—¿El qué?
No se lo podían revelar; el contacto con los vivos tenía un límite, había demonios prestando atención a lo que decían, y podían estropearlo todo si se enteraban del plan con antelación. Pero le garantizaron que se trataba de algo muy sencillo, y si Chantal era despabilada —tal como aseguraba su abuela — sabría controlar la situación.
Berta aceptó la respuesta; no pensaba exigir una indiscreción que podía costarle la vida, y se volvió hacia su marido.
—Me dijiste que me quedara aquí, sentada en esta silla, a lo largo de todos estos años, vigilando el pueblo, porque podía entrar el Mal. Eso fue mucho antes de que el error del ángel causara la muerte de la niña. ¿Por qué me lo pediste?
Su marido respondió que, de una manera o de otra, el Mal pasaría por Viscos, puesto que suele hacer una ronda por la Tierra, y le gusta atrapar a los hombres desprevenidos.
—No me convences.
Tampoco su marido estaba muy convencido de ello, pero era cierto. Tal vez el duelo entre el Bien y el Mal se libre en el corazón de cada hombre, el campo de batalla de ángeles y demonios; que luchen palmo a palmo para ganar terreno por muchos milenios, hasta que una de las dos fuerzas destruya por completo a la otra. Además, a pesar de que ya se encontraba en el plano espiritual, aún había muchas cosas que desconocía, muchas más de las que ignoraba en la Tierra.
—Ya estoy algo más convencida. Tómenlo con calma; si muero, será porque habrá llegado mi hora.
Berta no dijo que se sentía celosa y que le gustaría reunirse con su marido; la abuela de Chantal había sido una de las mujeres más deseadas de Viscos.
Los dos se marcharon alegando que debían hacer entender a la chica lo que había visto. Los celos de Berta aumentaron, pero intentó tranquilizarse, aunque pensaba que su marido quería que viviese más tiempo para poder disfrutar, sin ser molestado, de la compañía de la abuela de la señorita Prym.
¡Quién sabe! Quizás al día siguiente terminaría con esa independencia que él creía tener. Berta reflexionó un poco y cambió de idea: el pobre hombre merecía unos años de descanso, no le costaba nada dejarle pensar que era libre de hacer lo que le viniera en gana, puesto que tenía la certeza de que la echaba mucho de menos.
Viendo a las dos mujeres que estaban en la calle, pensó que no estaría nada mal seguir un cierto tiempo en aquel valle, contemplando las montañas, presenciando los eternos conflictos entre hombres y mujeres, los árboles y el viento, los ángeles y los demonios. Empezó a sentir miedo y procuró pensar en otra cosa; tal vez mañana utilizaría un ovillo de lana de otro color, porque el mantel le estaba quedando algo soso.
Antes de que la asamblea de la plaza terminara, ella ya estaba durmiendo, convencida de que la señorita Prym terminaría por entender el mensaje, aunque no tuviera el don de comunicarse con los espíritus.
—En la iglesia, en suelo sagrado, les hablé de la necesidad del sacrificio —dijo el sacerdote —. Aquí, en suelo profano, les pido que estén dispuestos al martirio.
La plazoleta, con su iluminación deficiente —sólo había un farol, a pesar de que el alcalde había prometido instalar más durante la campaña electoral — estaba repleta. Campesinos y pastores, con ojos soñolientos, puesto que suelen acostarse y levantarse con el sol, guardaban un silencio respetuoso y asustado. El sacerdote había colocado una silla junto a la cruz y se había subido a ella, de manera que todos pudieran verlo.
—Durante siglos, la Iglesia ha sido acusada de luchas injustas, pero, en realidad, no hemos hecho otra cosa que sobrevivir a las amenazas.
—¡No hemos venido aquí para escuchar historias de la Iglesia, señor cura! —gritó una voz.
—No es necesario que les explique que sobre Viscos pesa la amenaza de desaparecer del mapa, y junto con Viscos, desaparecerán ustedes, sus tierras y sus rebaños. Les aseguro que no he venido aquí para hablar de la Iglesia, pero sí debo decirles una cosa: sólo con el sacrificio y la penitencia podremos llegar a la salvación. Y antes de que me interrumpan de nuevo añadiré que me refiero al sacrificio de una persona, de la penitencia de todos, y de la salvación del pueblo. —¡Quizás todo sea una mentira! —exclamó otra voz.
—El extranjero nos enseñará el oro mañana sin falta —dijo el alcalde, contento por aportar una información de la que el cura no estaba enterado —.
La señorita Prym no quiere cargar sola con la responsabilidad, y la dueña del hotel lo convenció para que trajera los lingotes hasta aquí. Sólo actuaremos si nos ofrece esta garantía.
Entonces, el alcalde tomó la palabra e hizo una gran disertación sobre las mejoras que pensaba llevar a cabo en el pueblo, las reformas, el parque infantil, la reducción de los impuestos, y la distribución de la riqueza recién adquirida.
—¡A partes iguales! —vociferó alguien.
Había llegado el momento de asumir un compromiso que detestaba; pero todos los ojos se fijaron en él, y parecían haberse desvelado de repente.
—A partes iguales —confirmó el sacerdote antes de que el alcalde tuviera tiempo de reaccionar. No existía ninguna otra alternativa: o todos participaban con la misma responsabilidad y la misma recompensa o, en breve, alguien terminaría por denunciar el crimen, por envidia o venganza.
El sacerdote conocía bien esas dos palabras. —¿Quién va a morir?
El alcalde explicó la manera equitativa con que habían elegido a Berta; sufría mucho por la pérdida de su marido, era vieja, no tenía amigos, parecía loca, sentada de la mañana a la noche a la puerta de su casa y, además, no colaboraba en la prosperidad de la aldea. En vez de invertir su dinero en ovejas o tierras, lo había ingresado a largo plazo en un banco muy lejos de allí; los únicos que se beneficiaban de él eran los comerciantes que, al igual que el repartidor del pan, aparecían todas las semanas en el pueblo para vender sus productos.
Ninguna voz se manifestó en contra de la elección. El alcalde se alegró de ello, porque habían aceptado su autoridad; el sacerdote, en cambio, sabía que aquello podía ser una buena o una mala señal, el silencio no siempre significa un "sí"; generalmente, sólo demuestra la incapacidad de las personas para reaccionar de
inmediato. Pero si alguien no estaba de acuerdo, después se torturaría por lo que había aceptado sin desearlo y las consecuencias podían ser muy graves.
—Necesito que todos estén de acuerdo —dijo el sacerdote —. Necesito que digan en voz alta si están de acuerdo o no, para que Dios los pueda oír y sepa que tiene hombres valientes en Su ejército.
A los que no creen en Dios, también les pido que digan en voz alta si están de acuerdo o no, de manera que todos sepamos lo que piensa cada uno.
Al alcalde no le gustó nada que el sacerdote empleara la forma "necesito", ya que, lo correcto habría sido decir "necesitamos" o "el alcalde necesita." Cuando aquel asunto hubiera terminado, recuperaría su autoridad fuera como fuese. Ahora, como buen político, dejaría que el sacerdote hablara y se pusiera en evidencia.
—Deben estar todos de acuerdo.
El primer "sí" partió del herrero. El alcalde, para demostrar su valor, también manifestó su acuerdo en voz alta. Poco a poco, todos los presentes en la plaza fueron diciendo en voz alta que estaban de acuerdo, hasta que todos asumieron el compromiso. Unos estaban de acuerdo porque querían que la asamblea se acabara de una vez para poder volver a casa; otros pensaban en el oro y en la manera más rápida de abandonar el pueblo con la riqueza recién adquirida; otros pensaban enviar dinero a sus hijos, para que no pasaran vergüenza delante de sus amigos de la gran ciudad; prácticamente, ninguno de los hombres allí reunidos creía que Viscos podía recuperar la gloria perdida, sólo deseaban una riqueza que siempre habían merecido y jamás habían tenido.
Nadie dijo que no.
—En este pueblo hay 108 mujeres y 178 hombres —continuó diciendo el sacerdote —. Cada habitante tiene, por lo menos, un arma, ya que la tradición manda que todos aprendan a cazar. Pues bien, mañana por la mañana dejarán esas armas cargadas con un solo cartucho en la sacristía. Y le pido al alcalde, que tiene más de una escopeta, que traiga una para mí.
—Nunca dejamos nuestras armas a los extraños —gritó un guía de caza —. Son sagradas, caprichosas, personales. No pueden ser utilizadas por otras personas.
—¡Déjenme terminar, por favor! Les explicaré cómo funciona un pelotón de fusilamiento: se convoca a siete soldados para disparar contra el condenado a muerte. Se entregan siete fusiles a los soldados: seis que están cargados con balas de verdad y uno que contiene un cartucho sin munición. La pólvora explota de la misma manera, el ruido es idéntico, pero de ahí dentro no saldrá plomo disparado en dirección al cuerpo de la víctima.
»Ningún soldado sabe cuál es el rifle que contiene el cartucho de fogueo. Así, cada uno cree que es el suyo, y que son sus compañeros los responsables por la muerte de aquel hombre o de aquella mujer que no conocen, pero a quien se han visto obligados a ejecutar porque se trata de un deber que conlleva su oficio.
—Todos se consideran inocentes —dijo el terrateniente, que hasta entonces se había mantenido en silencio.
—Exacto. Mañana, yo haré lo mismo: retiraré el plomo de 87 cartuchos, y dejaré las otras escopetas cargadas. Todas las armas sonarán al mismo tiempo y nadie sabrá cuáles tenían un proyectil dentro; de esta manera, todos se podrán considerar inocentes.
Por más cansados que estuvieran, la idea del sacerdote fue acogida con un suspiro de alivio. Una energía diferente se desparramó por la plaza como si, de un momento a otro, toda aquella historia hubiera perdido su cariz trágico y se hubiese convertido en la búsqueda de un tesoro escondido. Cada uno de los presentes tuvo la certeza absoluta de que su arma sería la del cartucho de fogueo y que no era culpable de nada, sino solidario con sus compañeros que necesitaban cambiar de vida y de ciudad. Todos estaban muy animados; Viscos era un lugar en donde finalmente sucedían cosas diferentes e importantes.
—La única arma que estará cargada será la mía, pueden estar seguros, puesto que yo no puedo elegir por mí mismo. Tampoco me voy a quedar con mi parte del oro; esto lo hago por otros motivos. Las palabras del sacerdote molestaron de nuevo al alcalde. Estaba haciendo lo posible para que los habitantes de Viscos comprendieran que se trataba de un hombre valiente, un líder generoso capaz de hacer cualquier sacrificio. Si su mujer estuviera allí, diría que estaba preparando su candidatura para las próximas elecciones municipales.
"Ya llegará el lunes", pensó. Promulgaría un decreto aumentando de tal manera los impuestos de la iglesia, que al sacerdote le resultaría imposible quedarse en el pueblo. Al fin y al cabo, era el único que no pretendía ser rico.
—¿Y la víctima? —preguntó el herrero.
—Vendrá —dijo el sacerdote —. Yo me encargaré de ello. Pero necesito tres voluntarios.
Como no se presentó nadie, el sacerdote escogió tres hombres fuertes. Uno de ellos intentó negarse, pero sus amigos lo miraron y cambió de idea al momento.
—¿Dónde ofreceremos el sacrificio? —preguntó el terrateniente, dirigiéndose abiertamente al sacerdote. El alcalde estaba perdiendo su autoridad rápidamente, y necesitaba recuperarla de inmediato.
—Quien decide soy yo —dijo, mirando con rabia al terrateniente —. No quiero que el suelo de Viscos se manche con sangre. Será mañana, a esta misma hora, junto al monolito celta. Traigan linternas, farolillos y antorchas, para que todos puedan ver bien dónde apuntan la escopeta y no disparen en la dirección equivocada.
El sacerdote bajó de la silla; la asamblea había finalizado. Las mujeres de Viscos volvieron a oír pasos en el pavimento, los hombres volvían a sus casas. Una vez allí, bebieron algo, miraron por la ventana o, simplemente, cayeron en la cama, rendidos. El alcalde habló con su mujer, quien le comentó lo que había oído en casa de Berta y la angustia que había sentido. Claro que, después de analizar —junto con la dueña del hotel — palabra por palabra lo que había dicho la anciana, las dos llegaron a la conclusión de que Berta no sabía nada, y que había sido el sentimiento de culpa lo que les había hecho pensar lo contrario. "No existen los fantasmas ni el lobo maldito", afirmó.
El sacerdote volvió a la iglesia, y pasó la noche entera en oración.
Chantal desayunó con el pan del día anterior, porque el domingo no pasaba la furgoneta del panadero. Miró por la ventana, y vio que los habitantes de Viscos salían de sus casas con un arma de caza. Se dispuso a morir, ya que cabía la posibilidad de que la hubieran elegido; pero nadie llamó a su puerta; al contrario, seguían adelante, entraban en la sacristía, y salían con las manos vacías.
Bajó, se acercó al hotel, y la dueña le contó lo que había sucedido la noche anterior; la elección de la víctima, la propuesta del cura, los preparativos para el sacrificio. El tono hostil había desaparecido por completo y las cosas parecían estar cambiando a favor de Chantal.
—Hay algo que quiero decirte; algún día, Viscos se dará cuenta de todo lo que has hecho por sus habitantes.
—Pero el extranjero tendrá que enseñarnos el oro —insistió.
—Claro. Acaba de salir con la mochila vacía.
La chica decidió no salir a pasear por el bosque, porque tendría que pasar por delante de la casa de Berta y se sentiría muy avergonzada si la veía. Volvió a su cuarto en donde, de repente, recordó su sueño.
La tarde anterior había tenido un sueño muy raro; un ángel le entregaba los once lingotes de oro y le pedía que los guardase ella.
Chantal le respondía que, para ello, era necesario matar a alguien. Pero el ángel le aseguraba que no: todo lo contrario, los lingotes demostraban que el oro no existía.
Por eso le había pedido a la dueña del hotel que hablara con el extranjero; tenía un plan.
Pero, como había perdido todas la batallas de su vida, desconfiaba de poder llevarlo a cabo.
Berta contemplaba la puesta del sol detrás de las montañas, cuando vio que se acercaban el cura y otros tres hombres. Se puso triste por tres cosas: por saber que había llegado su hora, por ver que su marido no había aparecido para consolarla —tal vez sentía miedo por lo que tendría que escuchar, tal vez estaba avergonzado por no haber podido salvarla — y porque se dio cuenta de que el dinero que había ahorrado quedaría en manos de los accionistas del banco donde estaba depositado, ya que no había tenido tiempo de retirarlo y encender una hoguera con él.