El cuerpo del delito (42 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El cuerpo del delito
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Según Beryl, cuando ella abandonó la casa, la señorita Harper pintó el retrato que colgaba sobre la repisa de la chimenea de la biblioteca, el retrato de una niña revestida de inocencia, en un intento, tal vez inconsciente o tal vez no, de atormentar a Harper para siempre. Él se entregó cada vez más a la bebida, apenas escribía y empezó a sufrir insomnio. Poco a poco adquirió la costumbre de frecuentar la Culpeper's Tavern, alentado por su hermana, la cual aprovechaba las horas de su ausencia para conspirar contra él con Beryl por teléfono. El golpe definitivo se produjo a través de un dramático desafío cuando Beryl, animada por Sparacino, quebrantó el contrato.

Fue su manera de recuperar su vida y, en sus propias palabras, «preservar la belleza de mi amiga Sterling, prensando sus recuerdos entre estas páginas cual si fueran flores silvestres». Beryl inició el libro poco después de que a la señorita Harper le fuera diagnosticado un cáncer. El vínculo entre ambas era inquebrantable y tan profundo como el amor que se profesaban.

Como es natural, la biografía contenía largas digresiones sobre los libros que Beryl había escrito y las fuentes de sus ideas. Se incluían fragmentos de sus primeras obras y yo pensé que aquello tal vez hubiera podido explicar la presencia del manuscrito parcial que encontramos en su dormitorio después del asesinato. Aunque no era fácil establecerlo. No era fácil averiguar qué pensamientos habían cruzado por la mente de Beryl. Sin embargo, comprendí que la obra era extraordinaria y lo bastante escandalosa como para haber provocado el temor de Cary Harper y la codicia de Sparacino.

Pero, a lo largo de toda la tarde, no logré encontrar nada capaz de hacerme evocar el espectro de Frankie. En el manuscrito no se mencionaba la pesadilla que al final acabó con la vida de Beryl. Pensé que, a lo mejor, era algo demasiado terrible como para que pudiera describirlo. Tal vez esperaba que todo pasara con el tiempo.

Me estaba acercando al final del libro de Beryl cuando Mark apoyó súbitamente la mano en mi brazo.

—¿Qué hay? —pregunté sin apenas poder apartar la vista de las páginas.

—Kay, fíjate en eso —dijo Mark colocando cuidadosamente una página encima de la que yo estaba leyendo. Era el comienzo del capítulo Veinticinco, una página que yo ya había leído. Se trataba de una fotocopia muy clara y no de una página original mecanografiada como todas las demás.

—Pensé que me habías dicho que ése era el único ejemplar —dijo Mark en tono inquisitivo.

—Tenía la impresión de que así era —repliqué, perpleja.

—A lo mejor, hizo una copia y cambió las páginas.

—Eso parece —dije en tono pensativo—. Pero, en tal caso, ¿dónde está la copia? No ha aparecido.

—No tengo ni idea.

—¿Estás seguro de que no la tiene Sparacino?

—Estoy completamente seguro de que lo sabría si la tuviera. He revuelto su despacho de arriba abajo durante sus ausencias y he hecho lo mismo en su casa. Además, creo que me lo hubiera dicho, por lo menos cuando pensaba que éramos compinches.

—Será mejor que vayamos a ver a PJ.

Descubrimos que era el día libre de PJ. No estaba en el Louie's ni en su casa. Caía la noche en la isla cuando finalmente nos tropezamos con él en el Sloppy Joe's y comprobamos que llevaba una trompa fenomenal. Le tomé del brazo en la barra y, asiendo su mano, le acompañé a una mesa.

Hice rápidamente las presentaciones.

—Mark James, un amigo mío.

PJ asintió con la cabeza y levantó una botella de cerveza de largo cuello en un borracho gesto de brindis. Después parpadeó varias veces como si quisiera aclararse la vista mientras admiraba sin disimulo a mi atractivo acompañante. Mark pareció no darse cuenta.

Levantando la voz por encima del barullo que estaba armando la gente y la orquesta, le dije a PJ:

—El manuscrito de Beryl. ¿Hizo alguna copia de él durante su estancia aquí?

Tomando un sorbo de cerveza y balanceándose al ritmo de la música, PJ contestó:

—No lo sé. Si lo hizo, a mí no me dijo nada.

—Pero, ¿cómo es posible? —insistí—. ¿Pudo hacerlo quizá cuando fue a hacer las fotografías de las cartas que le entregó a usted?

PJ se encogió de hombros mientras las gotas de sudor le bajaban por las sienes y por las arreboladas mejillas. PJ no estaba simplemente achispado sino borracho como una cuba.

Mientras Mark contemplaba la escena con rostro impasible, volví a intentarlo.

—Bueno pues, dígame si se llevó el manuscrito cuando fue a fotocopiar las cartas.

—... como Bogie y Bacall... —entonó PJ con áspera voz de barítono, dando rítmicas palmadas contra el borde de la mesa mientras seguía el compás junto con la gente.

—¡PJ! —grité.

—Pero bueno —protestó el hombre sin apartar los ojos del escenario—, es mi canción preferida.

Me hundí en mi asiento y dejé que PJ siguiera cantando su canción preferida. Durante una breve pausa del espectáculo, repetí la pregunta. PJ apuró la botella de cerveza y contestó con sorprendente claridad:

—Lo único que recuerdo es que aquel día Beryl llevaba el macuto, ¿vale? Se lo regalé yo, ¿saben? Para que pudiera acarrear sus mierdas por ahí. Se dirigió al Copy Cat o algún sitio así y estoy seguro de que llevaba el macuto. —Sacó la cajetilla de cigarrillos. —A lo mejor, llevaba el libro en el macuto. Y puede que lo mandara fotocopiar cuando hizo las fotocopias de las cartas. Yo sólo sé que me dejó lo que yo le entregué a usted no recuerdo cuándo.

—Ayer —dije yo.

—Eso es, ayer.

Cerrando los ojos, PJ empezó a aporrear de nuevo el borde de la mesa.

—Gracias, PJ —le dije.

No nos prestó la menor atención cuando nos fuimos, abriéndonos paso entre la gente para salir al fresco aire nocturno.

—Eso es lo que yo llamo un ejercicio vano —dijo Mark mientras regresábamos caminando al hotel.

—No sé —repliqué—. Pero me parece lógico que Beryl hiciera una fotocopia del manuscrito cuando fotocopió las cartas. No puedo creer que le dejara el libro a PJ a no ser que ella tuviera una copia.

—Tras haberle conocido, yo tampoco puedo creerlo. PJ no es precisamente lo que llamaría un guardián muy de fiar.

—Pues lo es, Mark. Lo que ocurre es que esta noche está un poco bebido.

—Más bien totalmente trompa.

—A lo mejor, se ha emborrachado por culpa de mi visita.

—Si Beryl fotocopió el manuscrito y se llevó la copia a Richmond —añadió Mark—, quienquiera que la matara lo debió de robar.

—Frankie —dije yo.

—Lo cual tal vez explique por qué decidió cargarse después a Cary Harper. Nuestro amigo Frankie se puso celoso y la sola idea de imaginarse a Harper en el dormitorio de Beryl lo volvió loco... más loco de lo que ya estaba. En el libro de Beryl se menciona la costumbre de Harper de ir todas las tardes a la Culpeper's.

—Lo sé.

—Quizá Frankie lo leyó, averiguó dónde podría encontrarle y pensó que la mejor manera de atraparle sería actuando por sorpresa.

—¿Qué mejor momento que cuando estás medio borracho y bajas de tu automóvil en una calzada oscura y desierta? —dije yo.

—Lo que me extraña es que no se cargara también a Sterling Harper.

—Puede que lo hubiera hecho.

—Tienes razón. No se le ofreció la oportunidad —dijo Mark—. Ella le ahorró la molestia.

Tomándonos de la mano, guardamos silencio mientras nuestros zapatos avanzaban despacio por la acera y la brisa agitaba las ramas de los árboles. Hubiera deseado que aquel momento se prolongara indefinidamente. Temía las verdades con las que tendríamos que enfrentarnos. Sólo cuando ya estábamos en nuestra habitación bebiendo vino juntos, hice la pregunta.

—¿Y ahora qué, Mark?

—Washington —contestó él, volviendo el rostro para mirar a través de la ventana—. Mañana mismo. Me someterán a un interrogatorio y me reprogramarán —respiró hondo—. Y después no sé qué voy a hacer.

—Tú, ¿qué quieres hacer? —le pregunté.

—No lo sé, Kay. ¿Quién sabe adonde me enviarán? —añadió, contemplando la noche—. Sé que tú no vas a dejar Richmond.

—No, no puedo dejar Richmond. Ahora, no. Mi trabajo es mi vida, Mark.

—Siempre ha sido tu vida —dijo él—. Mi trabajo también es mi vida. Lo cual significa que queda muy poco espacio para la diplomacia.

Sus palabras y su rostro me estaban partiendo el corazón. Sabía que Mark tenía razón. Cuando intenté decir algo, las lágrimas asomaron a mis ojos.

Nos estrechamos con fuerza hasta que él se quedó dormido en mis brazos. Soltándome suavemente, me levanté y regresé junto a la ventana, donde me senté a fumar mientras mi mente repasaba obsesivamente multitud de detalles hasta que el alba empezó a teñir el cielo de rosa.

Me tomé una buena ducha. El agua caliente me calmó y fortaleció mi determinación. Refrescada y envuelta en el albornoz, salí del cuarto de baño y vi que Mark ya se había despertado y estaba pidiendo el desayuno.

—Vuelvo a Richmond —anuncié con firmeza, sentándome a su lado en la cama.

Mark frunció el ceño.

—No es una buena idea, Kay.

—He encontrado el manuscrito, tú te vas y yo no quiero quedarme aquí sola, esperando que aparezcan Frankie, Scott Partin o el mismísimo Sparacino en persona —expliqué.

—No han encontrado a Frankie. Es demasiado peligroso. Mandaré que te envíen protección aquí —objetó Mark—. O en Miami. Tal vez sea mejor. Podrás quedarte una temporada con tu familia.

—No.

—Kay....

—Mark, es posible que Frankie ya haya abandonado Richmond. Puede que tarden varias semanas en encontrarle. O que no lo encuentren jamás. ¿Qué tengo que hacer, permanecer para siempre escondida en Florida?

Mark se recostó contra la almohada sin contestar.

—No consentiré que me destrocen la vida y la carrera —añadí, tomando su mano— y me niego a dejarme intimidar por más tiempo. Llamaré a Marino y le pediré que acuda a recibirme al aeropuerto.

Mark tomó mis manos y dijo, mirándome a los ojos:

—Regresa conmigo al distrito de Columbia. También podrías quedarte algún tiempo en Quantico.

Sacudí la cabeza.

—No me va a ocurrir nada, Mark.

—No puedo quitarme de la cabeza lo que le ocurrió a Beryl —dijo, estrechándome en sus brazos.

Yo tampoco podía.

Nos despedimos en el aeropuerto de Miami y yo me alejé rápidamente sin volver la mirada hacia atrás. Sólo estuve despierta durante el intervalo en que cambié de avión en Atlanta. El resto del tiempo me lo pasé durmiendo, pues me sentía física y emocionalmente agotada.

Marino me recibió en la puerta de llegada. Por una vez, pareció intuir mi estado de ánimo y me siguió en paciente silencio mientras cruzábamos la terminal. Los adornos navideños y los objetos que se exhibían en los escaparates de las tiendas del aeropuerto sólo sirvieron para intensificar mi depresión. No esperaba con ansia la llegada de las fiestas. No estaba muy segura de cómo o cuándo volvería a ver a Mark. Para agravar las cosas, cuando llegamos a la zona de recogida de equipajes, Marino y yo tuvimos que esperar una hora mientras los equipajes giraban lentamente como en un tiovivo. Ello ofreció a Marino la ocasión de interrogarme mientras yo perdía la paciencia por momentos. Al final, no tuve más remedio que notificar la pérdida de la maleta. Tras rellenar un detallado impreso con múltiples apartados, recogí mi automóvil y me dirigí a casa, seguida de cerca por Marino.

La oscura y lluviosa noche borró misericordiosamente los daños que había sufrido el patio mientras aparcábamos en mi calzada. Marino me había recordado previamente que no habían tenido suerte en la localización de Frankie en mi ausencia, por cuyo motivo no quería correr ningún nesgo. Tras iluminar con la linterna todos los rincones del exterior de mi casa, en busca de ventanas rotas o cualquier otra señal de la presencia de un intruso, recorrió toda la casa conmigo, encendiendo las luces de todas las habitaciones, abriendo Tos armarios e incluso mirando debajo de las camas.

Nos estábamos dirigiendo a la cocina con la intención de prepararnos un café cuando ambos reconocimos la clave de su radiotransmisor portátil.

—Dos-quince, diez-treinta y tres...

—¡Mierda! —exclamó Marino, sacándose el radiotransmisor del bolsillo de la chaqueta.

Diez-treinta y tres era la clave de «Socorro». Las transmisiones radiofónicas rebotaban como balas por el aire y los coches patrulla estaban respondiendo cual aviones que despegaran. Un oficial se encontraba en una tienda no muy lejos de mi casa. Al parecer, le habían herido de un disparo.

—Siete-cero-siete, diez-treinta y tres —le ladró Marino al oficial de comunicaciones mientras corría hacia la puerta—. ¡Maldita sea! ¡Walters! ¡No es más que un condenado chiquillo! —Salió corriendo bajo la lluvia—. Cierre bien, doctora —me dijo, volviéndose—. ¡En seguida le mando a un par de agentes!

Empecé a pasear por la cocina y, al final, me senté junto a la mesa con un vaso de whisky mientras la lluvia tamborileaba con fuerza sobre el tejado y azotaba los cristales de las ventanas. Había perdido la maleta y el 38 estaba dentro. Había olvidado mencionarle aquel detalle a Marino porque estaba atontada por el cansancio. Demasiado nerviosa como para irme a la cama, empecé a repasar el manuscrito de Beryl que había tenido la prudencia de guardar en el equipaje de mano mientras esperaba la llegada de la policía.

Poco antes de la medianoche, me sobresalté en mi sillón al oír el timbre de la puerta.

Apliqué el ojo a la mirilla de la puerta, esperando ver a los oficiales que Marino me había prometido, pero, en su lugar, vi a un pálido joven vestido con un impermeable oscuro y tocado con una especie de gorra de uniforme. Se le veía mojado y muerto de frío, con la espalda encorvada para protegerse de la lluvia y una tablilla sujetapapeles apretada contra el pecho.

—¿Quién es? —pregunté.

—Servicio de Mensajería Omega del aeropuerto Byrd —contestó—. Traigo su maleta, señora.

—Gracias a Dios —dije con alivio mientras desactivaba la alarma y abría la puerta.

El terror me dejó paralizada cuando el joven puso la maleta en el suelo del recibidor y súbitamente lo recordé. ¡En el impreso de reclamación que había rellenado en el aeropuerto había escrito la dirección de mi despacho, no la de mi domicilio particular!

17

U
n flequillo de cabello oscuro le asomaba por debajo de la gorra y no me miró a los ojos cuando me dijo:

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