—No se me ocurre nadie más —dijo la dueña del hotel, consciente del problema que representaría encontrar otra camarera para el bar, pero comprendió que con la parte que le correspondería del oro podría cerrar el hotel e irse muy lejos —. Los campesinos y los pastores están muy unidos, algunos están casados, muchos tienen hijos lejos de aquí, que podrían sospechar si les pasaba algo. La señorita Prym es la única que puede desaparecer sin dejar rastro.
Por motivos religiosos —al fin y al cabo, Jesús maldecía a los que acusaban a un inocente —, el sacerdote no quería indicar a nadie. Pero tenía muy claro quién era la víctima adecuada, y debía ingeniárselas para que los demás llegaran a la misma conclusión.
—Los vecinos de Viscos trabajan de sol a sol, de lluvia a lluvia. Todos tienen alguna tarea que cumplir, incluso esta pobre chica que el demonio ha utilizado para sus malignos propósitos. Queda muy poca gente y no podemos permitirnos el lujo de perder otro par de brazos.
—En ese caso, señor cura, ya no tenemos víctima. Tendremos que rezar para que aparezca otro forastero esta noche y, aun así, sería peligroso, porque seguramente tendría una familia que lo buscaría por todas partes. En Viscos, todos los pares de brazos trabajan y ganan con mucho esfuerzo el pan que trae la furgoneta.
—Tienes razón —dijo el sacerdote —. Tal vez todo lo que hemos vivido desde ayer no sea más que una ilusión. En este pueblo, todos tienen alguien que les echaría en falta y nadie aceptará que dañen a un ser querido. Sólo tres personas dormimos solas: la señora Berta, la señorita Prym y yo.
—¿Se está ofreciendo en sacrificio, padre?
—Lo que sea por el bien del pueblo.
Las cinco personas restantes se sintieron aliviadas; de repente, se dieron cuenta de que era un sábado soleado y de que ya no había crimen sino martirio. La tensión en la sacristía desapareció como por arte de magia, y la dueña del hotel sintió un impulso de besar los pies de aquel santo.
—Pero hay un problema —continuó el sacerdote —. Tendrán que convencer a todos de que matar a un ministro de Dios no es un pecado mortal. —¡Explíquelo usted a la gente de Viscos! —dijo el alcalde, muy animado porque ya estaba pensando en las reformas que llevaría a cabo con el dinero, en la publicidad que pondría en los periódicos de la comarca, atrayendo a nuevas inversiones porque los impuestos habían bajado, llamando la atención de los turistas porque pensaba subvencionar algunas mejoras en el hotel y también pensaba instalar un cable telefónico nuevo que no diera los problemas del actual.
—No puedo hacerlo —dijo el sacerdote —. Los mártires se ofrecían cuando el pueblo quería matarlos. Pero jamás provocaron su propia muerte, porque la Iglesia siempre ha dicho que la vida es un don de Dios. Tendrán que explicárselo ustedes. —Nadie nos va a creer. Pensarán que somos unos asesinos de la peor calaña, que matamos a un santo por dinero, tal como hizo judas con Jesucristo.
El sacerdote se encogió de hombros. De nuevo parecía que el sol había desaparecido y que la tensión volvía a la sacristía.
—En ese caso, sólo nos queda la señora Berta —comentó el terrateniente.
Después de una larga pausa, le tocó hablar al sacerdote.
—Esa mujer debe sufrir mucho por la ausencia de su marido: durante todos estos años se ha pasado la vida sentada delante de su casa, enfrentándose a la intemperie y al tedio. No hace otra cosa que sentir nostalgia, y creo que la pobre se está volviendo loca poco a poco: muchas veces he pasado junto a ella y la he visto hablar sola.
De nuevo sopló una ráfaga de viento, muy rápida, y los allí reunidos se asustaron porque las ventanas estaban cerradas.
—Su vida ha sido muy triste —dijo la dueña del hotel —. Creo que ella lo daría todo para poder reunirse con su amado esposo. ¿Saben que estuvieron casados durante cuarenta años?
Claro que lo sabían, pero aquello no venía a cuento.
—Es vieja, ha llegado al final de su vida —añadió el terrateniente —. Es la única persona de este pueblo que no hace nada importante. Una vez le pregunté por qué estaba siempre a la puerta de su casa, incluso en invierno; ¿saben qué respondió? Que vigilaba el pueblo, de esta manera sería la primera en enterarse cuando llegara el mal aquí.
—Por lo visto no desempeñó bien su trabajo.
—Al contrario —dijo el sacerdote —. Por lo que se desprende de su conversación, quien dejó entrar el mal es quien debe echarlo.
Otro silencio. Todos habían comprendido que la víctima ya había sido elegida.
—Sólo falta un último detalle —comentó la mujer del alcalde —. Ya sabemos cuándo será ofrecido el sacrificio en nombre del bienestar del pueblo. Ya sabemos quién será; gracias a este sacrificio, una alma buena subirá al cielo y volverá a ser feliz, en lugar de seguir sufriendo en esta tierra. Sólo nos queda saber cómo lo llevaremos a cabo.
—Intenta hablar con todos los hombres del pueblo —dijo el sacerdote al alcalde — y convoca una asamblea en la plaza a las nueve de la noche. Creo saber cómo hacerlo, un poco antes de las nueve, pasa por aquí: tenemos que hablar a solas.
Antes de que se fueran todos pidió a las dos mujeres presentes que, mientras se celebrase la asamblea, se acercaran a casa de Berta y le hicieran conversación. A pesar de que la vieja nunca salía de noche, toda precaución era poca.
Chantal llegó al bar a su hora. No había nadie.
—Esta noche hay una asamblea en la plaza —comentó la dueña del hotel —. Sólo para hombres.
No hacía falta decir nada más. Ella ya sabía Lo que estaba pasando.
—¿Seguro que viste el oro?
—Sí. Pero deberías pedir al extranjero que lo traiga aquí. Podría ser que, en cuanto consiga lo que quiere, decida desaparecer.
—No está loco.
—Sí, lo está.
La dueña del hotel pensó que era una buena idea. Subió a la habitación del extranjero y bajó a los diez minutos.
—Está de acuerdo. Dice que lo tiene escondido en el bosque, lo traerá mañana.
—Así pues, hoy no hace falta que trabaje.
—¡Claro que sí! Debes cumplir con tu contrato.
La mujer no sabía cómo abordar el asunto que habían discutido durante la tarde, pero era importante conocer la opinión de la chica.
—Todo esto me trae de cabeza —dijo —. Y, al mismo tiempo, comprendo que la gente necesite pensarlo dos, diez veces lo que debe hacer.
—Pueden pensarlo veinte o doscientas veces, pero no tendrán valor para hacerlo.
—Quizás —dijo la dueña del hotel —. Pero, si decidieran hacerlo, ¿tú qué harías?
La mujer quería saber su opinión, y Chantal se dio cuenta de que el extranjero estaba más cerca de la verdad que ella, que hacía tanto tiempo que vivía en Viscos. ¡Una asamblea en la plaza!
Lástima que hubieran desmontado la horca.
—¿Qué harías? —insistió la mujer.
—No pienso responder a esta pregunta —replicó, aunque sabía exactamente lo que haría —. Sólo te diré que el mal nunca ha traído nada bueno. Yo misma he tenido ocasión de comprobarlo esta tarde.
A la dueña del hotel no le hacía ninguna gracia que no respetaran su autoridad, pero creyó más prudente no discutir con la chica y crearse una enemistad que podía traer problemas en un futuro. Dijo que tenía que poner la contabilidad al día (comprendió de inmediato que la excusa era absurda, puesto que sólo había un huésped en el hotel) y la dejó sola en el bar. Se sentía tranquila; la señorita Prym no había dado muestras de rebeldía, ni siquiera después de mencionarle la asamblea en la plaza, lo cual demostraba que algo diferente estaba sucediendo en Viscos. Aquella chica también necesitaba mucho dinero, tenía toda una vida por delante, a buen seguro que le gustaría seguir los pasos de sus amigos de la infancia, que ya se habían ido del pueblo, aunque no estuviera dispuesta a cooperar, al menos no parecía tener intención de interferir.
El sacerdote tomó una cena frugal y se sentó en un banco de la iglesia. El alcalde estaba a punto de llegar.
Contempló las paredes encaladas, el altar sin ninguna obra de arte importante, lleno de reproducciones baratas de santos que —en un pasado remoto — habían vivido en la zona. La población de Viscos nunca había sido muy religiosa, a pesar de que San Sabino había sido el responsable de la resurrección del pueblo; pero la gente olvidaba esas cosas y prefería pensar en Ahab, en los celtas y en las supersticiones milenarias de los campesinos, sin entender que basta un gesto, un simple gesto, para la redención: aceptar a Jesús como el único Salvador de la Humanidad.
Horas antes se había ofrecido a sí mismo para el martirio. Había sido una jugada arriesgada, pero estaba dispuesto a llegar hasta el final, a entregarse en holocausto, si las personas no fueran tan insignificantes, tan fácilmente manipulables.
"No es cierto. Son insignificantes, pero no tan fácilmente manipulables." Tanto es así que, gracias al silencio y a los juegos de palabras, le habían obligado a decir lo que deseaban escuchar: el sacrificio que redime, la víctima que salva, la decadencia que se transforma nuevamente en gloria. Él había fingido dejarse utilizar por las personas pero, en realidad, había dicho lo que pensaba.
Lo habían educado desde pequeño para el sacerdocio, y aquélla era su verdadera vocación. A los veintiún años, ya había sido ordenado sacerdote, e impresionaba a todos por su don de palabra y por la capacidad para administrar su parroquia. Rezaba todas las noches, consolaba a los enfermos, visitaba los presidios, daba de comer a los hambrientos, tal como mandaban las sagradas escrituras. Poco a poco, su fama se extendió por toda la comarca, y llegó a oídos del obispo, un hombre conocido por su sabiduría y equidad.
Este lo invitó, junto con otros sacerdotes jóvenes, a una cena. Comieron, conversaron sobre temas diversos y, al final, el obispo —un anciano que tenía dificultades para andar — se levantó y fue a servir agua a cada uno de los presentes.
Todos la rechazaron, menos él, que pidió que le llenara el vaso hasta el borde.
Uno de los sacerdotes susurró de manera que el obispo pudiera oírlo: "Todos hemos rechazado el agua porque sabemos que somos indignos de beber de las manos de este santo. Sólo uno de nosotros no se ha dado cuenta del sacrificio que nuestro superior está haciendo, al cargar esta botella tan pesada."
Cuando volvió a sentarse, el obispo dijo: —Ustedes, que se creen tan santos, no han tenido la humildad de recibir, y yo no he tenido la alegría de dar. Sólo uno de ustedes ha permitido que el bien se manifestara.
Esa misma noche lo nombró rector de una parroquia más importante.
Los dos se hicieron amigos, y se veían a menudo. Siempre que tenía dudas recurría al que llamaba "su padre espiritual" y, normalmente, quedaba satisfecho con sus respuestas. Una tarde, por ejemplo, se sentía muy angustiado, puesto que no, tenía ninguna certeza de que sus obras agradaran a Dios. Fue a ver al obispo, y le preguntó qué debía hacer.
—Abraham aceptaba a los forasteros, y Dios estaba contento —le respondió —. A Elías no le gustaban los forasteros, y Dios estaba contento.
David estaba orgulloso de lo que hacía, y Dios estaba contento. El publicano que estaba ante el altar se avergonzaba de lo que hacía, y Dios estaba contento. Juan Bautista se fue al desierto, y Dios estaba contento. Pablo fue a las grandes ciudades del imperio romano, y Dios estaba contento. ¿Cómo quieres que sepa lo que hará feliz a Dios Todopoderoso? Haz lo que te diga el corazón, y Dios estará contento.
Al día siguiente de esta conversación, el obispo —su gran mentor espiritual — murió de un infarto fulminante. El sacerdote interpretó la muerte del obispo como una señal y decidió obedecer puntualmente lo que le había recomendado: seguir los dictados de su corazón. Unas veces daba limosna a los mendigos, otras les decía que se pusieran a trabajar. Unas veces hacía un sermón muy serio, otras cantaba con sus feligreses. Su comportamiento llegó a oídos del nuevo obispo, que le pidió que fuera a verlo.
Cuál no sería su sorpresa al descubrir que se trataba de aquel que, años atrás, había hecho el comentario respecto al agua que servía su superior.
—Sé que tienes a tu cargo una parroquia importante —dijo el nuevo obispo, con ironía en los ojos —. Y que durante todos estos años has sido un buen amigo de mi predecesor. Quizás aspirabas al obispado.
—No —respondió el sacerdote —. Aspiraba a la sabiduría.
—Pues ya debes de ser un hombre muy culto. Pero he oído historias muy raras respecto a ti: unas veces das limosna, otras niegas la ayuda que nuestra Iglesia está obligada a dar.
—Mis pantalones tienen dos bolsillos, en cada uno hay un papel escrito, pero sólo guardo el dinero en el bolsillo izquierdo.
El nuevo obispo quedó muy intrigado con esa historia; ¿qué decían los papeles?
—En el del bolsillo derecho escribí: "No soy nada más que polvo y cenizas." En el del izquierdo, donde guardo el dinero, el papel dice: "Soy la manifestación de Dios en la Tierra."
Cuando veo miseria e injusticia, meto la mano en el bolsillo izquierdo y presto ayuda. Cuando veo pereza e indolencia, meto la mano en el bolsillo derecho y veo que no tengo nada que ofrecer. De esta manera equilibro el mundo material con el espiritual.
El nuevo obispo le dio las gracias por aquella imagen tan bella de la caridad y le dijo que ya podía regresar a su parroquia, pero que pensaba reestructurar toda la comarca. Al cabo de poco tiempo recibió la notificación de su traslado a Viscos.
Captó el mensaje inmediatamente: envidia. Pero había hecho la promesa de servir a Dios en cualquier parte, y se encaminó a Viscos lleno de humildad y fervor; era un nuevo desafío que debía superar.
Pasó un año. Y otro. Al cabo de cinco años, aún no había conseguido atraer a más fieles a la iglesia, por mucho que se esforzara; en el pueblo gobernaba un fantasma del pasado, un tal Ahab, y nada de lo que él dijera tenía más importancia que las leyendas que circulaban por allí.
Pasaron diez años. Al final del décimo año se percató de su error: había transformado en arrogancia su búsqueda de la sabiduría. Estaba tan convencido de la justicia divina, que no había sabido equilibrarla con el arte de la diplomacia. Creía vivir en un mundo en donde Dios está en todas partes y descubrió que se encontraba entre personas que a menudo no Lo dejaban entrar.
Al cabo de quince años comprendió que nunca saldría de allí: el antiguo obispo era ya un importante cardenal, trabajaba en el Vaticano, tenía grandes posibilidades de ser elegido Papa, y jamás permitiría que un sacerdote de pueblo hiciera correr la voz de que lo había exiliado por envidia y celos.