—No entiendo nada —dijo PJ, sacudiendo la cabeza—. ¿De qué está usted hablando?
—¿Ha visto usted la fotografía de la primera plana del
Herald
de esta mañana? —pregunté—. La fotografía de un vehículo de la policía incendiado en Richmond.
—Sí —contestó, desconcertado—. Creo que la recuerdo.
—Eso ha ocurrido delante de mi casa, PJ. El investigador estaba en el salón de mi casa hablando conmigo cuando incendiaron su automóvil. Y eso no es lo primero que ha ocurrido. Como ve, él también me persigue a mí.
—Pero, ¿quién es, por el amor de Dios? —preguntó.
Sin embargo, yo adiviné que ya lo sabía.
—El hombre que asesinó a Beryl —contesté, haciendo un esfuerzo—. El hombre que después mató al mentor de Beryl, Cary Harper, de quien ella posiblemente le habló. . —Muchas veces. Mierda. No puedo creerlo.
—Por favor, ayúdeme, PJ.
—No sé si puedo. —Estaba tan trastornado que se levantó del sillón y empezó a pasear arriba y abajo.— Pero, ¿por qué iba este cerdo a perseguirla a usted?
—Siente celos injustificados. Sufre una obsesión. Es un esquizofrénico paranoico. Odia a cualquier persona que esté relacionada con Beryl. No sé por qué, PJ. Pero tengo que averiguar quién es. Tengo que encontrarle —dije.
—No sé quién demonios es ni dónde demonios está. Si lo supiera, ¡iría por él y le arrancaría la maldita cabeza! —estalló, verdaderamente enfurecido.
—Necesito el manuscrito, PJ —añadí.
—¿Qué demonios tiene que ver el manuscrito con todo eso? —protestó.
Se lo dije. Le hablé de Cary Harper y del collar. Le hablé de las llamadas telefónicas, de las fibras y de la autobiografía que Beryl estaba escribiendo y de que yo había sido acusada de robar. Le revelé todo lo que se me ocurrió acerca de los casos mientras el alma se me encogía de miedo. Jamás en mi vida, ni una sola vez, había comentado los detalles de un caso con nadie que no fueran los investigadores o los fiscales que estuvieran trabajando en él. Cuando terminé, PJ abandonó la estancia en silencio. Al regresar, llevaba un macuto del ejército que depositó sobre mis rodillas.
—Ahí tiene —dijo—. Juré por Dios no hacerlo jamás. Perdóname, Beryl —musitó—. Perdóname.
Levantando la solapa de la lona, saqué cerca de unas mil páginas mecanografiadas con notas escritas a mano y cuatro disquetes de ordenador, todo ello atado con resistentes cintas elásticas.
—Nos dijo que no se lo entregáramos a nadie en caso de que le ocurriera algo. Y prometí no hacerlo.
—Gracias, Peter. Dios le bendiga —le dije. Después, le hice una última pregunta—: ¿Le mencionó Beryl alguna vez a alguien a quien ella llamaba «M»?
PJ permaneció inmóvil, contemplando su cerveza.
—¿Sabe usted quién es esta persona? —pregunté.
—Yo misma —contestó.
—No entiendo qué quiere decir.
—«M» de «misma». Se escribía cartas a sí misma —contestó.
—Las dos cartas que encontramos —le dije—. Las que encontramos en el suelo de su dormitorio después del asesinato, aquellas en las que se les mencionaba a usted y a Walt, estaban dirigidas a «M».
—Lo sé —dijo PJ, cerrando los ojos.
—¿Cómo lo sabe?
—Lo supe cuando mencionó usted a
Zulu
y a los gatos. Comprendí que había leído aquellas cartas. Fue entonces cuando comprendí que era usted de fiar y era quien decía ser.
—¿O sea que también leyó las cartas? —pregunté, sorprendida.
PJ asintió con la cabeza.
—No encontramos los originales —musité—. Sólo encontramos fotocopias.
—Porque ella lo quemó todo —explicó PJ respirando hondo para tranquilizarse.
—Pero el libro no lo quemó.
—No. Me dijo que no sabía adónde iría ni qué haría en caso de que él la siguiera persiguiendo. Que me llamaría más tarde y me diría dónde tendría que enviarle el libro. En caso de que no tuviera noticias suyas, me dijo que lo guardara y no se lo entregara jamás a nadie. Pero no llamó, ¿sabe? Ya no llamó. —PJ se enjugó los ojos y apartó el rostro.— El libro era su esperanza, ¿comprende? Su esperanza para poder seguir viviendo —se le quebró la voz al añadir—: Jamás perdió la esperanza de que todo se arreglara.
—¿Qué es lo que quemó exactamente, PJ?
—Su diario —contestó—. Creo que así lo podríamos llamar. Cartas que se escribía a sí misma. Decía que eran su terapia y que no quería que nadie las viera. Eran muy personales, en ellas expresaba sus más íntimos sentimientos. La víspera de su partida, quemó todas las cartas menos dos.
—Las dos que yo vi —dije en un susurro—. ¿Por qué? ¿Por qué no quemó aquellas dos cartas?
—Porque quería que yo y Walt las conserváramos.
—¿Como recuerdo?
—Sí. —PJ alargó la mano hacia la cerveza y se enjugó torpemente las lágrimas de los ojos—. Un pedazo de sí misma, un registro de lo que pensaba durante su estancia aquí. La víspera de su partida, el día en que lo quemó todo, salió y fotocopió sólo esas dos. Se quedó las copias y nos entregó los originales, diciendo que eso era como una especie de contrato de vinculación entre nosotros... ésa fue la palabra que empleó. Los tres estaríamos siempre espiritualmente unidos mientras tuviéramos las cartas.
Cuando me acompañó a la puerta, me volví y lo abracé en gesto de gratitud.
Al regresar a mi hotel, ya se estaba poniendo el sol y las palmeras se recortaban contra una franja de fuego cada vez más ancha. Grupos de personas se dirigían ruidosamente a los bares de Duval y el aire encantado vibraba con la música, las risas y las luces. Yo caminaba con paso decidido y con el macuto del ejército colgado del hombro. Por primera vez en varias semanas me sentía feliz y casi eufórica. No estaba en absoluto preparada para lo que me esperaba en mi habitación.
N
o recordaba haber dejado las lámparas encendidas y pensé que el personal habría olvidado apagarlas tras cambiar la ropa de la cama y vaciar los ceniceros. Ya había cerrado la puerta y estaba tarareando para mis adentros al pasar por delante del cuarto de baño cuando me percaté de que no estaba sola.
Mark se hallaba sentado junto a la ventana con una cartera de documentos abierta sobre la alfombra a su lado. En el instante de duda en que mis pies no supieron hacia dónde moverse, sus ojos se cruzaron con los míos en silenciosa comunicación, llenándome el corazón de terror.
Pálido y vestido con un traje de invierno de color gris, parecía que acabara de llegar del aeropuerto. Su bolsa de viaje estaba apoyada contra la cama. Si él hubiera tenido un contador Geiger mental, yo estaba segura de que mi macuto lo hubiera puesto en marcha de inmediato. Lo enviaba Sparacino. Pensé en el Ruger que guardaba en mi bolso, pero comprendí que jamás podría apuntar con un arma a Mark James y apretar el gatillo llegado el caso.
—¿Cómo has entrado? —le pregunté sin moverme.
—Soy tu marido —contestó, sacándose del bolsillo la llave de hotel de mi habitación.
—Serás hijo de puta —musité mientras el corazón me martilleaba en el pecho.
Mark palideció y apartó la mirada.
—Kay...
—Oh, Dios mío. ¡Hijo de la gran puta!
—Kay, estoy aquí porque Benton Wesley me ha enviado. Por favor —añadió, levantándose de la silla.
Le observé en anonadado silencio mientras sacaba un botellón de whisky de su bolsa de viaje. Se dirigió al bar y colocó hielo en los vasos. Sus movimientos eran lentos y pausados, como si estuviera haciendo todo lo posible por no alterarme más de lo que ya estaba. Se le veía muy cansado.
—¿Has comido? —me preguntó, ofreciéndome un vaso.
Pasando por su lado, dejé el macuto y el bolso sobre la cómoda.
—Yo estoy muerto de hambre —dijo, desabrochándose el botón del cuello de la camisa y aflojándose la corbata—. Debo de haber cambiado cuatro veces de avión. Creo que no he comido más que unos cacahuetes desde el desayuno.
No contesté.
—Ya he pedido la cena para los dos —añadió—. Estará lista para comer cuando nos la suban.
Acercándome a la ventana, contemplé las nubes grises veteadas de púrpura sobre las luces de las calles de la Ciudad Vieja de Key West. Mark acercó una silla, se quitó los zapatos y apoyó los pies en el borde de la cama.
—Cuando estés preparada para que te lo explique, ya me lo dirás —dijo, agitando el hielo de su vaso.
—No me podría creer nada de lo que tú me dijeras, Mark —contesté fríamente.
—Muy bien. Me pagan para que viva una mentira. Y lo he hecho estupendamente bien.
—Sí —repetí yo—, lo has hecho estupendamente bien. ¿Cómo me encontraste? No creo que Benton te lo haya dicho. Él no sabe dónde estoy y en esta isla debe de haber cincuenta hoteles y otras tantas pensiones.
—Tienes razón. Estoy seguro de que sí, pero me bastó una sola llamada telefónica para encontrarte —dijo Mark.
Me senté con aire abatido en la cama.
Rebuscando en un bolsillo de su chaqueta, Mark se sacó un folleto doblado y me lo entregó.
—¿Lo reconoces?
Era la misma guía de información turística que Marino había encontrado en el dormitorio de Beryl Madison, una fotocopia de la cual se había incluido en su ficha. La misma guía que yo había estudiado incontables veces y de la que me acordé dos noches antes de mi partida, cuando decidí huir a Key West. Contenía una lista de restaurantes, tiendas y lugares de interés y un plano rodeado de anuncios, uno de los cuales era el del hotel donde nos encontrábamos; por eso se me había ocurrido la idea de alojarme allí.
—Tras repetidos e infructuosos intentos, Benton consiguió finalmente localizarme —añadió Mark—. Estaba muy alterado. Dijo que te habías ido para venir aquí y entonces intentamos seguirte la pista. Al parecer, en
a
ficha que él tiene hay una fotocopia del folleto de Beryl. Supuso que tú también la habrías visto y que probablemente habrías sacado una fotocopia para tu propio archivo. Y pensamos que, a lo mejor, se te ocurriría la idea de usarlo como guía.
—¿De dónde lo has sacado? —pregunté.
—En el aeropuerto. Resulta que este hotel es el único que figura en los anuncios. Fue el primer sitio al que llamé. Tenía una reserva a tu nombre.
—Muy bien. Eso demuestra que no soy una buena fugitiva.
—Bastante mala.
—De aquí saqué la idea, si te interesa saberlo —reconocí, enojada—. He revisado tantas veces los papeles de Beryl que recordaba perfectamente el folleto y el anuncio de un hotel de la cadena Holiday Inn en Duval. Me debió de llamar la atención porque debí de preguntarme si ella se alojó aquí cuando vino a Key West.
—¿Se alojó aquí? —preguntó Mark, tomando un sorbo de whisky.
—No.
Mientras se levantaba para ir por más hielo, llamaron a la puerta y el corazón me dio un vuelco en el pecho al ver que Mark extendía la mano hacia atrás y se sacaba una pistola de 9 milímetros de debajo de la chaqueta. Sosteniéndola en alto, aplicó el ojo a la mirilla de la puerta, se guardó el arma en el bolsillo posterior de los pantalones y abrió. Había llegado la cena. Cuando Mark le pagó a la camarera en efectivo, ésta esbozó una ancha sonrisa diciendo:
—Muchas gracias, señor Scarpetta. Espero que los bistecs estén a su gusto.
—¿Por qué te has registrado como si fueras mi marido? —pregunté.
—Dormiré en el suelo. Pero tú no te vas a quedar sola en esta habitación —contestó, colocando los platos tapados sobre la mesa que había junto a una ventana y descorchando la botella de vino.
Quitándose la chaqueta y arrojándola sobre la cama, colocó la pistola al alcance de su mano encima de la cómoda no lejos de mi macuto.
Esperé a que se sentara antes de preguntarle por qué iba armado.
—Un pequeño monstruo, pero puede que sea mi único amigo —contestó, cortando el bistec—. Pero supongo que tú también llevas tu treinta y ocho, probablemente en este macuto —añadió contemplando el macuto de la cómoda.
—Para tu información, te diré que lo llevo en el bolso —confesé estúpidamente—. ¿Y cómo demonios sabes tú que yo tengo un treinta y ocho?
—Benton me lo dijo. También me dijo que te han concedido recientemente la licencia para llevar un arma oculta y que seguramente la llevarás contigo a todas partes. No está mal —añadió, tomando un sorbo de vino.
—¿También te ha dicho Benton qué talla de ropa uso? —pregunté, tratando de comer, a pesar de que mi estómago me suplicaba que no lo hiciera.
—Bueno, eso no hace falta que me lo diga. Sigues usando la cuarenta y cuatro y estás tan guapa como cuando vivíamos en Georgetown. Mejor dicho, todavía más.
—Te agradecería mucho que dejaras de comportarte como un caballeroso hijo de puta y me dijeras cómo demonios conoces tan siquiera de nombre a Benton Wesley, por no decir cómo has conseguido merecer el privilegio de reunirte tantas veces a solas con él para hablar de mí.
—Kay —Mark posó el tenedor y me miró a los ojos—, conozco a Benton desde hace mucho más tiempo que tú. ¿Acaso no lo has comprendido todavía? ¿Tengo que escribírtelo con luces de neón?
—Sí, escríbelo en letras mayúsculas en el cielo, Mark, porque ya no sé lo que pensar. Ya no tengo ni idea de quién eres. No me fío de ti. Es más, en este momento te tengo un miedo atroz.
Reclinándose en su asiento y poniéndose más serio de lo que yo jamás le hubiera visto, Mark me dijo:
—Kay, lamento mucho que me tengas miedo y lamento que no te fíes de mí. Lo cual es perfectamente lógico porque muy pocas personas en este mundo tienen idea de quién soy y hay veces en que ni yo mismo lo sé. No te lo podía decir antes, pero ya todo ha terminado —hizo una pausa—. Benton fue profesor mío en la Academia mucho antes de que tú le conocieras.
—¿Eres un agente? —le pregunté con incredulidad.
—Sí.
—No —dije mientras la cabeza me empezaba a dar rápidas vueltas.
«¡No! ¡Esta vez no te voy a creer, maldita sea!»
Levantándose sin una palabra, Mark se acercó al teléfono de la mesita de noche y marcó.
—Ven aquí —dijo volviéndose.
Después me pasó el teléfono.
—¿Diga?
Reconocí inmediatamente la voz.
—¿Benton? —dije.
—¿Kay? ¿Se encuentra usted bien?
—Mark está ahí —dije—. Me ha encontrado. Sí, Benton, estoy bien.
—Gracias a Dios. Está en buenas manos. Estoy seguro de que él se lo explicará.
—Yo también lo estoy. Gracias, Benton. Adiós.
Mark tomó el teléfono y lo colgó. Cuando regresamos a la mesa, me miró largo rato antes de hablar.