El nombre me golpeó como un puñetazo. Cuando nuestras miradas se cruzaron, adiviné que él había comprendido el significado de lo que acababa de decir.
—¿Beryl? —pregunté.
Se reclinó en silencio contra el respaldo de su silla.
—¿Sabía usted que se llamaba Beryl? —insistí.
—Tal como ya le he dicho, los policías vinieron para hacer preguntas y hablar sobre ella.
Con creciente nerviosismo, encendió otro cigarrillo sin mirarme a los ojos. A mi amigo el barman no se le daban muy bien las mentiras.
—¿Hablaron con usted?
—No. Yo me largué en cuanto vi lo que ocurría.
—¿Por qué?
—Ya se lo he dicho. No me gustan los policías. Yo tengo un Barracuda, una mierda de cacharro que me compré de jovencito. Por alguna u otra razón, siempre tienen que meterse conmigo. Siempre me están poniendo multas por esto o por aquello, avasallándome con sus enormes pistolas y sus gafas Ray Ban como si se creyeran los astros de una serie de televisión o yo qué sé.
—Usted conocía su nombre cuando ella estaba aquí —dije en tono pausado—. Usted sabía que se llamaba Beryl Madison mucho antes de que viniera la policía.
—¿Y qué? ¿Qué tiene eso de malo?
—Ella tenía especial empeño en ocultarlo —contesté con emoción—. No quería que la gente de aquí supiera quién era. Lo pagaba todo en efectivo para no utilizar tarjetas de crédito, cheques o cualquier otra cosa que pudiera identificarla. Estaba asustada. Huía de algo. No quería morir.
El barman me miró con los ojos muy abiertos.
—Por favor, dígame todo lo que sabe. Se lo ruego. Tengo la sensación de que usted era su amigo.
El barman se levantó sin decir nada y salió de detrás de la barra. De espaldas a mí, empezó a recoger las botellas vacías y otros desperdicios que los jóvenes habían dejado diseminados por la terraza.
Tomé mi consumición en silencio y contemplé el agua. En la distancia, un bronceado joven estaba desplegando una vela de color azul para hacerse a la mar. Las frondas de las palmeras susurraban movidas por la brisa y un negro labrador brincaba en la orilla, entrando y saliendo del olejale.
—Zulu
—musité, contemplando con asombro el perro.
El barman interrumpió su tarea y me miró.
—¿Cómo ha dicho?
—Zulu
—repetí—. Beryl mencionaba a
Zulu
y a los gatos de aquí en una de sus cartas. Decía que los animales que tenían recogidos en el Louie's comen mejor que muchos seres humanos.
—¿Qué cartas?
—Escribió varias cartas mientras estuvo aquí. Las encontramos en su dormitorio después de su asesinato. Decía que la gente de aquí se había convertido en su familia y creía que éste era el lugar más bello de la tierra. Ojalá no hubiera regresado jamás a Richmond. Ojalá se hubiera quedado aquí para siempre.
La voz que surgía de mí me sonaba como procedente de otra persona y se me estaba borrando la visión. La falta de sueño, la tensión acumulada y el ron se estaban cobrando su tributo. El sol parecía sacar la poca sangre que circulaba por mi cerebro.
Cuando regresó finalmente de su choza de paja, el barman me dijo con serena emoción:
—No sé qué decirle, pero sí, yo era amigo de Beryl.
—Gracias —dije, volviéndome a mirarle—. Quisiera pensar que yo también era su amiga. Que soy su amiga.
Bajó la vista turbado, pero no sin que antes yo observara la suavización de las facciones de su rostro.
—Nunca puedes estar seguro de quién viene con honradez y de quién no —comentó—. Hoy en día es muy difícil saberlo, desde luego.
El significado de sus palabras penetró poco a poco en mi mente a pesar del cansancio.
—¿Han venido personas a preguntar por Beryl? ¿Otras personas aparte de la policía? ¿Otras personas aparte yo?
Se echó un Coke en un vaso.
—¿Ha venido alguien más? ¿Quién? —repetí, súbitamente alarmada.
—No sé cómo se llama. —El barman tomó un buen trago de su bebida.— Un tipo muy guapo. De unos veintitantos años. Moreno. Muy bien vestido, con gafas de diseño. Parecía recién salido de una revista de moda. Creo que estuvo aquí hace un par de semanas. Dijo que era investigador privado o una mierda por el estilo.
«El hijo del senador Partin.»
—Quería saber dónde vivía Beryl cuando estaba aquí —añadió el barman.
—¿Y usted se lo dijo?
—Qué va, ni siquiera hablé con él.
—¿Alguien se lo dijo? —insistí.
—No es probable.
—¿Por qué no es probable? ¿Y cuándo me va usted a decir su nombre?
—No es probable, porque eso sólo lo sabíamos yo y un amigo mío —contestó—. Y le diré mi nombre si usted me dice el suyo.
—Kay Scarpetta.
—Encantado de conocerla. Yo me llamo Peter Jones. Mis amigos me llaman PJ.
PJ vivía a dos manzanas de distancia del Louie's en una casita casi completamente oculta por la selva tropical. El follaje era tan denso que estoy segura de que no hubiera adivinado que la casita de madera despintada estaba allí dentro de no haber sido por el Barracuda aparcado delante. Una sola mirada al automóvil me bastó para comprender exactamente por qué la policía hostigaba constantemente a su propietario. Era algo así como el dibujo de una pintada de estación de metro sobre unas ruedas descomunales, embellecido con toda clase de adornos, la parte posterior muy levantada y las delirantes formas, dibujos y colores psicodélicos de los años sesenta.
—Aquí tiene a mi nene —dijo PJ dando una cariñosa palmada a la cubierta del motor.
—Desde luego, es impresionante —comenté.
—Lo tengo desde los dieciséis años.
—Y lo tendría que conservar siempre —dije con toda sinceridad mientras me agachaba para pasar por debajo de las ramas y le seguía a una fresca y oscura zona de sombra.
—Es muy poca cosa —dijo PJ disculpándose mientras abría la puerta—. Sólo un dormitorio de más y un retrete en el piso de arriba, que es el que ocupaba Beryl. Cualquier día de éstos creo que lo voy a volver a alquilar. Pero yo soy muy maniático con los inquilinos.
El salón era un batiburrillo de trastos viejos: un sofá y un sillón tapizado en chillones tonos rosas y verdes, varias lámparas hechas con cosas raras como conchas y corales y una mesa de centro que en su vida anterior debió de ser una puerta de roble. Se veían por doquier cocos pintados, estrellas de mar, periódicos, zapatos y latas de cerveza, y se aspiraba en el húmedo aire el acre olor de la podredumbre.
—¿Cómo se enteró Beryl de que usted alquilaba una habitación? —pregunté, sentándome en el sofá.
—En el Louie's —contestó el barman, encendiendo varias lámparas—. Los primeros días se alojó en el Ocean Key, un hotel bastante bonito de Duval. Si tenía previsto quedarse aquí una temporada, debió de calcular que le saldría muy caro. —PJ se sentó en el sillón tapizado.— Creo que fue la tercera vez que almorzó en el Louie's. Comía simplemente una ensalada y se quedaba allí, contemplando el mar.
Entonces no estaba trabajando en nada. Permanecía simplemente sentada y eso era un poco raro. Porque se pasaba horas, prácticamente toda la tarde. Al final, creo que fue al tercer día, se acercó a la barra y se apoyó en la baranda, contemplando el panorama. Me dio lástima de ella.
—¿Por qué?
El barman se encogió de hombros.
—No sé, se la veía muy desvalida. Comprendí que estaba deprimida o algo por el estilo. Empecé a conversar con ella. Y no fue nada fácil, se lo aseguro.
—Era difícil trabar amistad con ella —convine yo.
—No había forma de entablar una conversación amistosa. Le hacía preguntas como: «¿Es la primera vez que viene aquí?» o «¿De dónde viene usted?». Cosas de este tipo. Y a veces ni siquiera me contestaba. Pero era curioso. Algo me dijo que tenía que insistir. Le pregunté qué le apetecía beber y empezamos a hablar de las distintas clases de bebidas. Eso le soltó un poco la lengua y despertó su interés. Primero una Corona con un chorrito de lima, eso la volvió loca. Después un Barbancourt como el que le he preparado a usted. Le pareció una cosa exquisita.
—No me extraña que se le soltara la lengua —comenté.
—Sí, usted ya me entiende —el barman esbozó una sonrisa—. Se lo preparé bastante fuerte. Empezamos a hablar de otras cosas y, de pronto, va y me pregunta si hay algún sitio donde pueda alojarse por esta zona. Fue entonces cuando le dije que yo tenía una habitación y la invité a venir a verla y a pasar más tarde por aquí, si quería. Era domingo y los domingos siempre salgo muy temprano.
—¿Y vino aquella noche?
—Me sorprendió muchísimo. Pensé que no aparecería. Pero vino y encontró el sitio sin ninguna dificultad. Para entonces Walt ya había regresado a casa. Se quedaba en la plaza vendiendo sus mierdas hasta el anochecer. Acababa de llegar. Los tres empezamos a conversar y después decidimos salir a dar una vuelta y acabamos en el Sloppy Joe's. Como ella era escritora, todo eso la encantó y se pasó un rato hablándonos de Hemingway. Era una chica estupenda, se lo digo yo.
—Walt vendía joyas de plata —dije—. En Mallory Square.
—¿Y usted cómo lo sabe? —preguntó PJ, sorprendido.
—Por las cartas que escribía Beryl —le recordé.
Por un instante, la triste mirada de PJ pareció perderse en la lejanía.
—También hablaba del Sloppy Joe's. Tengo la impresión de que los apreciaba mucho tanto a usted como a Walt.
—Es que Beryl tenía algo —dijo PJ, mirándome—. Vaya si tenía algo. Jamás había conocido a una persona como ella y probablemente no la volveré a conocer. Una vez superabas la barrera, era una chica estupenda. Y muy inteligente —añadió, apoyando la cabeza en el respaldo del sillón mientras contemplaba el desconchado techo—. Me encantaba oírla hablar. Decía cosas preciosas sin necesidad de pensarlas, así por las buenas. —PJ chasqueó los dedos.— Yo no hubiera podido hacerlo aunque me hubiera pasado diez años pensando. Mi hermana se le parece. Es profesora en un colegio de Denver. Lengua y literatura inglesa. A mí lo de hablar se me da muy mal. Antes de ponerme a trabajar de barman, yo me dedicaba a trabajos manuales. Construcción, albañilería, carpintería. También me dediqué un poco a la cerámica, pero con eso me moría de hambre. Vine aquí gracias a Walt. Le conocí nada menos que en Mississippi. En una terminal de autobuses, imagínese. Empezamos a charlar y viajamos juntos hasta Luisiana. Al cabo de dos meses, los dos nos vinimos aquí. Es curioso —dijo PJ mirándome—. Quiero decir que eso fue hace casi diez años. Y ahora lo único que me queda es este tugurio.
—Su vida dista mucho de estar acabada, PJ —le dije amablemente.
—Sí.
Levantó el rostro hacia el techo y cerró los ojos.
—¿Dónde está Walt ahora?
—Según mis últimas noticias, en Lauderdale.
—Lo siento mucho —dije.
—Son cosas que ocurren, ¿qué le vamos a hacer?
Se produjo una pausa de silencio y decidí lanzarme.
—Beryl estaba escribiendo un libro.
—Exacto. Cuando no salía por ahí con nosotros dos, trabajaba en aquel maldito libro.
—Ha desaparecido.
PJ no dijo nada.
—El presunto investigador privado que usted ha mencionado y otras varias personas están muy interesadas en él. Y yo creo que usted lo sabe.
Con los ojos cerrados, PJ permaneció en silencio.
—No tiene usted ningún motivo para fiarse de mí, PJ, pero espero que me escuche —añadí en voz baja—. Tengo que encontrar el manuscrito en el que Beryl estaba trabajando durante su estancia aquí. Creo que no se lo llevó consigo a Richmond cuando se fue de Key West. ¿Puede ayudarme?
PJ me miró con los ojos entornados.
—Con el debido respeto, doctora Searpetta, suponiendo que lo supiera, ¿por qué se lo tendrá que decir? ¿Por qué tendría que quebrantar una promesa?
—¿Le prometió a Beryl no decir jamás dónde estaba el manuscrito? —pregunté.
—Eso no importa y yo le he hecho primero una pregunta —contestó PJ.
Respirando hondo, contemplé la sucia alfombra de pelo de color dorado que había bajo mis pies mientras me inclinaba hacia adelante en el sillón.
—No se me ocurre ninguna razón justificada para que rompa usted la promesa que le hizo a una amiga, PJ —dije.
—Eso son tonterías. Usted no me hubiera hecho la pregunta si no supiera que hay una razón justificada.
—¿Le habló Beryl de él? —pregunté.
—¿Se refiere al hijo de puta que la estaba acosando?
—Sí.
—Pues sí, algo me dijo. —De pronto, PJ se levantó.— No sé a usted, pero a mí me apetece una cerveza.
—Gracias —contesté, considerando que era importante aceptar su hospitalidad en contra de mi sentido común, pues aún estaba un poco achispada a causa del ron.
Regresó de la cocina y me ofreció una sudorosa botella de Corona muy fría con una raja de lima flotando en su largo cuello. Sabía a gloria.
PJ se sentó y empezó a hablar de nuevo.
—Straw, quiero decir Beryl, creo que ya puedo llamarla Beryl, estaba muerta de miedo. Y, a decir verdad, cuando supe lo ocurrido, no me sorprendió demasiado. Bueno, me llevé un disgusto enorme, pero la verdad es que no me sorprendió. Le dije que se quedara aquí. Le dije que no se preocupara por el alquiler y se quedara. Walt y yo, bueno, la cosa tiene gracia, pero, al final, ella era algo así como nuestra hermana. El muy cerdo también me fastidió a mí.
—¿Cómo dice? —pregunté, sobresaltada por su repentino acceso de cólera.
—Fue entonces cuando Walt se marchó. Al enterarnos de lo que había pasado. No sé, Walt experimentó un cambio, aunque no puedo decir que el único motivo fuera lo que le ocurrió a ella. Teníamos nuestros problemas, pero aquello le afectó profundamente. Empezó a mostrarse distante y ya ni ¿quiera quería hablar. De pronto, una mañana se fue. Así, sin más.
—¿Y eso cuándo fue? ¿Hace varias semanas, cuando ustedes se enteraron de lo ocurrido a través de la policía, cuando los de la policía se presentaron en el Louie's?
PJ asintió con la cabeza.
—Eso también me ha fastidiado a mí, PJ —dije—. A mí también me ha fastidiado por completo.
—¿Qué quiere decir? ¿Cómo es posible que eso la haya fastidiado, dejando aparte las molestias que le está ocasionando?
—Estoy viviendo la pesadilla de Beryl —me atreví a contestar.
PJ tomó un sorbo de cerveza y me miró fijamente.
—En estos momentos —añadí—, creo que estoy huyendo... por las mismas razones que ella.