—¿El qué?
El Dador suspiró.
—¿Cómo explicar esto? Hubo una época, allá en el tiempo de los recuerdos, en que todo tenía forma y tamaño, como siguen teniendo las cosas, pero tenía además una cualidad llamada color.
—Había muchos colores y uno de ellos se llamaba rojo. Ese es el que tú estás empezando a ver. Tu amiga Fiona tiene el pelo rojo, cosa muy notable; ya me había fijado yo antes. Al mencionar tú el pelo de Fiona, fue lo que me dio la pista de que probablemente estabas empezando a ver el color rojo.
—¿Y las caras de la gente? ¿Las que vi en la Ceremonia?
El Dador sacudió la cabeza.
—No, la carne no es roja. Pero tiene tonos rojos. Hubo incluso una época, esto lo verás en los recuerdos más adelante, en que la piel era de muchos colores diferentes. Eso fue antes de que entrásemos en la Igualdad. Ahora la piel es toda igual, y lo que tú viste fueron los tonos rojos. Seguramente cuando viste que las caras tomaban color no fue tan fuerte o vibrante como la manzana o el pelo de tu amiga.
De pronto el Dador se rió para sí.
—Jamás hemos llegado a conseguir totalmente la Igualdad. Me imagino que los científicos de la genética deben de estar todavía devanándose los sesos para eliminar los fallos. Un pelo como el de Fiona les debe de poner fuera de sí.
Jonás escuchaba, tratando por todos los medios de entender.
—¿Y el trineo? —dijo—. Tenía esa misma cosa: el color rojo. Pero no cambió, Dador. Simplemente era.
—Sí, porque es un recuerdo de la época en que el color.
—Era tan... ¡Ah, qué lástima que el lenguaje no sea más preciso! ¡El rojo era tan bonito!
El Dador asintió.
—Lo es.
—¿Usted lo ve todo el tiempo?
—Los veo todos. Todos los colores.
—¿Y yo los veré?
—Naturalmente, cuando recibas los recuerdos. Tú tienes la capacidad de Ver Más. Adquirirás sabiduría, entonces, junto con los colores. Y mucho más.
A Jonás no le interesaba en aquel momento la sabiduría. Eran los colores lo que le fascinaba.
—¿Por qué no los ve todo el mundo? ¿Por qué desaparecieron los colores?
El Dador se encogió de hombros.
—Nuestra gente tomó aquella decisión, la decisión de pasar a la Igualdad. Antes de mi época, antes de la época anterior, hace muchísimo, muchísimo tiempo. Renunciamos al color cuando renunciamos al calor del sol y suprimimos las diferencias —reflexionó un momento—. Entonces conseguimos controlar muchas cosas. Pero hubo que renunciar a otras.
—¡Pues mal hecho! —dijo Jonás con fiereza.
Al Dador le sobresaltó la rotundidad de aquella reacción de Jonás.
Enseguida sonrió con gesto irónico.
—Muy deprisa has llegado a esa conclusión —dijo—. Yo tardé muchos años. A lo mejor tu sabiduría viene mucho más deprisa que la mía.
Echó una ojeada al reloj de la pared.
—Ahora échate. Tenemos mucho que hacer.
—Dador —preguntó Jonás mientras volvía a colocarse en la cama—, ¿cómo le pasó a usted cuando se estaba haciendo Receptor? Ha dicho que el Ver Más le sucedió, pero no de la misma manera.
Las manos regresaron a su espalda.
—Otro día —dijo el Dador con dulzura—. Otro día te lo cuento. Ahora tenemos que trabajar. Y se me ha ocurrido un modo de ayudarte con el concepto de color. Ahora cierra los ojos y no te muevas. Te voy a pasar un recuerdo de un arco iris.
Pasaron días y semanas. Jonás aprendió, a través de los recuerdos, los nombres de los colores; y entonces empezó a verlos todos en su vida corriente (aunque sabía que ya no era corriente, ni lo volvería a ser nunca). Pero no duraban. Había, por ejemplo, un atisbo de verde en el césped plantado alrededor de la Plaza Central o en un matorral a la orilla del río. El naranja intenso de las calabazas que venían en camiones de los campos agrícolas que había más allá de la Comunidad: se veía durante un segundo, el destello de color brillante, pero luego se apagaba y las calabazas volvían a tomar su aspecto plano, sin matices.
El Dador le dijo que tendría que transcurrir mucho tiempo antes de que viera los colores permanentes.
—¡Pero yo los quiero! —dijo Jonás, enfadado—. ¡No es justo que nada tenga color!
—¿Cómo que no es justo? —el Dador miró a Jonás con curiosidad—.
Explícate.
—Pues...
Jonás tuvo que pararse a pensarlo bien.
—¡Si todo es igual, no se puede elegir! ¡Yo quiero despertarme por la mañana y decidir cosas! ¿Una túnica azul o roja?
Y se miró, miró al tejido incoloro de su ropa.
—Pero todo es igual siempre.
Entonces se rió un poco.
—Ya sé que no es importante lo que uno lleve puesto. No importa.
Pero...
—Elegir es lo importante, ¿no? —preguntó el Dador.
Jonás asintió.
—Mi hermanito... —empezó a decir, pero rectificó—. No, eso es inexacto. No es hermano mío, en realidad. Pero este Nacido que mi familia cuida..., que se llama Gabriel...
—Sí, ya sé lo de Gabriel.
—Bueno, pues está justo en una edad en la que aprende muchísimo. Agarra los juguetes cuando se los ponemos delante; mi padre dice que está aprendiendo el control de los músculos menores. Y es verdaderamente simpático.
El Dador asintió.
—Pero ahora que yo veo los colores, por lo menos a veces, estaba pensando: ¿y qué pasaría si le pudiéramos poner cosas que fueran muy rojas o muy amarillas y él pudiera escoger? En vez de la Igualdad.
—Que podría escoger mal.
—¡Ah! —Jonás se quedó callado unos instantes—. Ya, ya veo lo que quiere decir. Para un juguete de Nacido no importa' ría. Pero después sí importa, ¿no es eso? No nos atrevemos a dejar que la gente escoja.
—¿No sería prudente? —sugirió el Dador.
—Desde luego, no sería nada prudente —dijo Jonás con convicción—.
¿Y si se les dejara escoger a su cónyuge y escogieran mal? ¿O si —continuó, casi riéndose de semejante absurdo— escogieran su trabajo?
—Asusta, ¿verdad? —dijo el Dador.
Jonás rió entre dientes.
—Asusta mucho. No me lo puedo ni imaginar. Es verdad que hay que proteger a la gente de la posibilidad de escoger mal.
—Es más seguro.
—Sí —reconoció Jonás—. Mucho más seguro.
Pero cuando la conversación pasó a otras cosas Jonás se quedó, aún, con un sentimiento de frustración que no entendía.
Ahora se sorprendía a menudo enfadado: irracionalmente enfadado con sus compañeros de grupo, porque estaban satisfechos con unas vidas que no tenían nada de la vibración que la suya estaba adquiriendo. Y enfadado consigo mismo, por no poder cambiar esa situación.
Lo intentó. Sin pedirle permiso al Dador, porque temía —o sabíaque no se lo daría, intentó dar su nueva conciencia a sus amigos.
—Asher —dijo una mañana—, mira esas flores con mucha atención.
Estaban junto a un macizo de geranios plantado cerca del Registro Público. Puso sus manos sobre los hombros de Asher y se concentró en el rojo de los pétalos, tratando de retenerlo todo el tiempo que pudo, y a la vez tratando de transmitir la conciencia del rojo a su amigo.
—¿Qué ocurre? —preguntó Asher, intranquilo—. ¿Pasa algo malo?
Y se apartó de las manos de Jonás. Era sumamente grosero que un ciudadano tocase a otro fuera de las Unidades Familiares.
—No, nada. Se me ocurrió que se estaban marchitando y deberíamos comunicar al Equipo de Jardinería que necesitan más riego.
Y Jonás dio un suspiro y se alejó.
Una tarde volvió de la formación a su casa abrumado por su nuevo conocimiento. El Dador había escogido aquel día un recuerdo sorprendente y turbador. Bajo el tacto de sus manos, Jonás se había encontrado de pronto en un lugar que le resultaba completamente extraño: caluroso y barrido por el viento, bajo un vasto cielo azul. Había matas de hierba rala, algún que otro arbusto y alguna peña, y cerca se veía una zona de vegetación más espesa: árboles anchos y bajos que se recortaban sobre el cielo. Oyó ruidos: disparos secos de armas —percibió la palabra rifles— y luego gritos, y un estrépito inmenso y brusco de algo que caía, arrancando ramas de los árboles.
Oyó voces que se llamaban unas a otras. Atisbando desde el lugar donde estaba escondido detrás de unos arbustos, se acordó de lo que le había dicho el Dador, que en otro tiempo la piel tenía distintos colores. Dos de aquellos hombres tenían la piel marrón oscura; los otros eran claros. Acercándose más, vio que cortaban a hachazos los colmillos de un elefante inmóvil en el suelo y se los llevaban a cuestas, salpicados de sangre. Y se sintió agobiado por una nueva percepción del color que conocía como rojo.
Después los hombres se fueron hacia el horizonte a toda velocidad, en un vehículo que escupía piedrecitas con el girar de sus ruedas. Una piedra le dio en la cabeza y le dolió. Pero el recuerdo continuó, aunque Jonás estaba ya deseando que acabara.
Entonces vio que otro elefante salía del lugar donde había permanecido oculto entre los árboles. Muy despacio caminó hasta el cuerpo mutilado y lo miró. Con su trompa sinuosa acarició el enorme cadáver; después la levantó, arrancó de cuajo unas ramas frondosas y las tendió por encima de la mole de carne desgarrada.
Por último ladeó su cabeza poderosa, elevó la trompa y bramó al paisaje vacío. Jonás no había oído nunca nada semejante. Era un sonido de rabia y de dolor y parecía que no iba a acabar nunca.
Aún lo seguía oyendo cuando abrió los ojos, angustiado, tendido sobre la cama donde recibía los recuerdos. Y seguía bramando en su conciencia mientras pedaleó lentamente de vuelta a casa.
—Lily —preguntó esa noche cuando su hermana tomó de la estantería su objeto sedante, el elefante de peluche—, ¿tú sabías que en otra época hubo elefantes de verdad, vivos?
Ella bajó la vista al desflecado objeto sedante y sonrió de oreja a oreja.
—Sí, sí —dijo escépticamente—. Claro, Jonás.
Jonás fue a sentarse con ellos mientras su padre le desataba a Lily las cintas del pelo y la peinaba. Puso una mano en un hombro de cada uno. Con todo su ser intentó pasarles un fragmento del recuerdo: no del grito torturado del elefante, sino del ser del elefante, de aquel ser imponente, inmenso y de la delicadeza con que había atendido a su amigo al final.
Pero su padre siguió peinando la larga cabellera de Lily y Lily, impaciente, se revolvió al fin bajo la presión de su hermano.
—Jonás —dijo—, me estás haciendo daño con la mano.
—Pido disculpas por hacerte daño, Lily —farfulló Jonás, y la retiró.
—Te disculpo —respondió Lily, indiferente, acariciando el elefante sin vida.
—Dador —preguntó una vez Jonás mientras se preparaban para el trabajo del día—, ¿usted no tiene cónyuge? ¿No se le permite solicitarlo?
Aunque estaba eximido de las Normas de Cortesía, se daba cuenta de que la pregunta era grosera. Pero el Dador había alentado todas sus preguntas, sin que aparentemente le molestaran u ofendieran ni siquiera las más personales.
El Dador rió por lo bajo.
—No, no hay ninguna Norma que lo prohiba. Y sí he tenido cónyuge. Se te olvida que soy muy viejo, Jonás. Mi excónyuge vive ahora con los Adultos Sin Hijos.
—Ah, claro.
Sí que se le había olvidado a Jonás la evidente vejez del Dador.
Cuando los adultos de la Comunidad envejecían, su vida cambiaba. Ya no eran necesarios para crear Unidades Familiares. También los padres de Jonás, cuando él y Lily fueran mayores, se irían a vivir con los Adultos Sin Hijos.
—Tú podrás pedir cónyuge, Jonás, si quieres. Te advierto, sin embargo, que será difícil. La organización de tu casa tendrá que ser diferente de la de la mayoría de las Unidades Familiares, porque a los ciudadanos les están prohibidos los libros. Tú y yo somos los únicos que tenemos acceso a los libros.
Jonás paseó la vista por el pasmoso despliegue de volúmenes.
Ahora, de vez en cuando, veía sus colores. Como las horas que pasaban juntos él y el Dador se les iban en hablar y en la transmisión de recuerdos, Jonás no había abierto todavía ninguno de los libros.
Pero leía los títulos aquí y allá y sabía que contenían todo el conocimiento de siglos y que un día le pertenecerían.
—De modo que si tengo cónyuge, y quizá hijos, ¿tendré que ocultarles los libros?
El Dador asintió.
—Exactamente, a mí no se me permitió compartir los libros con mi cónyuge. Y hay otras dificultades además. ¿Recuerdas la Norma que dice que el nuevo Receptor no puede hablar de su formación?
Jonás asintió. Claro que la recordaba. Había resultado ser, con mucho, la más fastidiosa de las Normas que tenía que obedecer.
—Cuando pases a ser el Receptor oficial, cuando acabemos con esto, se te dará un conjunto de Normas totalmente nuevo. Esas son las Normas que yo obedezco. Y no te sorprenderá que a mí me esté prohibido hablar de mi trabajo con nadie que no sea el nuevo Receptor.
Que eres tú, por supuesto. De modo que habrá toda una parte de tu vida que no podrás compartir con una familia. Es duro, Jonás. Para mí era duro.
—¿Tú entiendes, verdad, que esto es mi vida? ¿Los recuerdos?
Jonás volvió a asentir, pero se extrañó. ¿No consistía la vida en las cosas que uno hacía cada día? Realmente, no había nada más.
—Yo le he visto a usted dar paseos —dijo.
El Dador suspiró.
—Doy paseos. Y como a las horas de comer. Y cuando me llama el Comité de Ancianos, comparezco ante ellos para darles consejo y orientación.
—¿Los aconseja usted muy a menudo?
A Jonás le asustaba un poco pensar que un día tendría que ser él quien diera consejo al Órgano de Gobierno.
Pero el Dador dijo que no.
—Rara vez. Sólo cuando se encuentran con algo que no han experimentado anteriormente. Entonces me llaman para que utilice los recuerdos y les aconseje. Pero pasa muy raramente. A veces me gustaría que solicitaran mi sabiduría con más frecuencia: son tantas las cosas que les podría contar, tantas las cosas que me gustaría que cambiaran. Pero no quieren cambios. La vida aquí es tan ordenada, tan previsible; tan indolora. Es lo que han elegido.
—Pues entonces, no sé para qué necesitan siquiera un Receptor, si no le llaman nunca —comentó Jonás.
—A mí me necesitan. Y a ti —dijo el Dador, pero no explicó—. Eso se les recordó hace diez años.
—¿Qué pasó hace diez años? —preguntó Jonás—. Ah, ya sé. Quiso usted formar a un sucesor y salió mal. ¿Por qué? ¿Por qué se lo recordó eso?