Read El desierto de hielo Online
Authors: Maite Carranza
Y de pronto lo comprendí. ¡Era Baalat! Baalat me estaba poseyendo. Mi brazo pertenecía a Baalat, pero el resto de mi cuerpo era todavía mío. Baalat había encontrado resistencia a causa de mi escudo y pugnaba por beber mi sangre como había hecho con comodidad durante semanas. Sentí miedo y repugnancia. Noté cómo se disparaban mis palpitaciones y el sudor me empapaba la frente y la palma de las manos.
Me preguntaba por qué Gunnar me había pedido que no me moviese. Lo obedecí a pesar de que el odio me iba invadiendo. Me mantuve quieta y con los ojos cerrados luchando para impedir que Baalat me poseyese del todo.
Bruscamente, el dolor de mi brazo desapareció y momentáneamente recuperé mi voluntad.
Entonces, un chillido estridente hendió el silencio del atardecer. Era agudo, desagradable y parecía provenir de una garganta que no era humana. Me levanté de un salto. Gunnar había atrapado a Baalat y me la mostraba con rabia, con mucha rabia. Reprimí un sollozo al reconocerla. Gunnar la agitó en el aire gritando:
—¡Este bicho asqueroso te estaba mordiendo!
Era Lola.
No dudé ni un momento.
—¡Mátala!
Gunnar debería haberla golpeado contra el suelo del coche, pero vaciló y fue demasiado tarde. Con una fuerza insospechada para un hámster, el roedor clavó salvajemente los dientes en la mano de Gunnar. Así consiguió que lo soltase y luego saltó por la ventanilla que Gunnar llevaba levemente abierta. Y en ese mismo instante el tiempo cambió bruscamente. Las nubes corrieron desbocadas cubriendo las montañas y el cielo se ennegreció. Gruesas gotas de lluvia comenzaron a golpear el coche y un rayo derribó una torre de la electricidad a pocos metros de donde estábamos aparcados. El estrépito fue espantoso. Gunnar no daba crédito a la furia de esa repentina tormenta que se había desatado de la nada.
Por mi parte, yo no había permanecido impasible. Tenía mi atame en una mano y mi vara en la otra. Pronuncié un conjuro potente, el más potente que conocía, y apunté al hámster con la vara. Conseguí inmovilizarla, pero eso no era suficiente. Tenía que reaccionar con rapidez; sólo disponía de unos instantes en los que Baalat estaría paralizada por mi conjuro. Salí fuera del coche y corrí hacia el pequeño bulto marrón inmóvil sobre el suelo mojado. Baalat pugnaba por liberarse de mi hechizo, era cuestión de segundos. Quedé empapada y cubierta de fango porque resbalé en dos ocasiones, pero antes de que Baalat consiguiese deshacerse de mis ataduras y convocar un rayo mortal, la alcancé y, de un certero golpe de mi atame, seccioné su cabeza, que rodó sangrando sobre la piedra negra del volcán Askja.
Actué sin piedad, sin dudarlo. No era un hámster, me repetía, no era la cariñosa mascota de Meritxell, sino su asesina. No era un pequeño roedor sino un monstruo que invocó al fuego y carbonizó al pobre Kristian Mo. No era un animalillo asustado que buscaba refugio y consuelo en mis brazos, era una sanguinaria bruja que había sobrevivido a la muerte usurpando el cuerpo de la entrañable Lola. No era un ser indefenso, era una Odish inmortal que probablemente pretendía encarnarse en mí.
Sin perder un instante la abrí, extraje su corazón y lo atravesé con mi atame. Luego troceé su cuerpo en minúsculos pedazos y les prendí fuego. Enterré sus cenizas y pronuncié un sortilegio para evitar que volviesen a reencontrarse.
Gunnar asistió a todo el proceso sin abrir boca.
Una vez hube acabado con el sangriento ritual, me eché a llorar colgada del cuello de Gunnar y aquejada de una crisis histérica.
Mi vikingo, serio y atónito por todo lo que acababa de suceder, me acunó como a una niña hasta que los sollozos remitieron. Después revisó mi brazo, destrozado a mordiscos, y lo curó con alcohol. Podía haber gritado, pero aunque me hacía daño, ya no me dolía. Nada me dolía ni me importaba, había acabado con la pesadilla de Baalat. Estaba libre. Por fin podría dormir tranquila, descansar.
Pensé en mi pequeña, en mi bebé secreto que se había visto tan amenazado como yo. Imaginé todas las noches en que Baalat, bajo la forma de Lola, había dormido en mi regazo buscando el refugio de mis brazos, y me estremecí al recordar el ronroneo de su cuerpo contra mi piel. Me vino a la cabeza la lucidez de Kristian Mo al detectar el peligro y acorralar a Baalat contra la pared. Estaba claro. El miedo de Baalat desencadenó la tormenta y acabó con la vida de Mo.
¿Había sido poseída como la pobre Meritxell?
Y de pronto lo vi claro. Comprendí lo que le ocurrió a Meritxell.
—¡Fue ella!
—¿Quién?
—¡Meritxell! ¡Ella misma se clavó el cuchillo para destruir a Baalat!
—¿Baalat? —preguntó Gunnar extrañado.
—Meritxell estaba siendo poseída y decidió acabar con ella en el momento en que supo que su cuerpo ya no le pertenecía...
Gunnar me cogió la cara con sus grandes manos y me obligó a mirarle.
—Selene, ¿qué estás diciendo? ¿Meritxell se suicidó?
—No exactamente, pero fue su propia mano quien clavó su cuchillo.
—¿Entonces fue ella?
—Sí, pero no...
—No te entiendo... ¿Estás bien? ¿Qué te ha ocurrido? Anda, explícamelo todo.
Había visto mi vara, había visto mi atame, había sido testigo de mi hechizo, de mi ritual. ¿Podía engañarlo? ¿Me creería si le decía la verdad?
—Soy una bruja.
Gunnar suspiró.
—Ya lo sabía.
Consiguió desconcertarme.
—No entiendo. ¿No té asusta? ¿No te asombra?
Gunnar señaló la desolada inmensidad que nos rodeaba. Estábamos en el epicentro de una isla poblada de brumas, fuego, hielo y seres ocultos. Bajo nuestros pies podía sentir la fuerza del magnetismo de los volcanes y a lo lejos el Askja aparecía como una inmensa caldera hirviendo.
—Esta isla es primitiva. Nuestro volcán Hekla es la puerta del infierno; en el lago Lugarin, cerca de aquí, habita un monstruo de las aguas; en este mismo valle, en invierno se oye rugir a los trolls y, si dejas un pastel en la ventana, lo más probable es que lo robe un elfo. Eso sin contar con los fantasmas familiares. ¿Quieres que me asombre de las brujas?
Me quedé sin respuesta. De acuerdo que Gunnar me había hablado con naturalidad de los seres mágicos, de las sagas de sus dioses y sus leyendas, pero aunque aceptase mi condición de bruja, había algo que no me encajaba. ¿Lo sabía? ¿Cómo?
—¿Lo sabías?
—Me lo dijo Meritxell.
¡Meritxell había vulnerado nuestro secreto sin motivo alguno! Sentí rabia.
—¿Qué te dijo?
—Que me habías embrujado, y tenía toda la razón.
No sabía si Gunnar hablaba en serio o en broma, así que desistí. Había estado a punto de cometer un sacrilegio y afortunadamente me había contenido a tiempo.
—Mi bruja preferida —musitó Gunnar abrazándome cariñosamente.
—¿De verdad no te has asustado por todo lo que he hecho con Lola?
Gunnar negó con la cabeza.
—Has destruido su espíritu y así impides que pueda reutilizar ese cuerpo. Has hecho bien. Ese bicho se interponía entre nosotros, estaba poseído.
—Y en cuanto a Meritxell...
—Sé que tú no la mataste, no insistas.
Sonrió enigmáticamente y confieso que me miró de una forma que me desconcertó. ¿Qué sabía Gunnar? ¿Qué ocultaba Gunnar? ¿Qué quería Gunnar? Y de pronto caí en la cuenta: ¿quién era Gunnar?
Descubrí que a Gunnar no le gustaba hablar de él. Prefería narrarme la saga del gran Grettir el Fuerte, que habitaba cerca de Holar, tierra de gigantes, que luchó y venció al fantasma Glamr, y murió víctima del maleficio de una bruja; o las hazañas de Odín en su viaje a los infiernos o en sus andanzas por los nueve mundos.
Apenas conseguí sonsacarle que no tenía hermanos, que su abuelo, el marinero Ingar, viajó por todo el mundo, que su padre murió hacía muchos años y que su madre era una mujer de gran personalidad con la que no se llevaba bien. En esos momentos no estaba en la isla. Así pues nadie esperaba a Gunnar ni ninguna familia prepararía un festín en su honor ni brindaría tres veces por su regreso como mandaba la tradición.
Gunnar se reservaba el derecho de sorprenderme. Y lo consiguió. Me dijo que pasaríamos por la granja de sus antepasados, que heredó al morir su padre y que nunca había visitado. Recordé lo que dijo Hólmfrídur sobre esa granja abandonada.
—¿Mentiste a Hólmfrídur?
Gunnar rió.
—Se lo merecía, por metomentodo. Quería saberlo todo sobre mí y mi ascendencia. Supongo que pretendía asegurarse de mi limpieza de sangre vikinga.
—Y la engañaste.
Gunnar soltó una carcajada.
—Le expliqué que había nacido en esa granja abandonada y conseguí desconcertarla. Todavía debe de estar recabando informes sobre mí.
—Dijo que tenías un acento extraño.
—En la familia de mi madre hablaban noruego. Soy bilingüe —y volvió a reír—. Claro que eso tampoco se lo dije. Así tendrá en qué pensar.
Gunnar tenía razón. La única forma de responder al control exhaustivo de las Omar era confundiéndolas. Tenía que aprender muchas cosas de mi chico. Los ojos le brillaban y silbaba una canción con reminiscencias celtas.
—Estoy impaciente por ver esa granja. Mi padre me habló mucho de ella.
Durante nuestro largo viaje había ido observando las granjas con las que nos cruzábamos. Algunas, las más antiguas, estaban construidas en turba con techumbres de paja y minúsculas ventanas para eludir el frío de los largos meses invernales. Las más actuales tenían tejados a dos aguas, ventanales de vidrio y estaban pintadas de vivos colores, respiraban luz y confortabilidad. Pero la granja de Gunnar era especial.
Su aspecto de fortaleza, con sus torres y sus minúsculas almenas defensivas, recordaba más la estética de un castillo medieval que una granja destinada a la cría de caballos y ovejas. Y ante mi asombro Gunnar me confesó que provenía de la primitiva nobleza vikinga.
Me enorgullecí, pero me duró dos minutos. En cuanto aparcamos el coche y nos acercamos vi que la planta de la casa almenada imponía sólo de lejos. De cerca, la fachada estaba llena de grietas que supuse repletas de lagartijas y serpientes, el jardín había sido invadido por la maleza y al avanzar hacia la puerta los graznidos de los pájaros que habían anidado en la buhardilla me alertaron sobre lo que nos encontraríamos dentro. Peor imposible.
Los goznes de la puerta chirriaron con estrépito al empujarla, estaban oxidados y la vieja madera podrida. Tras varios intentos, Gunnar, sudando por el esfuerzo, consiguió moverla. Pero daba lo mismo, porque el interior era una auténtica ruina. Parte del tejado había caído y la lluvia, la nieve y el frío se habían hecho un magnífico hueco al abrigo de sus muros. Era una casa a medio devorar por la naturaleza, que se había enseñoreado de sus paredes y sus suelos. Era una casa viva, poblada de ruidos, de extraños olores, habitada por seres y presencias desconocidas que nos observaban y nos seguían con la mirada. Lo notaba. Me incomodaban sus ojos clavados en mí, podía oír sus respiraciones y sus pisadas sigilosas.
Gunnar sólo dijo:
—Vaya.
Y ese lacónico «vaya» era un poco ofensivo, porque era la misma expresión que uno dice cuando se olvida de cerrar la puerta o se le quema el cazo de la leche, pero no cuando se hunde una casa entera como era el caso.
¿No pretendería quedarse allí? No había ningún lugar donde sentarse. Todo estaba cubierto de agua, lodo y polvo. Por no haber, no había ni electricidad, ni agua corriente. Únicamente una vieja chimenea nos permitiría secar nuestras ropas y calentarnos. Y la cocina, o lo que había sido una cocina, era antediluviana.
La maravillosa granja de Gunnar resultaba a todas luces inhabitable y las historias que le había explicado sobre ella su padre debían de estar mitificadas. ¿Mentimos para seducir a los demás o la memoria nos juega malas pasadas? Mi casita del verano que pasé en Olimpia, con sus porches emparrados y su aroma a jazmín, ¿era inventada? Deméter me dijo que los niños inventamos paraísos y que luego les añadimos habitaciones que estaban cerradas.
En este caso, milagrosamente, un par de habitaciones de la primera planta, aisladas del resto, se habían mantenido en un estado aceptable. Una de ellas era un inmenso y tétrico dormitorio presidido por una gran cama de hierro con un dosel de terciopelo ajado y sucio. Enfrente, la chimenea. En un rincón cerca de la ventana, a guisa de baño, se conservaba todavía un antiguo lavamanos de porcelana, una bañera de cobre y un gran espejo con marco de plata labrado con filigranas. El mobiliario era de madera noble. Un cofre, una cajonera y un secreter. Y decorando la pared que presidía la alcoba, un sorprendente fresco a tamaño natural de una hermosa dama con atuendo medieval que, estoy segura, fijó sus azules ojos en mí nada más entrar. Lo curioso era que la dama había sido pintada en esa misma sala. Tras ella, inconfundibles, estaban meticulosamente reproducidos el arcón, el secreter y el espejo. Me pareció curioso.
Gunnar me propuso dormir en ese dormitorio. No me seducía nada la idea. Por la chimenea se oía el aleteo de los pájaros, y las arañas habían hecho una laboriosa obra de pasamanería uniendo mediante complicadísimas redes todos los muebles de la sala. Prefería dormir en la tienda de campaña que profanar los dominios turbios de otros.
—No me gusta nada.
—Un par de noches, tres a lo sumo. Encenderé la chimenea y estaremos calientes. Tengo que recoger unas cosas de esta casa.
—¿Qué cosas?
Gunnar suspiró.
—¿Me guardarás el secreto?
—Me encantan los secretos —dije, obviando que yo me reservaba uno muy importante.
—Hay un tesoro escondido.
—¿Aquí?
—En esta casa.
—¡Un tesoro! —exclamé repentinamente interesada—. ¿De qué tipo?
—Joyas —susurró.
—¿Y por qué hablas tan bajo?
—Las paredes oyen —afirmó Gunnar con voz lúgubre.
Y sin previo aviso con su mano escondida me pellizcó la pierna a traición. Creí que era una araña, un troll o un ser maligno. Toqué el techo del susto.
—¡No vuelvas a hacer eso! ¡Nunca más!
Gunnar rió durante un buen rato, pero a mí no se me pasaba el enfado.
—Anda, sonríe.
—Esto es una ruina —repliqué señalando la destartalada habitación.
Gunnar simuló ofenderse.
—Está bien, tú lo has querido. Si no te ríes por las buenas, ¡reirás por las malas!
Me tomó en brazos y me dejó caer sobre la cama; luego me atacó a base de cosquillas y besos hasta que a mí se me pasó el enfado. Era imposible permanecer más de diez minutos peleada con él.