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Authors: Maite Carranza

El desierto de hielo (5 page)

BOOK: El desierto de hielo
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Meritxell estaba en un momento estupendo. Había sacado muy buenas notas en sus exámenes y su padre le acababa de anunciar su regalo de fin de curso: un recio Nissan Patrol verdiazul, 120 caballos, cinco cilindros y ruedas de 250 mm. Un pequeño tanque para escalar cimas, cruzar ríos y emprender aventuras de anuncio televisivo. No era un vehículo demasiado acorde con la dulzura de Meritxell, pero lo cierto es que ella se mostraba entusiasmada y llevaba la fotografía de su Nissan en la cartera y la mostraba a todo el mundo, como si fuera un sobrino o un perrito recién incorporados a la familia. Meritxell irradiaba felicidad, le brillaban los ojos, tenía las mejillas encendidas y la sonrisa a flor de piel. Pronto me contagió sus ganas de vivir. Pero me confundí. Su felicidad no provenía de su todoterreno por estrenar. Una mañana, medio avergonzada, me sacó de mi error.

—Tengo novio.

Me quedé patidifusa. Meritxell estaba enamorada. Era fantástico.

—Anda, háblame de él.

Se sonrojó.

—Es un secreto.

—¿Por qué es un secreto?

Y se sonrió.

—Siempre que he hablado de mi novio antes de tiempo ha salido mal, pero esta vez va en serio.

Y aún me dejó más pasmada. Yo no cazaba lo de «ir en serio».

—¿Te quieres casar con él?

Meritxell se rió.

—Estás chalada.

—Entonces, cuando dices que va en serio..., ¿a qué te refieres?

Meritxell me guiñó un ojo con picardía.

—Pues que..., ya sabes..., nos hemos acostado juntos.

Me quedé a cuadros. La lánguida Meritxell que volaba etérea como sus gotas de lluvia se acostaba con un chico sin que yo me enterase y se enamoraba perdidamente en pocos minutos. ¿Y yo? Yo era exigente, tan exigente que todavía no había encontrado a ningún chico que me interesase más allá de los primeros diez segundos. Con mi mirada de bruja experta en adivinar los recovecos de sus miedos e inseguridades, detectaba sus problemas y sus infantilismos al primer vistazo. Y dejaban de interesarme. ¿Me enamoraría algún día? ¿Encontraría a alguien como había encontrado Meritxell? Meritxell malinterpretó mi silencio.

—Perdona, ya sé que tú no tienes secretos para mí.

Y entonces fui yo quien me avergoncé. Si Meritxell hubiera sabido todos los secretos que yo guardaba, me hubiera obligado a devolverle las galletas de chocolate que me había hecho comer. La despojé de su remordimiento sin fingir lo más mínimo. No me costó, porque estaba realmente contenta por ella. Meritxell era encantadora y se merecía todo el amor del mundo.

—Es fantástico. ¿Me lo presentarás?

—En la fiesta de Carnaval.

Supongo que hice un mohín de disgusto.

—No sé si podré ir a la fiesta.

—Seguro que sí, seguro que te habrás recuperado.

No me sentía con ánimos para superar mi angustia de vivir en un mundo sin escudo, sin protección, sin vara. Y tampoco pensaba dar mi brazo a torcer ante Deméter. Aguantaría en cama lo que hiciese falta.

—¿Es por tu madre?

Me asusté. ¿Intuía Meritxell algo anómalo?

Ella misma me sacó de dudas:

—Os oí discutir la noche que vino. Sé que te lo tomaste a mal y creo que estás enferma desde entonces. ¿Por qué no te reconcilias con ella?

Negué con la cabeza.

—Mi madre es muy cabezota.

—Seguro que te quiere un montón.

—Y un cuerno.

Ella no tenía ni idea de lo que era convivir con Deméter.

Entonces Meritxell me hizo la segunda confesión de su vida.

—Yo no tengo madre. No sabes la suerte que tienes de tener una madre.

Sólo pude cogerle las manos y apretárselas muy fuerte. Hay momentos en los que las palabras sobran.

Supongo que fue por ese gesto, pero Meritxell hizo algo que nadie se había atrevido a hacer antes por mí. Espontáneamente medió entre mi madre y yo.

Deméter se presentó en casa preocupada. Meritxell la había avisado de mi estado y sin decir palabra me obligó a desnudarme y me revisó el cuerpo milímetro a milímetro. Se sentía muy culpable por haberme dejado indefensa y a merced de cualquier Odish, sólo por pura altanería.

—¿Tienes dificultades al respirar?

—No.

—¿Sientes ahogos, pinchazos, dolores?

—No.

—¿Sueños recurrentes?

—No.

—¿Escalofríos?

—A veces.

—¿Calores súbitos en tu espalda?

—Eso sí. Cada vez que me miraban. No pude soportarlo.

Deméter pasó su mano por mi frente y me tomó el pulso. Luego me abrazó.

—Pobrecilla.

Me sentí aliviada. Meritxell tenía razón. Mi madre se preocupaba por mí y yo era afortunada de tenerla. Sacó mi vara del maletín y me la entregó.

—Ahora ya sabes lo que es vivir fuera del clan. Las que así lo han querido han tenido que convivir por siempre con esa angustia.

—¿Ha habido brujas Omar que se han alejado de la tribu?

—Algunas.

—¿Y sobrevivieron?

—Algunas.

Deméter no era muy explícita. Tampoco quise interrogarla sobre los motivos que indujeron a esas mujeres a abjurar de su condición de brujas ni sobre lo que les ocurrió a las que no sobrevivieron...

—Formas parte del clan, no lo olvides.

Y me devolvió mi escudo protector, que ciñó mi vientre. Al segundo sentí el bienestar de vivir de nuevo bajo el conjuro benefactor de su protección.

Distribuyó cinco velas aromáticas en los rincones propicios de la habitación que formaban un perfecto pentágono, las encendió, me preparó una reconfortante poción y luego me entregó una piedra de malaquita. La apreté fuerte, contra mi corazón, y noté cómo mi respiración se acompasaba y la sangre fluía libremente por mis venas. Mis miedos se iban desvaneciendo y comenzaba a sentirme segura con mi escudo, con mi piedra, protegida por el pentágono de luz y la fuerza benefactora de mi madre.

Deméter creyó que había aprendido la lección. Qué poco me conocía.

—El viernes debes estar preparada. Pasaré a buscarte para ir juntas a la fiesta de Imbolc.

—No pienso ir.

Era cierto, pero era más cierto que me sentía todavía débil y dependiente. Creo que en aquel momento Deméter podría haberme convencido de regresar al rebaño. Pero lo estropeó tontamente.

—Selene, es muy importante para mí que vengas al sabath.

—¿Ah, sí? —me hice de rogar—. ¿Por qué?

Creí que me hablaría del orgullo de presentarme en público, de la ilusión por compartir nuestros momentos... Sin embargo Deméter no tuvo la sensibilidad para meterse en la piel de una chica de diecisiete años.

—Habrá una votación para elegir a la jefa de tribu. Tu voto suma, y Claudina y yo estamos casi empatadas.

Fue peor que una bofetada. Para ella yo era eso, un voto más, una ayuda para sus ambiciones personales.

—No iré. No quiero participar en vuestras peleas estúpidas.

—No son estúpidas, Selene. La política es fundamental.

—No me gusta la política, me hace vomitar vuestra política.

Intentó razonar conmigo. Inútil.

—Si no te gusta nuestra política, tendrás que involucrarte para cambiarla.

—Ni hablar.

—Las leyes de las brujas Omar las dictamos nosotras, no son ninguna entelequia.

—Yo no quiero ser una bruja Omar.

—¿Qué estás diciendo? Lo eres y basta.

—¿Me lo preguntaste cuando nací? ¿Me dejaste escoger?

Deméter se sintió desconcertada.

—¿Quién te ha dicho que sea posible elegir?

Y la desconcerté más aún cuando le devolví la vara.

—Ten.

—¿Estás loca?

No estaba loca. Estaba probando hasta dónde podía llegar.

—Si has venido a chantajearme, prefiero continuar en cama o arriesgarme a morir.

Esta vez Deméter no me abofeteó ni me privó de mi vara, pero la indignación podía con ella.

—Cuando tengas problemas, no me vengas pidiendo ayuda.

—Ni tú a mí. No te pienso ayudar a conseguir el poder ni a pelear con esas brujas chillonas.

Por toda respuesta Deméter, de un golpe de vara efectivo, desintegró mi disfraz de Baalat.

—Me da igual. Me haré otro —grité enfadada.

Deméter abrió la puerta y salió.

La grieta había estado a punto de cerrarse, pero yo me había empeñado en hurgar y hurgar en ella hasta ahondarla.

Al cabo de unos minutos Meritxell entró de puntillas y me miró consternada.

—¿Os habéis vuelto a pelear?

Le agradecí su interés con un abrazo. Luego me levanté de la cama y miré por la ventana. Los días fríos y secos en los países mediterráneos son luminosos. Cuando el viento barre las nubes, los cielos despejados resplandecen como si fuese verano. Engañan. Inducen a pensar que el sol es cálido y la temperatura agradable, pero en realidad, bajo esa apariencia amable, el frío muerde la piel. Pensaba en Deméter, en su aspecto maternal y protector. Su trenza suave, sus manos hábiles y envolventes. Pero era y sería siempre una bruja fría, una bruja que, antes que comprender a su hija, gobernaría los destinos de otras mujeres. Mi madre había elegido la política y en aquellos momentos yo sentía un odio visceral hacia la tribu. Cogí una toalla y me dirigí hacia el baño.

—¿Vas a salir? —me preguntó Meritxell.

—Tengo muchas cosas que hacer antes de la fiesta —le respondí.

—¿Vendrás a la fiesta de Carnaval? —exclamó palmeando.

—Sí, pero tengo un problema.

—¿Cuál?

Y en su pregunta estaba implícito el deseo de ayudarme.

—No tengo disfraz. Mi madre se lo ha llevado.

Meritxell respiró aliviada.

—No importa. Te ayudaré a coserlo de nuevo. Me encantó esa serpiente.

La miré asombrada. La diosa de la sangre, la hechicera del amor había seducido a la dulce Meritxell.

Y ella, sin saberlo, decidió fatalmente su destino y el mío.

Capítulo 2: Odín, dios de los vikingos

Y volví a coser el disfraz de Baalat. Si la primera vez fue un acto de rebeldía ingenua, esa vez lo hice aposta. Cosía y cosía deseando con todas mis fuerzas que Deméter se enterara de mi sacrilegio y de que las Omar le echasen en cara mi provocación.

Provocar es eso: buscar el escándalo, la polémica y, sobre todo, convertirse en el centro de las miradas y los comentarios. Y lo conseguí. ¡Vaya si lo conseguí!

No soy discreta ahora y entonces, con diecisiete años, lo era aún menos. Me encantaba llamar la atención. Llevaba el pelo larguísimo y rizado, y ese invierno tan frío me aficioné a las faldas cortas, las mallas, las botas altas y los escotes de vértigo en suéteres de cachemira de colores fríos. En las rebajas me había comprado una capa oscura con capucha que recordaba vagamente a una capa élfica, y poco antes de la fiesta me encerré en los lavabos de la facultad con Shahida, una amiga paquistaní, y le pedí por favor que me enseñara a maquillarme los ojos como lo hacía ella. Desde entonces uso surma negra.

—Hello, Miss Cool —me saludó Carla esa misma noche.

Y me regaló un tornillo oxidado que encontró por el suelo y un calcetín desparejado.

—Seguro que les sacas partido.

Y no sé si para complacerla o para demostrar que no me arredraba, la sorprendí a la hora de la cena con el tornillo colgando en la oreja como un pendiente y el calcetín agujereado en mi mano derecha a guisa de mitón.

Pura apariencia.

Pero estaba claro que prefería ser la protagonista en lugar de mirar la película desde la sala de proyecciones.

Y la noche de Carnaval fui de protagonista. ¡Vaya si lo fui! Sólo te diré que Carla —que iba de sandunguera, con un tocado que no pasaba por la puerta, y pintada de mulata— se negó a ir conmigo.

—Es que no quiero ser transparente.

—¿Con esos colores? Si pareces el arco iris.

—Por eso. Los chicos primero me mirarán a mí, rebotarán, se mearán de risa y se quedarán contigo.

—¿Una carambola?

—Yo más bien lo llamo tongo. No se puede tener amigas que estén tan buenorras como tú.

Carla era graciosa y muy clara. Decía lo que pensaba y a mí me reprochaba siempre que, al pasar por delante de cualquier obra, me llevase las miradas y los silbidos de los albañiles. Tuviese razón o no, me dejó plantada y no tuve más remedio que ir sola a la fiesta.

Sola es un decir. La sala de la facultad de ingenieros estaba llena a rebosar, de pelmazos incluidos, y enseguida me vi literalmente aplastada por todo tipo de especímenes disfrazados que me invitaban a copas y me pedían rollo. Lo intentaron un hobbit, un romano, un Spiderman y hasta un Dark Vader. Pero yo me escaqueaba bailando.

Enseguida localicé a mis amigos de la facultad y me quedé con mi grupo armando bulla hasta la hora del desfile. Todos me animaron al subir por las escalerillas de madera, pero no hacía falta; curiosamente estaba muy segura de mí misma, de mi ropa, de mis movimientos, de mi aura; era como si una fuerza ajena me guiara. Y triunfé. A cada paso que daba por la estrecha pasarela me metía al público en el bolsillo. Me aplaudían a rabiar, me silbaban, pateaban, y yo, consciente de ser el punto de mira de miles de ojos, en lugar de sentirme turbada o coaccionada, me sentía crecida por el éxito. Me di cuenta de que las multitudes emborrachan y de lo placentero que resulta proyectar la propia imagen y recibir aprobación a cambio. Comprendí la vanidad de actores y famosos.

Hasta que empezó el jaleo.

Al bajar de la pasarela me asaltaron un montón de babosos, entre ellos uno particularmente insistente que no supe cómo quitarme de encima. Era un fantasma —literal, con sábana y todo— que se encaprichó de mí. Estaba bebido y se le metió en la cabeza que teníamos que ir a dar una vuelta en su coche. Le respondí que no, pero se hizo el loco y me cogió de la mano a la fuerza. No le veía la cara porque iba cubierto por la sábana y arrastraba una pesada cadena. Ésas son las pegas y las gracias del Carnaval, nadie es lo que parece y todos se amparan en su disfraz y su apariencia. O tal vez sea al contrario: a lo mejor buscamos aquel disfraz que mejor nos define. El caso es que el fantasma me quería secuestrar y yo me defendí como pude. Peleé, forcejeé y hasta creo que le mordí la mano, pero sin ningún resultado. El fantasma medía casi dos metros y pesaba casi cien kilos. A punto estuve de utilizar mi vara, pero antes de llegar al extremo de recurrir en público a la magia —algo absolutamente vetado a las Omar—, decidí pedir ayuda y grité con desespero.

Nadie respondió por mí, aunque pronto se formó un corro de mirones a nuestro alrededor. No podía creerlo: nadie me defendía, nadie se atrevía a encararse con el fantasma, que me arrastraba literalmente hacia la salida.

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