El Demonio y la señorita Prym (13 page)

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Authors: Paulo Coelho

Tags: #Novela

BOOK: El Demonio y la señorita Prym
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Para su sorpresa, aquel día la iglesia estaba tan abarrotada que permitió que algunas personas se situaran alrededor del altar, de lo contrario, no habrían cabido todos. En vez de encender las estufas eléctricas que pendían del techo, se vio obligado a pedir que abrieran los dos ventanucos laterales, porque todos estaban sudando; el sacerdote se preguntaba si el sudor se debía al calor o a la tensión que reinaba en el ambiente.

Todo el pueblo estaba allí, excepto la señorita Prym —tal vez avergonzada por lo que había dicho el día anterior — y la vieja Berta, de quien todos sospechaban que se trataba de una bruja alérgica a la religión.

—En el nombre del Padre, del Hijo y del Espíritu Santo.

Se oyó el eco de un "amén" muy fuerte. El sacerdote empezó la liturgia, cantó el introito, pidió a la beata de costumbre que hiciera la lectura, entonó solemnemente el salmo responsorial y recitó el evangelio con voz pausada y severa.

Acto seguido pidió a los que estaban en los bancos que se sentaran, los demás permanecieron de pie.

Había llegado la hora del sermón.

—En el evangelio de Lucas hay un pasaje en que un hombre importante se aproxima a Jesús y le pregunta: «Buen Maestro, ¿qué debo hacer para heredar la vida eterna? —Y, para nuestra sorpresa, Jesús responde: "¿Por qué dices que soy bueno?

Nadie es bueno, sólo Dios es bueno."»

»Durante muchos años leí a menudo este pequeño fragmento, intentando comprender lo que dijo Nuestro Señor: ¿que Él no es bueno? ¿Que el cristianismo, con su concepto de caridad, se basa en las enseñanzas de alguien que se consideraba malo? Hasta que, finalmente, lo comprendí: Jesucristo, en ese momento, se refiere a su naturaleza humana; como hombre, es malo. Como Dios, es bueno.

El sacerdote hizo una pausa, esperando que sus feligreses captaran el mensaje. Se estaba engañando a sí mismo: seguía sin comprender lo que había dicho Jesucristo, ya que, si en su naturaleza humana era malo, sus palabras y gestos también deberían de serlo. Pero eso era una disquisición teológica que no interesaba en ese momento; lo importante era que su explicación fuera convincente.

—Hoy no me extenderé mucho. Quiero que comprendan que todo ser humano debe aceptar que tiene una naturaleza inferior y perversa, y que si no hemos sido condenados al castigo eterno por ella, es porque Jesucristo se sacrificó para salvar a la humanidad. Repito: el sacrificio del hijo de Dios nos salvó. El sacrificio de una sola persona.

»Quiero terminar este sermón recordando el principio de uno de los libros sagrados que componen la Biblia: el Libro de Job. Dios está en su trono celestial y el Demonio va a conversar con Él. Dios le pregunta dónde ha estado.

» —Vengo de hacer un largo viaje por el mundo —responde el Demonio.

» —Entonces, debes de haber visto a mi siervo Job. ¿Has visto cómo me adora y cumple con todos los sacrificios?

»El Demonio se ríe y argumenta:

» —Al fin y al cabo, Job tiene de todo, ¿por qué no habría de adorar a Dios y hacer sacrificios? Quítale los bienes que le has concedido, y veremos si sigue adorando al Señor —desafía el Demonio.

»Dios acepta la apuesta. Año tras año, castiga al que más Le amaba. Job se encuentra delante de un poder que no comprende, al que consideraba la Suprema Justicia, pero que le va quitando el ganado, matando a los hijos, llenando su cuerpo de llagas. Hasta que, después de muchos sufrimientos,

Job se rebela y blasfema contra el Señor. Sólo en ese momento, Dios le devuelve todo lo que le había quitado.

»Hace años que estamos presenciando la decadencia de este pueblo; y ahora se me ocurre que tal vez esto sea fruto de un castigo divino, precisamente porque siempre aceptamos lo que nos dan sin protestar, como si mereciéramos perder el lugar donde vivimos, los campos donde cultivamos el trigo, las ovejas, las casas que fueron erguidas con los sueños de nuestros ancestros. ¿No habrá llegado el momento de rebelarnos? Si Dios obligó a Job a hacerlo, ¿no nos estará pidiendo lo mismo?

»¿Por qué Dios obligó a Job a rebelarse? Para demostrar que su naturaleza era mala, y que todo lo que le concedía era por su gracia, no por su buen comportamiento. Hemos pecado de orgullo al creernos demasiado buenos, y de ahí viene el castigo que estamos sufriendo.

»Dios aceptó la apuesta del Demonio, y —aparentemente — cometió una injusticia. Acuérdense de esto: Dios aceptó la apuesta del Demonio. Y Job aprendió la lección, porque, al igual que nosotros, pecaba de orgullo al creerse un hombre bueno.

»"Nadie es bueno", dice el Señor. Nadie. ¡Ya basta de fingir una bondad que ofende a Dios!

Aceptemos nuestras faltas, si algún día fuera preciso aceptar la apuesta del Demonio, recordemos que Nuestro Señor, que está en los cielos, lo hizo para salvar el alma de su siervo Job.

El sermón había terminado. El sacerdote pidió que se levantaran, y siguió con el oficio religioso. No tenía ninguna duda de que todos habían comprendido el mensaje.

—¡Vámonos! Cada uno por su lado, yo con mi lingote de oro y tú...

—Con mi lingote de oro —la interrumpió el extranjero.

—Tú sólo tienes que coger tus cosas y desaparecer. Si yo no consigo el oro, tendré que volver a Viscos. Me despedirán, o seré estigmatizada por todo el pueblo. Creerán que mentí. No puedes, simplemente, no puedes hacerme esto. Merezco este pago por mi trabajo.

El extranjero se levantó y cogió algunas de las ramas que ardían en la hoguera.

—El lobo siempre huye del fuego, ¿no? Voy a Viscos. Tú puedes hacer lo que te apetezca, róbame el oro y huye, tanto me da. Tengo cosas más importantes que hacer.

—¡Un momento! ¡No me dejes aquí sola!

—Pues ven conmigo.

Chantal miró la hoguera que tenía ante sí, la roca en forma de Y, el extranjero que se alejaba llevándose consigo una parte del fuego. Podía hacer lo mismo: coger algunas ramas de la hoguera, desenterrar el oro, e ir directamente hacia el fondo del valle; no hacía falta volver a casa para

buscar los ahorrillos que había guardado con tanto cuidado. En cuanto llegara a la ciudad que había al final del valle pediría al banco que valorasen el oro, lo vendería, compraría ropa y maletas, sería libre.

—¡Espérame! —gritó al extranjero, pero el hombre seguía andando en dirección a Viscos, no tardaría nada en perderle de vista.

"Piensa rápido", se decía a sí misma.

No tenía mucho en que pensar. Ella también cogió unas ramas de la hoguera, se acercó a la roca y volvió a desenterrar el oro. Lo cogió, lo limpió con su vestido, y lo contempló por tercera vez.

En ese momento fue presa del pánico. Agarró un puñado de leña de la hoguera, y corrió en dirección al camino que el extranjero ya debía de estar recorriendo, transpirando odio por todos sus poros. Se había topado con dos lobos en un mismo día, al primero le asustaba el fuego, al segundo, ya no le asustaba nada, porque había perdido todo lo que era importante para él, y ahora avanzaba, ciegamente, con la intención de destruir todo lo que se interpusiera en su camino.

Corrió tanto como pudo, pero no lo encontró. Debía de estar en el bosque, con la antorcha apagada, desafiando al lobo maldito; deseando morir con tanta intensidad como deseaba matar.

Llegó al pueblo, fingió que no oía a Berta, que la llamaba, se cruzó con el gentío que salía de la iglesia y le extrañó que prácticamente todo el pueblo hubiera ido a misa. El extranjero quería un crimen y había terminado por llenar la agenda del cura; sería una semana plagada de confesiones y arrepentimientos, ¡como si fuera posible engañar a Dios!

Todos la miraron pero nadie le dirigió la palabra. Ella resistió cada una de las miradas, porque sabía que no era culpable de nada, que no necesitaba confesarse, sólo era el instrumento de un juego maligno que, poco a poco, empezaba a entender, y no le gustaba nada lo que estaba viendo.

Se encerró en su cuarto y miró por la ventana. El gentío ya se había dispersado: de nuevo estaba pasando algo raro; la aldea estaba demasiado desierta para un sábado de sol como aquél. En general, la gente se quedaba charlando en pequeños grupos, en la plaza donde estuvo la horca y ahora había una cruz.

Se quedó un buen rato contemplando la calle vacía, sintiendo en su rostro el sol que no calentaba, porque el invierno estaba empezando. Si la gente estuviera en la plaza, estarían hablando justamente de eso, del tiempo. De la temperatura.

De la amenaza de lluvia o de sequía. Pero hoy todos estaban en sus casas, y Chantal no sabía por

Cuanto más contemplaba la calle, más se sentía igual a todas aquellas personas; precisamente ella, que se juzgaba distinta, atrevida, llena de proyectos que nunca habían pasado por la cabeza de aquellos campesinos.

¡Qué vergüenza! Y, al mismo tiempo, qué alivio; no estaba en Viscos por una injusticia del destino, sino porque se lo merecía, siempre había creído ser diferente, y ahora se daba cuenta de que era igual que ellos. Ya había desenterrado el lingote tres veces, pero había sido incapaz de llevárselo consigo. Cometía el robo de pensamiento, pero no conseguía materializarlo en la realidad.

Aunque supiera que no debía cometerlo de ninguna manera, porque aquello no era una tentación, sino una trampa.

"¿Por qué una trampa?", pensó. Algo le decía que había visto en el lingote la solución al problema que había generado el extranjero. Pero, por más que se esforzaba, no conseguía averiguar cuál era esa solución.

El demonio recién llegado miró al lado de la chica, y vio que la luz de la señorita Prym, que antes amenazaba con crecer, casi había desaparecido; ¡qué lástima que su compañero no estuviera allí para presenciar su victoria!

Lo que él no sabía era que los ángeles también tienen sus estrategias: en ese momento, la luz de la señorita Prym se había ocultado para no despertar la reacción de su enemigo. Todo lo que necesitaba su ángel era que ella durmiera un poco, para poder conversar con su alma sin la interferencia de los miedos y las culpas que a los seres humanos les gusta tanto arrastrar.

Chantal durmió. Y oyó lo que necesitaba oír, y entendió lo que debía entender.

—No hace falta hablar de terrenos ni de cementerios —dijo la mujer del alcalde en cuanto se volvieron a encontrar en la sacristía —.

Hablemos claramente.

Los otros cinco estuvieron de acuerdo.

—El señor cura me ha convencido —dijo el terrateniente —. Dios justifica ciertos actos.

—No seas cínico —replicó el sacerdote —. Cuando hemos mirado por la ventana, lo hemos entendido todo. Por eso ha soplado el viento cálido; el Demonio ha venido a hacernos compañía.

—Sí —el alcalde, que no creía en demonios, le dio la razón —. Todos nosotros ya estábamos convencidos de ello. Mejor será que hablemos claro o perderemos un tiempo precioso.

—Tomo la palabra —dijo la dueña del hotel —.

Estamos pensando en aceptar la propuesta del extranjero, en cometer un crimen.

—Ofrecer un sacrificio —matizó el sacerdote, más acostumbrado a los rituales religiosos.

El silencio que siguió demostró que todos estaban de acuerdo.

—Sólo los cobardes se esconden detrás del silencio. Vamos a rezar en voz alta, para que Dios nos escuche y sepa que lo hacemos por el bien de Viscos. Arrodíllense.

Todos se arrodillaron a disgusto, sabiendo que era inútil pedir perdón a Dios por un pecado que cometían con plena conciencia del mal que iban a causar. Pero se acordaron del día del perdón de Ahab; en breve, cuando llegara ese día, acusarían a Dios de haberles puesto delante una tentación muy difícil de resistir.

El sacerdote les pidió que rezaran todos juntos.

—Señor, Tú que dijiste que nadie es bueno, acéptanos con nuestras imperfecciones, y perdónanos en Tu infinita generosidad y en Tu infinito amor. Así como perdonaste a los cruzados que mataron musulmanes para reconquistar la Tierra

Santa de Jerusalén, así como perdonaste a los Inquisidores que querían preservar la pureza de Tu Iglesia, así como perdonaste a aquellos que Te injuriaron y Te clavaron en una cruz, perdónanos porque nos vemos obligados a ofrecer un sacrificio para salvar al pueblo.

—Pasemos a la parte práctica —dijo la mujer del alcalde, levantándose —. ¿Quién será ofrecido en holocausto? ¿Y quién ejecutará el sacrificio?

—La chica a quien tanto hemos ayudado y apoyado nos ha traído al Demonio —dijo el terrateniente, que no hacía mucho se había acostado precisamente con esa chica y desde entonces le atormentaba la posibilidad de que un día ella contara lo sucedido a su mujer —. El mal se combate con el mal, y ella debe ser castigada.

Otras dos personas estuvieron de acuerdo con él, alegando que, además, la señorita Prym era la única persona de la aldea en quien no podían confiar, ya que se consideraba distinta de los demás y siempre decía que algún día se marcharía. —Su madre murió, su abuela murió. Nadie la echará de menos —afirmó el alcalde, que se convirtió en la tercera persona que aprobó la idea.

Pero su mujer se opuso.

—Vamos a suponer que sabe dónde se encuentra el tesoro; al fin y al cabo, es la única que lo ha visto. Además, podemos confiar en ella por lo que hemos hablado aquí; fue ella quien nos trajo el mal, quien indujo a todo un pueblo a pensar en un crimen. Puede decir lo que le plazca; si el resto del pueblo calla, será la palabra de una joven problemática contra la de todos nosotros, las personas que hemos conseguido ser algo en la vida.

El alcalde se sintió inseguro, como todas las veces en que su mujer daba su opinión.

—¿Por qué quieres salvarla, si te cae mal?

—Ya lo entiendo —dijo el sacerdote —. Para que la culpa recaiga sobre la cabeza de quien provocó la tragedia. Ella cargará con ese fardo durante el resto de sus días y de sus noches; tal vez acabe como judas, que traicionó a Jesucristo y después se suicidó, en un gesto desesperado e inútil, puesto que había sido él quien había creado las condiciones favorables para el crimen.

A la mujer del alcalde le sorprendió el razonamiento del cura; era exactamente lo que ella había pensado. La chica era bonita, tentaba a los hombres, no aceptaba llevar una vida igual a la de los demás habitantes de Viscos, siempre se quejaba por vivir en una aldea en donde, a pesar de sus defectos, había personas trabajadoras y honradas, y en donde a muchas personas les encantaría residir (extranjeros, claro está, que se marcharían poco después de descubrir lo aburrido que es vivir constantemente en paz).

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