ella fue la más profunda que puede haber, puesto que ella pensó en él cuando exhaló el último suspiro y ésta es la máxima intimidad que puede darse con otro ser humano. Sueña que ella sigue pensando en él más allá de la muerte. Pero la parte racional de su personalidad se siente insatisfecha y frustrada. Nadie puede pertenecer por completo a otra persona y eso es lo que ahora está empezando a descubrir.