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Authors: Maite Carranza

El desierto de hielo (6 page)

BOOK: El desierto de hielo
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Nadie excepto el vikingo.

—Déjala, no quiere ir contigo.

Me fascinó. Tenía el porte de un príncipe y la majestad de un dios. Alto, piel curtida, ojos acerados. Iba armado con su escudo y su espada, y sobre sus rubios cabellos se alzaban fieros los cuernos de su casco.

De un gesto contundente apartó al fantasma de mi lado y, al resistírsele, de un puñetazo lo lanzó fuera del círculo de curiosos. Luego me miró a los ojos y me ofreció una mano. Me temblaron las piernas. No me había ocurrido nunca. El guerrero vikingo tenía luz propia y me había hipnotizado.

Y en el preciso instante en que tendí mi mano hacia la suya sentí un dolor caliente y agudo en la sien. Como si me hubiese alcanzado un rayo. Entonces el tiempo se ralentizó, los movimientos se sincoparon, y me aturdieron las luces y la música. Me sentí flaquear y las piernas dejaron de sostenerme.

Fue un momento doloroso y mágico, lo reconozco. Sonaban compases de música celta y, arropada por violines y extrañamente débil, me sentí aislada del bullicio, del resto de los rostros sudorosos que me rodeaban mientras la sala se iba difuminando y quedaba sumida en un sucio humo.

Excepto el rostro del vikingo.

Y de pronto floté en la nada y noté sus manos sosteniéndome la cintura y levantándome en volandas.

Ahí estaba yo, en los brazos del guerrero vikingo y con un enorme chichón en la cabeza que me había causado el ofendido fantasma, que me atacó a traición por la espalda. Pero yo no lo sabía, yo sólo tenía ojos para el vikingo. Lo vi en su esbelta nave con un dragón como mascarón de proa. Lo vi remontando un río amparado en el silencio de la noche. Lo vi asaltar una fortaleza inexpugnable lanzando antorchas de fuego desde las almenas de sus murallas.

Lo cierto es que él me llevaba en sus brazos, huyendo a la carrera, corriendo bajo las luces titilantes y yo sonreía tontamente. ¿Eran las estrellas? ¿Era la noche? ¿Me raptaba? El guerrero vikingo había llegado amparado en las sombras para llevarme con él a su nave.

Me pareció que me decía algo, que me preguntaba algo. Le oía murmurar. No lo comprendía porque su voz se confundía con los sonidos graves de la orquesta y las voces de las miles de personas que nos rodeaban. Entreabrí los labios para decirle mi nombre y entonces, entonces creo que me besó. Pero en el momento en que sentí el contacto cálido de sus labios sobre los míos, el mundo se fundió como una bombilla.

Me desperté con la convicción de haber sufrido una alucinación. La alucinación más real que había tenido en toda mi vida.

Sin embargo al despertarme lo primero que vi fueron sus ojos azules, penetrantes, clavados en mí.

Cerré los ojos y los volví a abrir inmediatamente.

No era ninguna alucinación. Yo estaba en sus brazos y él me llevaba como si fuese una pluma, abriéndose paso entre la multitud.

Me había desmayado como una idiota y mi vikingo estaba intentando sacarme de aquel infierno.

Le sonreí. Me sonrió.

—¿Cómo estás? —pronunció con claridad, voz grave y un leve acento extranjero.

Lo entendí. Poco a poco me iba retornando el sentido. Me estremecí de placer. Notaba sus manos sujetándome la cintura, sosteniéndome las piernas. Seguramente podría haberme puesto en pie, pero preferí disfrutar unos segundos más de esa maravillosa sensación.

—En la gloria.

—¿La gloria para la diosa Isthar son mis brazos?

Indescriptible mi sorpresa.

—¿Me has reconocido?

Nadie hasta el momento había relacionado mi provocador disfraz con la deidad fenicia. Y eso a pesar de mis manos teñidas de rojo, mi atame colgado a mi cintura y mi serpiente bordada en la túnica púnica.

Mi vikingo me guiñó un ojo.

—En cambio tú a mí no.

Admito que me picó la curiosidad.

—¿No eres un guerrero vikingo?

—¿Un berseker? —negó con la cabeza.

—Pues llevas armas, escudo, casco —insistí yo.

—¿Sabes cómo luchaban los bersekers?

—¿Cómo?

—Desnudos y en trance. Ingerían hongos alucinógenos y se lanzaban a la batalla ofreciendo su pecho a la espada enemiga.

—¿Entonces qué eres?

—El dios de dioses. Odín para los vikingos, Wotan para los germanos, Woden para los ingleses. Su nombre en las tres lenguas significa «Furia».

—Un dios furioso.

Me corrigió:

—Arrebatado. Concedo la inspiración a los skald, los poetas, el ingenio a los vitkis, los maestros de runas, y la fuerza a los bersekers, los guerreros.

Señalé su ojo tapado.

—¿Un dios pirata, acaso?

Mi vikingo se echó a reír mientras esquivaba a unos y otros.

—Odín perdió un ojo en el manantial de Mimir a cambio de la sabiduría. Pero sus cuervos, Hugin y Munin, le acompañaban siempre y veían todo aquello que los humanos escondían a la vista de su dios.

Vinieron a mi memoria con nostalgia las maravillosas sagas que Deméter me explicaba de niña y de pronto recordé:

—Y también le acompañaban lobos.

Me contempló con admiración.

—Efectivamente, sus fieles Geri y Freki, leales y valientes. Y su caballo Sleipnir, de ocho patas, sobre el que cabalgaba en sus largos viajes por los nueve mundos.

Su voz era como una caricia. Quería oírlo relatar las hazañas de Odín, quería que las historias de su dios me envolviesen como un arrullo. Me complació sin necesidad de pedírselo.

—Odín, a lomos de Sleipnir, encabezaba la cacería salvaje que se repetía año tras año durante la celebración de Jolblot. La noche del solsticio de invierno —su voz se fue haciendo ronca como un murmullo— Odín dirigía una horda de espíritus humanos, perros y caballos que salían a la caza de las almas de los muertos. Pero ¡ay! de los vivos que contemplasen ese espectáculo.

Me impresionó.

—¿Era peligroso?

—Podían volverse locos o incluso morir.

—¿Y para qué quería Odín las almas de los muertos?

—Para renovar las fuerzas espirituales de la tierra, que de otro modo estarían negativamente afectadas por los espíritus que vagaban sin rumbo.

—Un ritual de fertilidad —apunté.

Volvió a mirarme con admiración. Ya habíamos salido de la sala. Una brisa suave me refrescó el rostro. Mi vikingo me depositó sobre el césped del campus, bajo las ramas de un castaño. Me sostuvo la cabeza con suavidad y tanteó mi cráneo, palpando con pericia el lugar del impacto y provocándome un grito involuntario.

—¡Ay!

—No hay fisura, pero te ha pegado un buen porrazo.

Entonces me enteré de lo que me había sucedido.

—¿Quién?

—El fantasma. Te ha dado con la cadena... ¿No te habías dado cuenta?

Relacioné el dolor súbito con la agresión y la debilidad, pero me pareció decepcionante. Era mucho más romántico creer que me había desvanecido de amor al verlo a él. Y así me lo explico a mí misma alguna vez. Lo cierto es que me enamoré desde el primer momento en que lo vi. Y eso no me había ocurrido nunca.

—Y ahora háblame de tu diosa fenicia.

Me acobardé. ¿Cómo podía comparar su heroico Odín con la aborrecible dama de Biblos?

—Los fenicios no pronunciaban su nombre. Temían invocarla.

Él mismo me sacó del apuro.

—Su belleza era tal que deslumbraba a cuantos la contemplaban.

La identificaba con la diosa Tanit, una versión de Venus. Aproveché su error para no asustarlo.

—Peligrosa para los hombres. Era mejor no contemplarla.

—¿Y esas manos teñidas de sangre?

Me inventé rápidamente una excusa. Me avergonzaba de la crueldad de la diosa.

—La fatalidad.

Mi vikingo me contempló largamente.

—Ciertamente, la fatalidad siempre acompaña a la belleza. Lo debes de saber bien.

¿Me estaba diciendo que era bella? No acabé de asimilarlo. Su mirada me envolvía como sus palabras. Volvía a sentirme muy mareada.

—¿Tu nombre? —le pregunté acercando mi cara a la suya.

—Gunnar.

—¿Qué significa?

—Guerrero de la batalla.

—¿De dónde vienes, Gunnar? ¿De dónde has venido para raptarme en plena noche?

—De muy lejos, de la tierra de los hielos, Iceland.

Un islandés. Gunnar, mi dios vikingo, era un hijo del hielo y la bruma. Me estremecí. Vivía una alucinación.

—Yo soy Selene —murmuré—. Mi nombre en griego significa luna. Mi familia proviene del Peloponeso.

Gunnar me acarició pausadamente con su mirada.

—La luna, cambiante, antojadiza. ¿Sales por las noches para embrujar a los dioses?

Nos miramos con intensidad. Y le besé. Para mí fue tan natural como si hubiese nacido en sus brazos. Creo que aquella noche, desde mi desmayo, volví a nacer y desperté en sus brazos. Desde entonces nunca más fui la misma.

Nos besamos durante tanto rato que perdí el aliento y la noción del tiempo. Hasta que Gunnar me detuvo.

—Es una locura.

Evidentemente lo era. Nunca me había sucedido nada igual. Era una locura tan deliciosa que no quería ni perder el tiempo pensando en ella. Era posible que si pensaba todo se desvaneciese. Y eso fue precisamente lo que pasó.

Gunnar se levantó, me acarició el pelo, me miró a los ojos con ternura y me susurró unas palabras horribles:

—Olvida esto, Selene. No puede ser.

—¿Por qué?

—No está bien.

¿No estaba bien besarse? ¿No estaba bien caer rendidamente enamorada? ¿No estaba bien sentirme en la gloria? ¿Qué era lo que no estaba bien?

Enseguida lo supe.

En cuanto entramos de nuevo en la sala, Meritxell, disfrazada de violeta silvestre, corrió hacia nosotros agitando un frasquito en su mano.

—¡Selene! ¡Selene! ¿Dónde estabas?

Señalé vagamente.

—He salido fuera, para tomar el aire.

Me ofreció el frasco.

—¡Ten, huele esto!

Me dejé ayudar por mi amiga y accedí a aspirar una y otra vez el aroma de colonia de lavanda que me ofrecía con una sonrisa.

Luego el mundo se hundió bajo mis pies. Meritxell tomó a Gunnar de la mano y lo acercó a mí.

—Bueno, creo que ya os conocéis. Ha sido providencial que Gunnar y yo llegásemos cuando ese tipo se te llevaba. Iba a presentártelo.

Gunnar se inclinó sobre mí y me besó en las mejillas, castamente, primero un beso, luego otro. Y yo me convertí en piedra. Me quedé insensible, helada e inmóvil.

Y muda.

Gunnar tampoco dijo nada.

Meritxell habló por los dos.

—Aún no estabas recuperada del todo. Ha sido una imprudencia que vinieses esta noche. Será mejor que vayas a descansar.

Y mis piernas se movieron una tras otra sin que yo colaborase especialmente. No quería ir a ninguna parte, no quería despedirme de Gunnar, no quería que Meritxell existiese.

Pero Meritxell existía y, además de mi mejor amiga, era, por definición, una buena amiga y como tal velaba por mí y por mi felicidad, tenía confianza en mí. Meritxell me arrastró hasta el guardarropa, recuperó mi abrigo y me ofreció un casco.

—Gunnar te acompañará con la moto. ¿Verdad, Gunnar?

Sentí su incomodidad tan notoria como la mía. Sentí que a Gunnar le pasaba exactamente lo mismo que a mí. Yo deseaba que aceptase y al mismo tiempo sabía que, si aceptaba acompañarme, sucedería algo inevitable de lo que luego me arrepentiría.

Lo que son las cosas. Creía en la fatalidad, pero la deseaba.

Y la deseé tanto que la fatalidad entró en mi vida.

—A lo mejor la moto no le va bien —se excusó Gunnar—. Selene está mareada, ¿verdad, Selene?

Gunnar me dejaba y yo no me resigné.

—Me irá bien tomar el aire —murmuré mirando fijamente a Gunnar—. Preferiría que me acompañases.

Estoy segura de que moví mi vara y de que mis labios pronunciaron un embrujo. Aunque, si lo hice, lo olvidé, puesto que no debería haberlo hecho.

Esa noche Gunnar y yo nos amamos a pesar de la amistad que me unía con Meritxell y a pesar de la culpa que me embargaba.

No pudimos luchar contra la atracción que sentíamos el uno por el otro. Y si él lo intentó, yo no se lo permití. Le di a beber un filtro de amor que me enseñó a preparar de niñas la prima Leto a escondidas de nuestras madres, como una travesura. Un filtro que acabó de rendir su voluntad y dejar a un lado sus principios.

Y fue una locura.

Gunnar fue tierno, complaciente y apasionado, y a pesar de mi inexperiencia supo despertar mi sensualidad.

Me enamoré con locura porque no hay nada más excitante que un amor prohibido.

Deméter estaba en lo cierto. La diosa me había poseído.

Al día siguiente creí haberlo soñado.

—Lo siento. ¿Te he despertado?

Apenas si era mediodía, no había dormido más de cinco o seis horas y tenía el cuerpo entumecido, la boca seca y la conciencia chamuscada. Meritxell se había recostado a mi lado acurrucando su cabeza en el hueco de mi brazo. Buscando mi calor. Tenía los ojos enrojecidos y su voz temblaba ligeramente.

—¿Qué te ha parecido?

Me asustó. Meritxell me interrogaba y yo aún no había tenido tiempo de asimilar mi culpa, admitirla y digerirla.

—¿El qué?

Y lo dije asustada. No estaba segura de si todo lo que había sucedido esa noche había sido un sueño.

—Gunnar, mi novio. ¿Te gusta?

Quise llorar. ¿Si me gustaba? ¿Cómo era posible que Meritxell no se diese cuenta de que me había enamorado de él?

—Es fantástico —respondí sin mentir lo más mínimo.

Meritxell sonrió con tristeza.

—Entonces, ¿a ti también te lo parece?

Asentí sin palabras. La ingenuidad de mi amiga me conmovía y me afectaba.

—Creía que me lo había inventado —confesó Meritxell.

—¿A Gunnar?

—Es tan maravilloso que no podía ser real. Por eso no os lo presentaba, por si acaso se desvanecía, como un sueño.

Eso era exactamente lo mismo que me sucedía a mí. Meritxell continuó con su soliloquio.

—Y a lo mejor lo ha sido. ¿Existe? Tú lo conociste. Dime: ¿existe Gunnar?

Estaba atónita ante las revelaciones de mi amiga. Estaba expresando en palabras todo lo que yo sentía.

Me disculpé como pude, necesitaba aclararme.

—No sé, Meritxell, casi no lo conozco, fue un momento...

Me interrumpió.

—Gunnar es islandés, de una familia muy rica, creo. Está doctorándose en Filología y es un experto en sagas vikingas, por eso quiso sorprenderme con su disfraz de Odín. ¿Sabes quién es Odín?

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