El Demonio y la señorita Prym (17 page)

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Authors: Paulo Coelho

Tags: #Novela

BOOK: El Demonio y la señorita Prym
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Pero se alegró por dos cosas: porque finalmente se reuniría con su marido, que en ese momento debía de estar paseando con la abuela de la señorita Prym; y porque el último día de su vida había sido frío pero soleado y claro; no todo el mundo tiene el privilegio de partir con un recuerdo tan bello.

El cura hizo un gesto para indicar a los tres hombres que se mantuvieran a una cierta distancia, y se le acercó solo.

—Buenas tardes —dijo ella —. Contempla esta naturaleza tan maravillosa: en ella se refleja la grandeza de Dios.

"Me matarán, pero les dejaré todo el sentimiento de culpa del mundo."

—Lo dices porque no te imaginas el Paraíso —respondió el cura, pero ella notó que su flecha lo había alcanzado, y que luchaba por conservar la sangre fría.

—No sé si es tan bello, ni siquiera tengo la certeza de que exista; ¿ha estado allí alguna vez, señor cura?

—Aún no. Pero conozco el infierno, y sé que es terrible, a pesar de que parezca muy atrayente visto desde fuera.

La mujer comprendió que se refería a Viscos. —Se equivoca, señor cura. Usted ha estado en el Paraíso, pero no ha sabido reconocerlo. Como sucede con la mayoría de las personas de este mundo, que buscan el sufrimiento en los lugares más alegres, porque creen que no merecen la felicidad.

—Al parecer, todos los años que has pasado aquí te han hecho más sabia.

—Hacía mucho tiempo que nadie venía a charlar conmigo y ahora, curiosamente, todos se han acordado de que existo. Imagínese que ayer por la noche la dueña del hotel y la mujer del alcalde me honraron con su visita, y hoy viene a verme el párroco de la aldea; ¿me habré vuelto una persona importante?

—Mucho —dijo el sacerdote —. La más importante de la aldea.

—¿He heredado algo?

—Diez lingotes de oro. Hombres, mujeres y niños, y las generaciones del futuro te estarán muy agradecidas. Incluso es posible que erijan una estatua en homenaje a tu persona.

—Prefiero una fuente; además de ser decorativa, sacia la sed de los que llegan, y calma a los que están preocupados.

—Construiremos una fuente. Te doy mi palabra.

Berta consideró que ya era hora de acabar con aquella farsa e ir directamente al grano.

—Lo sé todo, señor cura. Usted está condenando a una mujer inocente, que no puede luchar por su vida. Maldito sea usted, esta tierra, y todos sus habitantes.

—Maldito sea — repitió el sacerdote —. Durante más de veinte años intenté bendecir esta tierra, pero nadie escuchó mi llamada. Durante estos mismos veinte años intenté traer el bien al corazón de los hombres, hasta que comprendí que Dios me había elegido para ser su brazo izquierdo, y mostrarles todo el mal de que son capaces. Tal vez así se asustarán y se convertirán.

Berta tenía ganas de llorar pero se contuvo. —Unas palabras muy bonitas, pero sin ningún contenido. Apenas dan una explicación para la crueldad y la injusticia.

—Al contrario que los demás, yo no lo hago por dinero. Sé que el oro está maldito, como esta tierra, y que no aportará felicidad para nadie: lo hago porque Dios me lo ha pedido. Mejor dicho: me lo ha ordenado en respuesta a mis oraciones.

"Es inútil discutir", pensó Berta mientras el sacerdote metía su mano en el bolsillo y sacaba unas pastillas.

—No sentirás nada — dijo —. Entremos en tu casa.

—Ni usted ni ninguna otra persona de esta aldea pisará mi casa mientras esté viva. Quizás —esta noche la puerta estará abierta, pero ahora, no.

El sacerdote hizo un gesto a uno de sus acompañantes, que se acercó a ellos con una botella de plástico.

—Tómate estas pastillas. Dormirás durante las próximas horas. Cuando despiertes, estarás en el cielo, junto a tu marido.

—Siempre he estado junto a mi marido y nunca he tomado pastillas para dormir, a pesar de que tengo insomnio.

—Mejor así: el efecto será inmediato.

El sol ya se había puesto, las sombras caían rápidamente por encima del valle, la iglesia, el pueblo.

—¿Y si me niego a tomarlas?

—Las tomarás de cualquier manera.

La anciana miró a los hombres que acompañaban al sacerdote, y comprendió que le había dicho la verdad. Cogió las pastillas, se las puso en la boca, y bebió toda el agua de la botella. Agua: sin sabor, sin olor, sin color, pero, lo más importante del mundo. Al igual que ella, en aquel momento.

Volvió a mirar las montañas, ya cubiertas de sombras. Vio cómo surgía la primera estrella en el cielo, y recordó que había tenido una buena vida; nació y vivió en un pueblo que amaba, aunque ella no fuera muy popular en el pueblo, pero ¿qué importancia tenía eso? Quien ama esperando una recompensa está perdiendo el tiempo.

Había sido bendecida. No había conocido ningún otro país, pero sabía que allí, en Viscos, sucedían las mismas cosas que en todas partes.

Había perdido a su amado marido, pero Dios le había concedido la alegría de poder conservarlo a su lado, incluso después de muerto. Vio el apogeo de la aldea, presenció el inicio de su decadencia y se iba antes de verla destruida por completo. Había conocido a los hombres con sus defectos y virtudes, y creía que, a pesar de lo que le estaba pasando, y de las luchas que su marido decía presenciar en el mundo invisible, la bondad humana acabaría por vencer al final.

Sintió lástima del sacerdote, el alcalde, la señorita Prym, el extranjero y de cada uno de los habitantes de Viscos: el Mal jamás traería el Bien, por mucho que ellos quisieran creerlo.

Descubrirían la realidad cuando ya fuera demasiado tarde.

Solamente lamentaba una cosa: nunca había visto el mar. Sabía que existía, que era inmenso, furioso y calmado a la vez, pero nunca había podido acercarse al mar, no había sentido el sabor del agua salada en la boca, ni el tacto de la arena debajo de sus pies descalzos, no se había sumergido en el agua fría como quien vuelve al vientre de la Gran Madre (recordó que a los celtas les gustaba esa palabra).

Aparte de eso, poco tenía de qué quejarse. Estaba triste, muy triste por tener que irse de esa manera, pero no quería sentirse cómo una víctima: seguramente Dios la había elegido para aquel papel, que era mucho mejor que el que Él había elegido para el sacerdote.

—Quiero hablarte del Bien y del Mal —oyó decir al cura, al mismo tiempo que sentía una especie de torpeza en las manos y los pies.

—No hace falta. Usted no conoce el Bien. El daño que le hicieron lo envenenó y ahora está desparramando esta peste por nuestra tierra. No es diferente del extranjero que ha venido a destruirnos.

Apenas si oyó sus últimas palabras. Miró la estrella, y cerró los ojos.

El extranjero fue hasta el lavabo de su habitación, lavó cuidadosamente cada uno de los lingotes de oro y volvió a guardarlos en la vieja y gastada mochila. Dos días antes había hecho un mutis, pero ahora volvía para el último acto; era imprescindible aparecer en escena.

Lo había planeado todo meticulosamente: desde la elección de la aldea aislada, con pocos habitantes, hasta el hecho de tener un cómplice, de manera que, si las cosas se ponían feas, nadie pudiera acusarlo de ser el inductor de un crimen.

El magnetófono, la recompensa, los movimientos cautelosos, la primera etapa en la que se haría amigo de la gente del pueblo, la segunda etapa, en la que sembraría el terror y la confusión. Pensaba hacer con los demás lo que Dios había hecho con él. Dios le había dado el Bien y después le había lanzado a un abismo, y él quería que los demás se encontraran en la misma situación.

Se cuidó de los más mínimos detalles, menos de uno: jamás pensó que su plan funcionaría. Tenía la certeza de que, cuando llegase la hora de la verdad, un simple "no" cambiaría la historia, que una persona se negaría a cometer el crimen y bastaba con una sola persona para demostrar que no todo estaba perdido. Si una persona salvaba la aldea, el mundo se habría salvado, la esperanza aún sería posible, la bondad era más fuerte, los terroristas no eran conscientes del daño que hacían, el perdón acabaría triunfando y sus días de sufrimiento serían sustituidos por un recuerdo triste, con el que podría aprender a convivir, y buscaría de nuevo la felicidad. Por este "no" que le hubiera gustado escuchar, la aldea habría recibido sus diez lingotes de oro, independientemente de la apuesta que había hecho con la chica.

Pero su plan había fallado. Y ya era tarde, no podía cambiar de idea.

Llamaron a la puerta.

—¡Venga! —Era la voz de la dueña del hotel —. Ha llegado la hora.

—Bajo en seguida.

Se puso el abrigo y se reunió con ella en el bar.

—Traigo el oro —dijo —. Pero, para evitar malentendidos, tenga en cuenta que hay personas que conocen mi paradero.

Si deciden cambiar de víctima, pueden estar seguros de que la policía vendrá a buscarme aquí; usted misma me oyó hacer varias llamadas.

La dueña del hotel asintió con la cabeza.

El monolito celta estaba a media hora a pie de Viscos. Durante muchos siglos, la gente del lugar creyó que se trataba de una piedra distinta, grande, pulida por la lluvia y las heladas, que había estado en pie pero había sido derribada por un rayo. Ahab acostumbraba a reunir al consejo de la ciudad allí, porque la piedra servía de mesa natural, al aire libre.

Hasta que el gobierno envió un equipo para investigar la presunta presencia de los celtas en el valle, y alguien se fijó en el monumento. De inmediato se acercaron hasta allí los arqueólogos, que tomaron medidas, hicieron cálculos, discutieron, excavaron y llegaron a la conclusión de que un pueblo celta había elegido aquel sitio como una especie de santuario, pero desconocían qué tipo de rituales se practicaban allí. Unos decían que era un observatorio astronómico, otros aseguraban que se llevaban a cabo ceremonias de fertilidad; vírgenes poseídas por druidas. El grupo de eruditos discutió durante una semana entera y, después, se marcharon en dirección a otro yacimiento, mucho más interesante, sin llegar a ninguna conclusión.

Cuando fue elegido, el alcalde intentó atraer al turismo publicando en un periódico de la zona un reportaje sobre la herencia celta de los habitantes de Viscos, pero los senderos eran difíciles, y todo lo que encontraban los escasos aventureros que llegaban hasta allí era una piedra caída, mientras que en otras aldeas del valle había esculturas, inscripciones y cosas mucho más interesantes. La idea no prosperó y, al poco tiempo, el monolito volvió a ejercer su función de siempre: servir de mesa para los picnics de fin de semana.

Aquella tarde hubo peleas en varios hogares de Viscos, todas por el mismo motivo; los maridos querían ir solos, y las mujeres exigían tomar parte en el "ritual del sacrificio", que era como llamaban al crimen que estaban a punto de cometer.

Los maridos decían que era peligroso, que nadie sabe lo que puede hacer un arma de fuego, las mujeres insistían en que eran unos egoístas, que debían respetar sus derechos y que el mundo ya no era como antes. Al final, los maridos cedieron y las mujeres lo celebraron.

Ahora, una procesión se dirigía al lugar elegido, formando una hilera de 281 puntos luminosos, porque el extranjero llevaba una antorcha y Berta no llevaba nada, de modo que el número de habitantes seguía estando representado con exactitud. Cada uno de los hombres cargaba un farolillo o una linterna en una mano y una escopeta de caza en la otra, doblada por la mitad, de manera que no pudiera dispararse accidentalmente.

Berta era la única que no necesitaba andar; dormía plácidamente en una litera improvisada que dos leñadores cargaban con muchas dificultades.

"Menos mal que no tendremos que cargar este peso de vuelta —pensaba uno de ellos —. Porque, con la munición clavada en la carne, pesará el triple."

Calculó que cada cartucho debía de contener, aproximadamente, seis pequeñas esferas de plomo.

Si todas las escopetas cargadas acertaban el objetivo, aquel cuerpo recibiría el impacto de 522 perdigones y, al final, habría más metal que sangre.

El hombre sintió que se le revolvía el estómago. No debía pensar en nada, sólo en el lunes siguiente.

Nadie habló durante el trayecto. Nadie se miró a los ojos, parecía que aquello fuera una pesadilla que estaban dispuestos a olvidar lo más de prisa posible. Llegaron resoplando —más por la tensión que por el cansancio — y formaron un enorme semicírculo de luces en el claro donde estaba el monumento celta.

En cuanto el alcalde hizo una señal, los leñadores desataron a Berta de la litera y la colocaron echada en el monolito.

—Así no puede ser —protestó el herrero, recordando las películas de guerra, con soldados arrastrándose por el suelo —. Es muy difícil acertar a una persona tumbada.

Los leñadores retiraron a Berta y la sentaron en el suelo, con la espalda apoyada en la piedra. Parecía la posición ideal, pero, de repente se oyó una voz llorosa de mujer.

—¡Nos está mirando! —dijo —. Ve lo que estamos haciendo.

Evidentemente, Berta no veía nada de nada, pero resultaba insoportable contemplar aquella señora de aire bondadoso, durmiendo con una sonrisa de satisfacción pintada en los labios, que en breve sería destrozada por una enorme cantidad de esferas de metal.

—¡De espaldas! —ordenó el alcalde, a quien también incomodaba aquella imagen.

Protestando, los leñadores se acercaron de nuevo al monolito, dieron al vuelta al cuerpo y lo dejaron arrodillado en el suelo, con el rostro y el pecho apoyados en la piedra. Como era imposible mantenerlo erecto en esa posición, le ataron las muñecas con una cuerda que pasaron por encima del monumento y ataron por el otro lado.

Era una posición grotesca: la mujer arrodillada, de espaldas, con los brazos extendidos por encima de la piedra, como si estuviera rezando o implorando algo. Se oyó una nueva protesta, pero el alcalde dijo que ya era hora de terminar con la tarea.

Cuanto antes, mejor. Sin discursos ni justificaciones; todo eso quedaba para el día siguiente, en el bar, en las conversaciones entre pastores y campesinos. Con toda certeza, dejarían de utilizar durante mucho tiempo una de las tres salidas de Viscos, ya que todos estaban acostumbrados a ver a la vieja sentada allí, contemplando las montañas y hablando sola. Menos mal que el pueblo tenía otras dos salidas, aparte de un atajo, con una escalera improvisada, que daba a la carretera de abajo.

—¡Acabemos de una vez! —dijo el alcalde, muy contento porque el sacerdote ya no decía nada y su autoridad había sido restablecida —. Alguien podría ver las luces desde el valle y subir a ver qué está pasando. Preparen las escopetas, disparen, y vámonos.

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