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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

El cuerpo del delito (18 page)

BOOK: El cuerpo del delito
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«Fría» no era la palabra más adecuada.

—Le agradezco que sea sincera —dije.

—Cary tenía una imaginación y unos sentimientos muy volubles. Yo carezco casi por entero de lo uno y de lo otro. De no haber sido así, no hubiera podido resistirlo. Y ciertamente no hubiera vivido aquí.

—Viviendo en esta casa se debe de sentir uno muy aislado —dije, suponiendo que a eso se refería la señorita Harper.

—No me refería al aislamiento.

—¿A qué se refería entonces, señorita Harper? —inquirí alargando la mano hacia mi cajetilla de cigarrillos.

—¿Le apetece un poco más de vino? —preguntó mientras uno de los lados de su rostro quedaba oscurecido por la sombra del fuego.

—No, gracias.

—Ojalá no nos hubiéramos mudado a vivir aquí. Nada bueno ocurre en esta casa —añadió.

—¿Qué va usted a hacer? —El vacío de sus ojos me daba miedo.— ¿Se quedará aquí?

—No tengo ningún otro sitio adonde ir, doctora Scarpetta.

—No creo que le fuera muy difícil vender Cutler Grove —dije mientras mis ojos se posaban de nuevo en el retrato que colgaba sobre la repisa de la chimenea.

La joven vestida de blanco sonreía misteriosamente como si conociera unos secretos que jamás iba a revelar.

—Cuesta mucho abandonar un pulmón de acero, doctora Scarpetta.

—¿Cómo dice?

—Soy demasiado mayor para cambiar —me explicó—. Soy demasiado mayor para buscar la salud y hacer nuevas amistades. El pasado respira por mí. Es mi vida. Usted es muy joven, doctora Scarpetta. Algún día sabrá lo que es mirar hacia atrás. Verá que no se puede evitar. Y descubrirá que su historia personal la atrae hacia las conocidas estancias en las que, curiosamente, tuvieron lugar los hechos que provocaron su alejamiento de la vida. Con el tiempo verá que los duros muebles del sufrimiento son más cómodos y que las personas que le fallaron son más amables. Correrá de nuevo a echarse en brazos del dolor del que antaño escapó. Es más fácil. No puedo decirle otra cosa. Es más fácil.

—¿Tiene usted alguna idea de quién le ha hecho eso a su hermano? —pregunté directamente en un afán de cambiar de tema.

La señorita Harper contempló el fuego de la chimenea en silencio.

—¿Qué me dice de Beryl? —insistí.

—Sé que la estuvieron acosando varios meses antes de que ocurriera.

—¿Varios meses antes de su muerte? —pregunté.

—Beryl y yo éramos muy amigas.

—¿Usted sabía que la estaban acosando?

—Sí. Yo conocía las amenazas que le estaban haciendo —contestó.

—¿Ella le dijo a usted que la estaban amenazando, señorita Harper?

—Por supuesto —contestó.

Marino había examinado las facturas del teléfono de Beryl y no había encontrado ninguna conferencia a Williamsburg. Tampoco había descubierto ninguna carta escrita por la señorita Harper o su hermano.

—¿Entonces mantuvo usted estrecho contacto con ella a lo largo de los años? —pregunté.

—Sí, un contacto muy estrecho —contestó la señorita Harper—. En toda la medida de lo posible, por lo menos. Debido a ese libro que estaba escribiendo y a la clara ruptura del acuerdo que había suscrito con mi hermano. Bueno, la situación se puso muy fea. Cary estaba furioso.

—¿Cómo sabía él lo que estaba haciendo Beryl? ¿Acaso le dijo ella lo que estaba escribiendo?

—Se lo dijo el abogado de Beryl.

—¿Sparacino?

—No conozco los detalles de lo que le dijo a Cary —contestó la señorita Harper endureciendo las facciones—. Pero el caso es que mi hermano tenía conocimiento de ese libro de Beryl. El suficiente como para estar absolutamente desquiciado. El abogado fue el que lo enredó todo bajo mano. Iba de Beryl a Cary, actuando como si fuera aliado del uno o del otro, según con cuál de ellos estuviera hablando.

—¿Conoce usted la actual situación del libro? —pregunté cautelosamente—. ¿Lo tiene Sparacino? ¿Va a publicarse próximamente?

—Hace unos días el abogado llamó a Cary. Oí unos retazos de la conversación y deduje que el manuscrito había desaparecido. Oí que Cary comentaba algo sobre el forense. Supongo que se refería a usted. En determinado momento se enfadó y llegué a la conclusión de que el señor Sparacino pretendía averiguar si el manuscrito se encontraba en poder de mi hermano.

—¿Podría ser? —pregunté.

—Beryl jamás se lo hubiera entregado a Cary —contestó las señorita Harper emocionada—. Hubiera sido absurdo que le entregara su obra. Cary era abiertamente contrario a lo que ella estaba haciendo.

Guardamos silencio unos instantes.

Después pregunté:

—Dígame, señorita Harper, ¿de qué tenía tanto miedo su hermano?

—De la vida.

Esperé, estudiándola detenidamente.

—Y cuanto más la temía, tanto más se apartaba de ella —afirmó con un extraño tono de voz, contemplando de nuevo el fuego—. El aislamiento provoca unos efectos muy raros en la mente. La vuelve del revés, hace girar los pensamientos y las ideas hasta que empiezan a brincar y a pegar extraños saltos. Creo que Beryl fue la única persona a quien mi hermano amó. Se aferraba a ella. Experimentaba la irreprimible necesidad de dominarla y de mantenerla unida a sí. Cuando pensó que ella le estaba traicionando, que ya no ejercía poder sobre ella, su locura se intensificó. Estoy segura de que empezó a imaginar que ella divulgaría toda suerte de barbaridades sobre él. Y sobre nuestra situación aquí.

Cuando volvió a alargar la mano hacia la copa de vino, observé que le temblaba. Hablaba de su hermano como si éste llevara muerto muchos años. No se advertía la menor emoción en su voz cuando se refería a él. El pozo del amor hacia su hermano tenía las paredes internas recubiertas con los duros ladrillos de la cólera y el dolor.

—A Cary y a mí no nos quedaba nadie cuando apareció Beryl —añadió—. Nuestros padres habían muerto. Sólo nos teníamos el uno al otro. Cary tenía un carácter difícil. Era un demonio que escribía como un ángel. Necesitaba que alguien le cuidara. Yo estaba dispuesta a ayudarle a cumplir su deseo de dejar una huella en el mundo.

—Tales sacrificios suelen ir acompañados por el resentimiento —señalé.

Silencio. La luz del fuego parpadeó en las facciones de un rostro exquisitamente cincelado.

—¿Cómo encontraron a Beryl? —pregunté.

—Ella nos encontró a nosotros. Por aquel entonces vivía en Fresno con su padre y su madrastra. Escribía, estaba obsesionada con la idea de convertirse en escritora —prosiguió diciendo la señorita Harper sin apartar los ojos del fuego—. Un día Cary recibió una carta suya a través de su editor. Llevaba adjunta una narración corta escrita a mano. La recuerdo muy bien. La autora parecía prometedora, era una imaginación en germen que simplemente necesitaba a alguien que la guiara. Así se inició la correspondencia. Meses más tarde, Cary la invitó a visitarnos y le envió un billete. Poco después, compró esta casa y empezó a restaurarla. Lo hizo todo por ella. Una muchacha encantadora que había traído la magia a su mundo.

—¿Y usted?

No contestó al principio.

La leña se movió en la chimenea y saltaron unas chispas.

—La vida fue un poco complicada cuando ella se mudó a vivir con nosotros, doctora Scarpetta —dijo—. Yo observaba lo que había entre ellos.

—Entre Beryl y su hermano.

—Yo no quería tenerla prisionera tal como hacía él —añadió—. En su implacable afán de retener a Beryl y de conservarla sólo para él, Cary la perdió.

—Usted quería mucho a Beryl —dije.

—Es imposible explicarlo. —Se le quebró un poco la voz.— Y muy difícil entenderlo.

Traté de sonsacarle algo más.

—Su hermano no quería que usted mantuviera contacto con ella.

—Sobre todo en los últimos meses, a causa del libro. Cary la demandó y la repudió. Su nombre no se podía mencionar en esta casa. Me prohibió mantener cualquier tipo de relación con ella.

—Pero usted la mantuvo —dije.

—De una forma muy limitada —contestó con cierta dificultad.

—Debió de ser muy doloroso para usted. Mantenerse alejada de una persona a la que tanto quería.

Apartó la mirada y volvió a fijarla en las llamas de la chimenea.

—Señorita Harper, ¿cuándo se enteró usted de la muerte de Beryl?

No contestó.

—¿Alguien la llamó?

—Me enteré por la radio a la mañana siguiente —musitó.

Dios mío, pensé. Qué horror.

No dijo nada más. Sus heridas estaban fuera de mi alcance y, por mucho que quisiera consolarla, no podía decirle nada. Permanecimos sentadas en silencio largo rato. Cuando, finalmente, consulté disimuladamente mi reloj, vi que ya era casi la medianoche.

La casa estaba muy tranquila... demasiado tranquila, pensé súbitamente sobresaltada.

En comparación con la calidez de la biblioteca, el vestíbulo estaba tan frío como una catedral. Abrí la puerta posterior y me quedé asombrada. Bajo los lechosos remolinos de la nieve, la calzada se había convertido en una blanca sábana en la que apenas se percibían las huellas de los neumáticos dejadas por los malditos policías que se habían largado sin mí. Se habían llevado mi automóvil oficial, olvidándose de que yo estaba todavía en la casa. ¡Maldita fuera su estampa!

Cuando regresé a la biblioteca, la señorita Harper estaba poniendo otro tronco en la chimenea.

—Parece que se han ido sin mí —dije sin ocultar mi disgusto—. Tendré que usar su teléfono.

—Me temo que no va a ser posible —me contestó en tono apagado—. Los teléfonos se averiaron poco después de que se fuera la policía. Ocurre bastante a menudo cuando hace mal tiempo.

La vi atizar los troncos ardientes. Observé las cintas de humo que se escapaban de ellos mientras unas chispas subían como un enjambre hacia el cañón.

Lo había olvidado.

No se me había ocurrido hasta aquel momento.

—Su amiga... —dije.

La señorita Harper volvió a atizar el fuego.

—La policía dijo que una amiga suya estaba en camino y se quedaría esta noche con usted...

La señorita Harper se incorporó pausadamente y se volvió a mirarme con el rostro arrebolado por el calor de las llamas.

—Sí, doctora Scarpetta —me contestó—. Ha sido usted muy amable al venir.

8

L
a señorita Harper regresó con más vino mientras el alto reloj de péndulo que había en el rellano junto a la puerta de la biblioteca daba las doce.

—El reloj —se sintió obligada a explicarme—. Atrasa diez minutos. Siempre le ha ocurrido.

Los teléfonos de la mansión estaban realmente averiados. Lo había comprobado. Para ir a la ciudad se tenían que recorrer varios kilómetros a través de una capa de nieve que ahora debía de tener un grosor de por lo menos quince centímetros. No podía hacer nada.

El hermano había muerto. Beryl había muerto. La señorita Harper era la única que quedaba. Confié en que fuera una coincidencia. Encendí un cigarrillo y tomé un sorbo de vino.

La señorita Harper no tenía la fuerza física necesaria para haber matado a su hermano y a Beryl. ¿Y si el asesino también quisiera eliminarla a ella? ¿Y si volviera?

Mi revólver del 38 estaba en casa.

La policía estaría delimitando la zona.

¿Con qué? ¡Con vehículos especiales para la nieve!

Me di cuenta de que la señorita Harper me estaba diciendo otra cosa.

—Perdón —dije, esbozando una sonrisa forzada.

—Tiene cara de frío —repitió.

Se sentó plácidamente en el sillón barroco y clavó la mirada en el fuego. Las altas llamas emitían un rumor semejante al de una bandera agitada por el viento y las ráfagas empujaban de vez en cuando la ceniza fuera de la chimenea. Pero mi presencia parecía tranquilizar a la señorita Harper. Yo, en su lugar, tampoco hubiera querido quedarme sola.

—Estoy bien —mentí.

Pero tenía frío.

—Con mucho gusto le iré a buscar un jersey.

—Por favor, no se moleste. Estoy muy a gusto... de veras.

—Es completamente imposible calentar esta casa —añadió la señorita Harper—. Con estos techos tan altos... Y, además, carece de aislamiento térmico. Pero una se acostumbra.

Pensé en mi moderna casa de Richmond con calefacción a gas. Pensé en mi enorme cama con su sólido colchón y su manta eléctrica. Pensé en el cartón de cigarrillos que tenía en una alacena junto al frigorífico y en el excelente whisky escocés de mi bar. Y luego pensé en el polvoriento y oscuro piso superior de la mansión de Cutler Grove azotado por las corrientes de aire.

—Estoy bien aquí abajo. En el sofá —dije.

—Tonterías. El fuego se apagará en seguida.

La señorita Harper estaba jugueteando con un botón de su jersey sin apartar los ojos del fuego.

—Señorita Harper —dije, haciendo un ultimo intento—, ¿tiene usted alguna idea de quién puede haber hecho eso? A Beryl y a su hermano. ¿O por qué?

—Usted cree que es el mismo hombre.

Lo dijo como una afirmación, no como una pregunta.

—Tengo que considerar esta posibilidad.

—Ojalá pudiera decirle algo útil —contestó—. Pero tal vez no importe. Quienquiera que sea, lo hecho hecho está.

—¿No quiere que lo castiguen?

—Ya ha habido suficientes castigos. Eso no deshará lo que se ha hecho —dijo.

—¿No cree que Beryl querría que lo atraparan?

La señorita Harper se volvió a mirarme con los ojos muy abiertos.

—Ojalá la hubiera conocido.

—Creo que ya la conozco en cierto modo —dije con dulzura.

—No puedo explicarle...

—No es necesario, señorita Harper.

—Hubiera sido tan bonito...

Por un instante, vi el dolor reflejado en su rostro, pero en seguida se dominó. No era necesario que terminara la frase. Hubiera sido tan bonito ahora, que ya no había nadie que pudiera separar a Beryl de la señorita Harper. Compañeras. Amigas. La vida es tan vacía cuando uno está solo, cuando no tiene a nadie a quien amar...

—Lo siento —dije con la profunda emoción—. Lo siento muchísimo, señorita Harper.

—Estamos a mediados de noviembre —replicó apartando de nuevo la mirada—. Demasiado pronto para que nieve. En seguida se producirá el deshielo, doctora Scarpetta. A última hora de la mañana podrá salir de aquí. Los que se han olvidado de usted ya se habrán acordado para entonces. Ha sido usted muy amable al venir.

Era como si ya supiera que yo la visitaría. Tuve la extraña impresión de que lo había organizado todo. Pero eso era imposible, naturalmente.

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