El cuerpo del delito (35 page)

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Authors: Patricia Cornwell

Tags: #novela negra

BOOK: El cuerpo del delito
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Cuando regresó, parecía un poco más sosegada. Ya no estaba acobardada, sino enfurecida.

—Puede que no sea muy correcto hablar mal de los muertos, doctora Scarpetta —dijo—, pero Jim no era una buena persona. Había provocado un problema muy grave en el Valhalla y hubieran tenido que despedirle mucho antes.

—¿Qué clase de problema exactamente?

—Los pacientes dicen muchas cosas y a menudo no se les puede dar mucho crédito. Es difícil establecer lo que es verdad y lo que no lo es. El doctor Masterson y los terapeutas recibían quejas de vez en cuando, pero no se pudo demostrar nada hasta que una mañana, la mañana de aquel día, alguien fue testigo de unos hechos. Aquel día Jim fue despedido y sufrió el accidente.

—¿Fue usted el testigo de los hechos? —pregunté.

—Sí —contestó con la mirada perdida en la lejanía y los labios firmemente apretados.

—¿Qué ocurrió?

—Yo estaba cruzando el vestíbulo para ir a ver al doctor Masterson por algo que ahora no recuerdo, cuando Betty me llamó. Trabajaba en la centralita del mostrador de recepción tal como ya le he dicho... ¡Tommy, Clay, a ver si os estáis quietos!

Los gritos de la otra estancia se intensificaron mientras los niños iban cambiando vertiginosamente los canales.

La señora Wilson se levantó con aire cansado para restablecer el orden entre sus hijos. Oí los rumores amortiguados de unas palmas sobre unas posaderas, tras lo cual el canal se quedó quieto. Al parecer, los personajes de los dibujos animados se estaban atacando con ametralladoras.

—¿Dónde estaba? —preguntó la señora Wilson al volver a la cocina.

—Me estaba hablando de Betty —le recordé.

—Ah, sí. Me hizo señas de que me acercara y dijo que la madre de Jim llamaba por conferencia y parecía que se trataba de algo importante. Nunca supe el propósito de la llamada. Pero Betty me pidió que fuera a avisar a Jim. Estaba en el psicodrama que se suele hacer en el salón de baile. El Valhalla tiene un salón de baile que utilizamos para muchas cosas, ¿sabe usted? El sábado por la noche, para bailes y fiestas. Hay también un escenario con un estrado para la orquesta. Procede de la época en que el Valhalla era un hotel. Entré por la parte de atrás y, cuando vi lo que estaba ocurriendo, me quedé de una pieza. —Los ojos de Jeannie se encendieron de furia y sus dedos empezaron a juguetear con el borde de un mantelito individual. —Permanecí inmóvil, observando la escena. Jim se encontraba de espaldas a mí con cinco o seis pacientes en el escenario. Las sillas estaban colocadas de tal forma que los demás no podían ver lo que él hacía con una paciente, una niña llamada Rita. Rita debía de tener unos trece años y había sido violada por su padrastro. No hablaba jamás y se había quedado funcionalmente muda. Jim la estaba obligando a escenificar de nuevo lo ocurrido.

—¿La violación? —pregunté sin perder la calma.

—El muy hijo de puta. Perdone, pero es que todavía me altero.

—Se comprende.

—Más tarde dijo que no había cometido ninguna incorrección. Era un embustero y lo negó todo. Pero yo lo había visto. Comprendí exactamente lo que estaba haciendo. Interpretaba el papel del padrastro y Rita estaba tan asustada que no podía ni moverse. Estaba petrificada en la silla y él, inclinado sobre su rostro, le hablaba en voz baja. El salón de baile tiene muy buena acústica y lo oí todo muy bien. Rita estaba muy desarrollada para ser una niña de trece años.

»—¿Es eso lo que te hizo? —le preguntaba Jim mientras la tocaba.

«Supongo que la manoseó tal como había hecho su padrastro. Me retiré sin que él se diera cuenta de mi presencia y, minutos más tarde, el doctor Masterson y yo nos enfrentamos con él.

Empecé a comprender por qué el doctor Masterson se había negado a hablar conmigo de Jim Barners y adiviné por qué faltaban algunas páginas en el historial de Al Hunt. Si se hubieran divulgado ¿les hechos, a pesar de haber ocurrido varios años atrás, la reputación del hospital hubiera sufrido un duro golpe.

—¿Y usted sospecha que Jim Barners había hecho lo mismo otras veces? —pregunté.

—Algunas quejas que habíamos recibido así parecían indicarlo —contestó Jeannie Wilson con los ojos encendidos de cólera.

—¿Siempre mujeres? —No siempre.

—¿Recibieron quejas de algún paciente varón? —De un chico, sí. Pero nadie le hizo caso. Tenía problemas sexuales porque, al parecer, lo habían sometido a abusos deshonestos o algo por el estilo. El tipo de paciente del que alguien como Jim se podía aprovechar porque nadie se hubiera creído lo que decía el pobrecillo. —¿Recuerda el nombre de aquel paciente? —A ver —Jeannie frunció el ceño—. Hace tanto tiempo —añadió—. Frank... Frankie. Eso es. Recuerdo que algunos pacientes lo llamaban Frankie. Pero no recuerdo su apellido. —¿Cuántos años tenía? —pregunté, consciente de los violentos latidos de mi corazón.

—Pues no sé. Unos diecisiete o dieciocho. —¿Qué recuerda usted de Frankie? —pregunté—. Es importante. Muy importante.

Sonó un cronómetro y Jeannie empujó su silla hacia atrás y se levantó para sacar el pastel del horno. Después fue a ver qué estaban naciendo sus hijos. Regresó frunciendo el ceño. —Recuerdo vagamente que estuvo algún tiempo en el «cuarto trasero», inmediatamente después de su ingreso. Después lo trasladaron a la sala de hombres del segundo piso. Yo lo trataba en terapia ocupacional —añadió Jeannie acercándose el índice a la barbilla con gesto pensativo—. Recuerdo que era muy ingenioso. Hacía muchos cinturones de cuero y grabados en latón y le gustaba hacer calceta, lo cual era un poco insólito. Los varones se niegan a hacer calceta. Prefieren los trabajos en cuero, los ceniceros y todas estas cosas. Él era muy creativo y extremadamente habilidoso. Y recuerdo también otra cosa. Su pulcritud. Era un maniático de la limpieza y siempre limpiaba y ordenaba su espacio, recogiendo cualquier cosa que hubiera caído al suelo. Como si no pudiera soportar el desorden.

Jeannie hizo una pausa para mirarme.

—¿Cuando formuló su queja contra Jim Barnes? —pregunté.

—Poco después de que yo empezara a trabajar en el Valhalla. —Jeannie trató de recordar.— Creo que Frankie sólo llevaba cosa de un mes en el Valhalla cuando dijo algo sobre Jim. Me parece que se lo comentó a otro paciente. Es más... —la joven hizo una pausa y juntó sus bien perfiladas cejas, frunciendo el entrecejo—, fue el otro paciente el que se quejó ante el doctor Masterson.

—¿Recuerda quién era el paciente? ¿El paciente a quien Frankie le hizo el comentario?

—No.

—¿Pudo ser alguien llamado Al Hunt? Me ha dicho que llevaba poco tiempo trabajando en el Valhalla. Hunt estuvo ingresado allí como paciente hace once años, durante la primavera y el verano.

—No recuerdo a Al Hunt...

—Eran más o menos de la misma edad —añadí.

—Qué curioso. —Los ojos de Jeannie se clavaron en los míos con expresión de inocente asombro.— Frankie tenía un amigo, otro adolescente como él. Rubio. El chico era muy rubio y parecía muy tímido. No recuerdo su nombre.

—Alt Hunt era rubio —dije.

Silencio.

—Oh, Dios mío.

Seguí aguijoneándola.

—Callado, tímido...

—Oh, Dios mío —repitió Jeannie—. ¡Entonces apuesto a que fue él! ¿Y dice usted que se suicidó la semana pasada?

—Sí.

—¿Y no le había hablado de Jim?

—Me mencionó a alguien llamado Jim Jim.

—Jim Jim —repitió la joven—. Pues no sé... —¿Qué le ocurrió a Frankie?

—No estuvo allí mucho tiempo, unos dos o tres meses. —¿Regresó a su casa? —pregunté. —Supongo que sí —contestó Jeannie—. No sé qué pasó con su madre. Creo que vivía con el padre. La madre de Frankie le abandonó cuando era pequeño... o algo por el estilo. Lo único que recuerdo es que su situación familiar era muy lamentable. Aunque eso se podría decir de casi todos los pacientes del Valhalla —Jeannie lanzó un suspiro—. Madre mía, la de tiempo que llevaba yo sin pensar en esas cosas. Frankie —sacudió la cabeza—. No sé qué habrá sido de él. —¿No tiene ni idea?

—Absolutamente ninguna. —Me miró largo rato y vi el temor reflejado en sus ojos.— Dos personas asesinadas. ¿No pensará usted que Frankie...? No dije nada.

—Nunca fue violento cuando yo trabajaba con él. Era más bien cariñoso. —Jeannie esperó. Al ver que yo no hacía ningún comentario, añadió—: Quiero decir que era muy amable y educado conmigo, me observaba detenidamente y hacía todo lo que yo le decía.

—Eso quiere decir que la apreciaba —dije. —Incluso me hizo una bufanda. Ahora me acuerdo. Roja, blanca y azul. Lo había olvidado por completo. No sé qué fue de ella —su voz se perdió—. Debí de dársela a los del Ejército de Salvación o algo así. No sé. Frankie, bueno, creo que se había enamorado un poco de mí —dijo, soltando una risita nerviosa.

—Señora Wilson, ¿qué aspecto tenía Frankie? —Alto, delgado y moreno. —Jeannie cerró brevemente los ojos.— Hace tanto tiempo —añadió volviendo a mirarme—. No destacaba por nada y no recuerdo que fuera especialmente guapo. Porque, si hubiera sido muy guapo o muy feo, tal vez le recordaría mejor. Por consiguiente, creo que debía de ser del montón.

—¿Es posible que haya alguna fotografía suya en los archivos del hospital?

—No.

Nuevamente el silencio. De pronto, Jeannie me miró con asombro.

—Tartamudeaba —dijo, primero como dudando y después con más convicción.

—¿Cómo dice?

—Digo que a veces tartamudeaba. Ahora me acuerdo. Cuando se excitaba o estaba muy nervioso, Frankie tartamudeaba.

Jim Jim.

Al Hunt había querido decir exactamente lo que dijo. Cuando Frankie le contó a Hunt lo que Barnes había intentado hacer, Frankie debía de estar trastornado y agitado. Y seguramente tartamudeaba. Debía de tartamudear siempre que le hablaba a Hunt de Jim Barnes. ¡Jim Jim!

Tras salir de la casa de Jeannie Wilson, entré en la primera cabina telefónica que encontré. El muy tonto de Marino se había ido a jugar a los bolos.

14

E
l lunes amaneció con una oleada de nubes jaspeadas y siniestramente grises que envolvían las estribaciones del Blue Ridge y ocultaban de la vista el Valhalla. El viento azotaba el automóvil de Marino y, cuando éste aparcó en el hospital, unos diminutos copos de nieve ya se estaban pegando al parabrisas.

—Mierda —exclamó Marino al bajar—. Lo único que nos faltaba.

—Dicen que no será nada —le tranquilicé, haciendo una mueca cuando los helados copos me rozaron las mejillas.

Inclinamos las cabezas para protegernos del viento y corrimos en medio del gélido silencio hacia la entrada principal.

El doctor Masterson nos esperaba en el vestíbulo con un rostro más duro que la piedra a pesar de su forzada sonrisa. Ambos hombres se estrecharon la mano, mirándose como gatos enemigos, y yo no hice nada por suavizar la tensión porque ya estaba hasta la coronilla de los juegos que se llevaba entre manos el psiquiatra. Él tenía una información que nosotros necesitábamos y nos la tendría que facilitar en su totalidad ya fuera voluntariamente o bien a través de un mandamiento judicial. A su elección. Le seguimos sin demora a su despacho y esta vez cerró la puerta.

—Bien, ten qué puedo servirles? —preguntó nada más sentarse.

—Más información —contesté yo.

—Por supuesto. Pero debo confesarle, doctora Scarpetta —añadió Masterson como si Marino no estuviera presente en la estancia—, que no veo qué otra cosa podría decirle sobre Al Hunt para ayudarle en sus casos. Ya examinó usted su historial y yo le he dicho todo lo que recuerdo...

—Sí, bueno —le interrumpió Marino—, nosotros hemos venido para refrescarle un poco más la memoria. —Sacó la cajetilla de cigarrillos.— Y no es Al Hunt quien nos interesa.

—No lo entiendo.

—Nos interesa más bien su compañero —explicó Marino.

¿Qué compañero? —preguntó Masterson, mirándole fríamente.

—¿El nombre de Frankie le suena de algo?

El doctor Masterson empezó a limpiarse las gafas y yo pensé que ésa debía de ser una de sus estratagemas preferidas para ganar tiempo.

—Cuando Al estuvo ingresado aquí había un paciente, un muchacho llamado Frankie —añadió Marino.

—Me temo que no lo recuerdo.

—Pues haga memoria, doctor, y díganos quién es Frankie.

—En el Valhalla tenemos en todo momento trescientos pacientes ingresados, teniente —contestó el psiquiatra—. No me es posible recordar a todos los que pasan por aquí y tanto menos a aquellos cuya estancia es de corta duración.

—¿O sea que este tal Frankie no estuvo aquí mucho tiempo? —preguntó Marino.

El doctor Masterson alargó la mano hacia la pipa. Había cometido un fallo y la cólera se reflejaba en sus ojos.

—Yo no he dicho nada de todo eso, teniente —empezó a llenar la pipa muy despacio con picadura de tabaco—. Pero, si fuera usted tan amable de facilitarme algunos datos sobre este paciente, el joven a quien usted llama Frankie, tal vez se me ocurriría algo. ¿Puede usted decirme algo más sobre él, aparte el hecho de que era un «muchacho»?

—Al parecer —intervine yo—, Al Hunt tenía un amigo cuando estaba aquí, alguien a quien él llamaba Frankie. Al me lo comentó cuando habló conmigo. Creemos que este joven pudo estar inicialmente confinado en el «cuarto trasero» y que después quizá fue trasladado a otro piso donde probablemente hizo amistad con Al. Frank nos ha sido descrito como un joven alto, delgado y moreno. Además, era aficionado a hacer calceta, lo cual es bastante atípico entre los varones según me han dicho.

—¿Eso es lo que le dijo Al Hunt? —preguntó el doctor Masterson.

—Frank era también un maniático de la limpieza —añadí, esquivando la pregunta.

—Lamento decirle que el personal no me suele comentar el hecho de que a un paciente le guste hacer calceta —dijo el doctor Masterson, volviendo a encender la pipa.

—Cabe la posibilidad de que tuviera una cierta tendencia a tartamudear cuando se ponía nervioso —añadí, reprimiendo mi impaciencia.

—Mmm. Tal vez fuera alguien con disfonía espástica en su diagnóstico diferencial. Podríamos empezar por aquí...

—Podríamos empezar por dejarnos de mierdas —dijo bruscamente Marino.

—La verdad, teniente —el doctor Masterson le dirigió una mirada de superioridad—, su hostilidad está totalmente injustificada.

—Ya, ya, ahora mismo no hay ningún mandamiento judicial, pero yo podría cambiar de idea en un santiamén, enviarle un mandamiento y encerrarle en chirona por complicidad en un asesinato. ¿Qué le parece? —dijo Marino, mirándole enfurecido.

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