Su voz arrastró la consabida frase.
—Jonás —dijo el Dador pasado un instante—, es verdad que parece que viene siendo así desde siempre. Pero los recuerdos nos dicen que no ha sido siempre así. Hubo un tiempo en que las personas sentían.
Tú y yo hemos sido partícipes de eso, y lo sabemos. Sabemos que en otro tiempo las personas sentían cosas como orgullo y pena y...
—Y amor —añadió Jonás, acordándose de la escena familiar que tanto le había afectado—. Y dolor. —pensó otra vez en el soldado.
—Lo peor de conservar los recuerdos no es el dolor. Es la soledad que entraña. Los recuerdos hay que compartirlos.
—Yo he empezado a compartirlos con usted —dijo Jonás, tratando de animarle.
—Eso es verdad. Y el tenerte aquí conmigo durante este año me ha hecho comprender que las cosas tienen que cambiar. Hace muchos años que pienso que deberían, pero no veía ningún resquicio.
—Ahora por primera vez pienso que podría haber una manera —dijo despacio el Dador—. Y eres tú el que me la ha sugerido, hace escasamente... —miró el reloj— un par de horas.
Jonás le miraba atentamente, escuchando.
Ya era noche avanzada. Llevaban muchas horas hablando. Jonás, sentado, estaba envuelto en una túnica larga que era del Dador, la túnica larga que sólo llevaban los Ancianos.
Era posible lo que habían planeado. Era mínimamente posible. Si fallaba, lo más seguro sería que le costase la vida a Jonás.
Pero, ¿qué importaba eso? Si se quedaba, su vida ya no valdría la pena vivirla.
—Sí —dijo al Dador—. Lo haré. Creo que puedo hacerlo. Lo intentaré por lo menos. Pero quiero que usted venga conmigo.
El Dador negó con la cabeza.
—Jonás —dijo—, la Comunidad viene dependiendo, a lo largo de todas estas generaciones, desde hace muchísimo, muchísimo tiempo, de un Receptor residente que conserve los recuerdos por ella. Yo te he cedido muchos en el pasado año. Y no los puedo recuperar. No tengo manera de recuperarlos una vez que los he dado.
—De modo que si tú escapas, una vez que te hayas ido... y ya sabes, Jonás, que no podrías volver nunca...
Jonás asintió solemnemente. Era la parte aterradora.
—Sí —dijo—, lo sé. Pero si usted viene conmigo...
El Dador meneó la cabeza y le hizo callar con un gesto. Luego continuó:
—Si tú escapas, si sales de aquí, si llegas a Afuera, eso significará que la Comunidad tendrá que soportar la carga de los recuerdos que tú conservabas por ella.
—Yo creo que pueden y que adquirirán algo de sabiduría. Pero será durísimo para ellos. Cuando hace diez años perdimos a Rosemary y sus recuerdos volvieron a la población, les entró pánico. Y los de entonces eran muy pocos, comparados con los tuyos. Cuando tus recuerdos vuelvan, la Comunidad necesitará ayuda. ¿Te acuerdas de cómo te ayudaba yo al principio, cuando la recepción de memoria era algo nuevo para ti?
Jonás asintió.
—Al principio asustaba. Y hacía mucho daño.
—Entonces tú me necesitaste. Y ahora me necesitarán ellos.
—Da igual. Encontrarán a alguien que llene mi puesto. Escogerán otro nuevo Receptor.
—No hay nadie preparado para la formación, ahora mismo. Sí, acelerarán la selección, por supuesto. Pero yo no sé de ningún niño que tenga las condiciones adecuadas...
—Hay una chica con los ojos claros. Pero es una Seis.
—Exacto. Ya sé a quién te refieres. Se llama Katharine. Pero es demasiado joven. Así que se verán obligados a soportar esos recuerdos.
—Yo quiero que usted venga, Dador —suplicó Jonás.
—No. Tengo que quedarme aquí —dijo rotundo el Dador—. Quiero quedarme, Jonás. Si voy contigo y entre los dos nos llevamos toda su protección frente a los recuerdos, Jonás, la Comunidad no tendrá a nadie que la ayude. Caerán en el caos. Se destruirán a sí mismos. No me puedo ir.
—Dador —insinuó Jonás—, usted y yo no tenemos por qué pensar en los demás.
El Dador le miró con una sonrisa interrogante. Jonás agachó la cabeza. Claro que había que pensar. Ahí estaba el sentido de todo.
—Y en cualquier caso, Jonás —suspiró el Dador—, yo no podría. Estoy ahora muy debilitado. ¿Sabes que ya no veo los colores?
A Jonás se le partió el corazón. Extendió un brazo para tomarle de la mano.
—Tú tienes los colores —le dijo el Dador—. Y tienes el valor. Yo te ayudaré a tener la fuerza.
—Hace un año —le recordó Jonás—, cuando acababa de llegar a Doce, cuando empecé a ver el primer color, me dijo que su comienzo había sido distinto. Pero que yo no lo entendería.
Al Dador se le alegró la cara.
—Es verdad. ¿Y sabes, Jonás, que con todo el conocimiento que tienes ahora, con todos tus recuerdos, con todo lo que has aprendido...
seguirías sin entender? Porque he sido un poco egoísta. De eso no te he pasado nada. Quería conservarlo para mí hasta el final.
—¿Conservar qué?
—Cuando yo era niño, más joven que tú, empezó a llegarme. Pero para mí no era Ver Más. Era diferente. Para mí era Oír Más.
Jonás frunció el ceño, intentando descifrarlo.
—¿Qué era lo que oía? —preguntó.
—Música —dijo el Dador sonriendo—. Empecé a oír una cosa verdaderamente notable, que se llama música. Te pasaré algo antes de irme.
Jonás negó con la cabeza tajantemente.
—No, Dador —dijo—. Quiero que eso lo guarde, para tenerlo con usted cuando yo me haya ido.
* * *
Por la mañana Jonás volvió a casa, saludó alegremente a sus padres y mintió con soltura sobre la noche tan atareada y agradable que había pasado.
Su padre sonrió y mintió con soltura también sobre el día tan atareado y agradable que había tenido la víspera.
A lo largo de toda la jornada escolar, en las clases, Jonás repasó el plan mentalmente. Parecía de lo más simple. Jonás y el Dador le habían dado vueltas y vueltas, hasta altas horas de la noche.
Durante las dos semanas siguientes, mientras se acercaba la fecha de la Ceremonia de Diciembre, el Dador le pasaría a Jonás todos los recuerdos de valor y fuerza que pudiera; le harían falta para ayudarle a encontrar aquel Afuera de cuya existencia estaban convencidos los dos.
Sabían que sería un viaje muy difícil.
Después, en mitad de la noche anterior a la Ceremonia, Jonás se iría en secreto de su casa. Ésta era probablemente la parte más peligrosa, porque era transgresión grave de las Normas que un ciudadano saliera de casa por la noche, si no era en misión oficial.
—Me iré a media noche —dijo Jonás—. Los Recogedores de Alimentos habrán acabado de recoger los restos de las cenas a esa hora y los Equipos de Mantenimiento Viario no empiezan a trabajar tan pronto. Así que no habrá nadie que me vea; como no sea, claro está, alguien que vaya en misión urgente.
—No sé qué deberías hacer si te ven, Jonás —había dicho el Dador—.
Tengo recuerdos, por supuesto, de toda clase de fugas. La gente ha huido de cosas terribles a lo largo de la historia. Pero cada situación es única. No hay recuerdo de ninguna como ésta.
—Tendré cuidado —dijo Jonás—. No me verá nadie.
—Como Receptor en formación, se te tiene ya mucho respeto. Así que no creo que te interrogasen muy a fondo.
—Diría simplemente que iba a hacer un recado importante para el Receptor. Le echaría a usted toda la culpa de estar fuera a deshora —bromeó Jonás.
Los dos se rieron con un poco de nerviosismo. Pero Jonás estaba seguro de poder salir de su casa sin ser visto, con ropa de más. En silencio llevaría la bici hasta la orilla del río y la dejaría allí, escondida en los arbustos, con la ropa doblada al lado.
Luego iría a pie a través de la oscuridad, sin hacer ruido, hasta el Anexo.
—Por las noches no hay Recepcionista —explicó el Dador—. Dejaré la puerta sin cerrar. Tú simplemente te cuelas en la habitación. Te estaré esperando.
Sus padres descubrirían su ausencia cuando se despertaran.
Encontrarían también un alegre mensaje de Jonás encima de su cama, diciéndoles que se iba a dar un paseo temprano con la bici por la orilla del río, que volvería para la Ceremonia.
Sus padres se irritarían, pero no se alarmarían. Les parecería una falta de consideración por su parte y pensarían reñirle más tarde.
Le esperarían, cada vez de peor talante; por fin no tendrían más remedio que irse, llevando a Lily a la Ceremonia sin él.
—Pero no dirán nada a nadie —dijo Jonás, muy seguro—. No llamarán la atención hacia mi descortesía porque eso les dejaría en mal lugar como educadores. Y en cualquier caso, todo el mundo está tan pendiente de la Ceremonia que seguramente ni se fijarán en mi falta.
Ahora que ya soy Doce y en formación, ya no tengo que sentarme con mi grupo de edad. Así que Asher pensará que estoy con mis padres o con usted...
—Y tus padres supondrán que estás con Asher, o conmigo...
Jonás se encogió de hombros.
—Todo el mundo tardará un rato en caer en la cuenta de que no estoy.
—Y para entonces tú y yo estaremos ya muy lejos.
A primera hora de la mañana, el Dador pediría por el altavoz un vehículo con conductor. Visitaba a menudo las otras comunidades para reunirse con sus Ancianos; sus responsabilidades se extendían a todas las zonas circundantes. De modo que con eso no haría nada insólito.
Por regla general, el Dador no asistía a la Ceremonia de Diciembre.
El año anterior había estado presente por tratarse de la selección de Jonás, que le tocaba tan de cerca. Pero lo normal era que su vida transcurriera aparte de la de la Comunidad. Nadie comentaría su ausencia, ni el hecho de que hubiera escogido aquel día para viajar.
Cuando llegaran conductor y vehículo, el Dador mandaría al conductor a hacer algún pequeño recado, y durante su ausencia ayudaría a Jonás a esconderse en la caja del vehículo. Llevaría consigo un paquete de alimentos que el Dador iría sacando de sus comidas durante esas dos semanas.
Empezaría la Ceremonia, con toda la Comunidad presente, y para entonces Jonás y el Dador estarían ya en camino.
A mediodía se notaría la ausencia de Jonás y sería motivo de grave preocupación. No se suspendería la Ceremonia: eso era impensable. Pero se enviaría gente a buscarle.
Para cuando encontraran su bici y su ropa, el Dador estaría ya en el camino de vuelta. Jonás estaría ya solo, haciendo su viaje Afuera.
El Dador, a su regreso, encontraría la Comunidad en un estado de confusión y pánico. Enfrentados a una situación en la que no se habían visto nunca y sin recuerdos en los que hallar consuelo o sabiduría, no sabrían qué hacer y le pedirían consejo.
Él iría al Auditorio, donde la gente estaría aún reunida. Subiría al escenario y reclamaría su atención.
Les haría el anuncio solemne de que Jonás se había perdido en el río. Iniciaría inmediatamente la Ceremonia de la Pérdida.
—Jonás, Jonás —dirían todos en voz alta, como en aquella otra ocasión habían dicho el nombre de Caleb.
El Dador dirigiría la cantinela. Entre todos harían que la presencia de Jonás en sus vidas se desvaneciera según iban diciendo su nombre al unísono, más despacio, cada vez más bajito, hasta que Jonás desapareciera de ellos, hasta que no fuera más que un murmullo ocasional, y después, al final del largo día, algo ido para siempre, que no había que volver a mencionar.
Su atención pasaría a la tarea abrumadora de soportar ellos los recuerdos. El Dador les ayudaría.
—Sí, comprendo que le necesitarán —había dicho Jonás al término de la prolongada discusión del plan—. Pero yo también le necesitaré. Por favor, venga conmigo.
Era la última súplica y al hacerla sabía ya cuál iba a ser la respuesta.
—Mi trabajo habrá acabado —había respondido suavemente el Dador— cuando haya ayudado a la Comunidad a cambiar y renacer.
—Te estoy agradecido, Jonás, porque sin ti jamás se me habría ocurrido la manera de conseguir el cambio. Pero ahora tu papel es escapar. Y mi papel es quedarme.
—¿Pero no quiere usted estar conmigo, Dador? —preguntó Jonás tristemente.
El Dador le abrazó.
—Yo te amo, Jonás —dijo—. Pero tengo otro sitio adonde ir. Cuando mi trabajo aquí esté acabado, quiero estar con mi hija.
Jonás, que miraba sombríamente al suelo, al oír eso alzó los ojos, sorprendido.
—¡No sabía que tuviera usted una hija, Dador! Me contó que había tenido cónyuge. Pero de su hija es la primera noticia que tengo.
El Dador sonrió y asintió. Por primera vez en los largos meses que habían pasado juntos, Jonás le vio con una expresión de verdadera felicidad.
—Se llamaba Rosemary —dijo el Dador.
Lo conseguirían. Podían conseguirlo, se dijo Jonás una vez y otra vez a lo largo del día.
Pero aquella tarde todo cambió. Todo, todas las cosas que tenían planeadas tan meticulosamente, todo se vino abajo.
Esa noche Jonás tuvo que huir. Salió de casa poco después de que oscureciera y la Comunidad quedara en silencio. Era peligrosísimo porque aún circulaban algunos de los equipos de trabajo, pero Jonás se movía furtivamente y sin hacer ruido, siempre por las sombras; así dejó atrás las casas sin luz y la Plaza Central vacía, y se dirigió al río.
Pasada la Plaza vio la Casa de los Viejos, con el Anexo detrás, silueteado sobre el cielo nocturno. Pero no podía detenerse allí. No había tiempo. Ahora cada minuto contaba y cada minuto debía alejarle más de la Comunidad.
Estaba ya en el puente, encorvado sobre la bici, pedaleando sin pausa. Allá abajo veía el agua oscura y revuelta.
Sorprendentemente, no sentía ningún miedo, ni pena por abandonar la Comunidad. Pero sí sentía una tristeza muy honda por dejarse atrás a su mejor amigo. Sabía que en su peligrosa fuga tenía que guardar absoluto silencio; pero con su corazón y con su mente se volvió y acarició la esperanza de que el Dador, con aquella su capacidad para oír más, supiera que Jonás le había dicho adiós.
Había ocurrido durante la cena. La Unidad Familiar estaba comiendo como siempre: Lily parloteando, Mamá y Papá haciendo sus acostumbrados comentarios (y mentiras, sabía Jonás) acerca del día. A poca distancia, Gabriel jugaba feliz en el suelo, farfullando con su media lengua y de vez en cuando mirando con embeleso a Jonás, evidentemente contentísimo de volverle a ver después de la inesperada noche fuera de casa.
Papá echó una ojeada hacia el pequeño.
—Disfruta, chiquitín —dijo—. Ésta es tu última noche de visitante.