Read El desierto de hielo Online
Authors: Maite Carranza
—No se trata de aprender, no se trata de memorizar conocimientos o practicar técnicas. Se trata de hallar un equilibrio entre su mente, su cuerpo y sus poderes. Anaíd aún está creciendo, aún se está conociendo a sí misma y no se quiere lo suficiente.
—Es preciosa.
—Inteligente.
—Y lista.
Selene negó.
—Ha crecido demasiado deprisa. La dejé siendo un patito feo y ahora ya es un cisne y sabe volar, pero aún no sabe orientarse en medio de una tormenta y... —suspiró— no conoce el Camino de Om.
La sola mención de ese nombre provocó escalofríos.
—¿Y tú, Selene? ¿Lo conoces acaso? ¿Lo has hecho? ¿Has hecho tú el Camino de Om? —la increpó Karen—. Ninguna bruja Omar ha hecho jamás el Camino de Om, que comunica con el mundo de los muertos. Todo son rumores y leyendas.
Selene era muy hermosa, regalaba poderío y respiraba el aire a borbotones, puras ansias de vivir. Sin embargo, cuando revivía su pasado, sus ojos verdes, aparentemente alocados y dispersos, se precipitaban como las aguas del lago y se tornaban viejos y sabios.
—No es ninguna leyenda. Yo lo hice, y Anaíd deberá hacerlo. Ésa es nuestra tarea más difícil.
Las tres mujeres callaron abrumadas por la revelación de Selene.
—Hice el Camino de Om hace muchos años. Era casi tan joven como Anaíd y no tenía a nadie que me guiara.
A ninguna de ellas se le hubiera ocurrido que la loca pelirroja, de risa estentórea y actitudes provocativas, hubiese penetrado en el reinado de la muerte.
En torno a Selene se había tejido una leyenda negra sobre los años en que desapareció del control de las Omar. En su juventud, Selene, rebelde y contestataria, desapareció por completo. Nadie, excepto ella y su difunta madre, Deméter, sabían qué había sucedido durante ese tiempo. Los rumores eran muchos. Se hablaba de pactos con las Odish, de traiciones, de adquisición de poderes ocultos, de ambiciones cumplidas. Selene acababa de desvelar uno de sus secretos. Su viaje por el Camino de Om, que conduce hasta la muerte.
—¿Cómo pudiste hacer el Camino de Om y sobrevivir? —exclamó Valeria exorcizando el mismo nombre que se había pronunciado.
—Entonces tenía un motivo. Y quizás ocurrió así para poder guiar a mi hija de nuevo, para que se cumpla la profecía y pueda asir el cetro con mano firme.
—¿Y es necesario que recorra el Camino de Om?
Selene parpadeó y dio una explicación plausible. Había hablado demasiado. Su don no era precisamente la discreción.
—Hasta ahora la muerte ha sido el territorio de las Odish. Las Omar lo hemos eludido, pero la elegida no podrá vencer a las Odish si antes no ha realizado el Camino que hizo Om cuando desapareció en la cueva con su hija Orna para protegerla de Od. Y además...
—¿Además qué?
—Hay otro motivo de peso, pero no puedo decíroslo.
Se hizo un silencio leve que sólo interrumpió el lento masticar de sus bocas.
—Dolz y Glabutz han escrito mucho acerca del viaje —apostilló Elena, una fuente de primera mano para conseguir información.
—Lo sé. Deméter y yo estuvimos leyendo y preparando juntas este difícil momento. Aunque nunca se me ocurrió que Deméter no estaría. Tendré que acompañarla sola.
—¿Cuándo?
—Lo antes posible. El tiempo urge, nos están acechando.
Elena untó una nueva tostada con mantequilla y la decoró con enormes cucharadas de mermelada.
—Anaíd parece tranquila y confiada. Estuvo repartiendo las invitaciones de su fiesta por Urt. Ella misma ha alquilado la sala de baile, ha comprado las bebidas y, junto con Roc, han hecho acopio de música para bailar un año seguido. Me ha pedido que la ayude con los bocadillos.
—A mí también —añadió Selene—. Esta fiesta le hace mucha ilusión. Ante ella finjo seguridad, pero hemos atrasado demasiado nuestra marcha. Esta noche cumple quince años. Tendríamos que haber marchado antes.
—¿Presientes algo?
Selene afirmó.
—He formulado cada noche el conjuro de protección de Dido, el más completo, y lo he reforzado con un pentáculo de malaquita, y a pesar de ello siento una presencia hostil.
Valeria extendió las manos con aprensión y cerró los ojos. Sus brazos nervudos se tensaron, tembló unos instantes y luego se relajó inmediatamente de su corto trance. Sin mediar palabra removió con la cucharilla su vaso de café, lo bebió de un sorbo y luego contempló el poso del fondo.
—Efectivamente, Selene tiene razón.
No era un buen presagio que la oráculo etrusca confirmara la interferencia de una posible Odish. Creó mal ambiente.
Pero Elena, la buena de Elena, se zampó su última tostada con mantequilla y mermelada y palmeó.
—¿Os habéis propuesto fastidiarme el desayuno? Pues no lo conseguiréis. Si no lo consiguen mis ocho hijos ni mi marido, no podrá ni la mismísima condesa o la dama negra revivida, por mucha presencia hostil que tenga.
Selene rió.
—Y que la condesa te conserve el apetito por muchos años. Ni en su presencia dejarías de comer.
—Faltaría más... Si no, mi pobre Rosario ¿qué leche mamaría?
El nombre de su nuevo bebé las hizo partir de risa.
—Eres consumadamente retorcida. Rosario es nombre de niña.
Elena tenía ocho chicos y ansiaba una niña.
—Por eso se lo puse.
—Prometiste que le llamarías Ros.
—Pero Rosario es más completo. Cuando sea mayor me lo agradecerá.
Y Elena consiguió lo que se proponía, restaurar el buen humor y el optimismo. Se limpió delicadamente los labios y las manos y anunció con picardía:
—Tengo muy buenas noticias. He encontrado el conjuro del camaleón, el que nos dijeron que se había perdido definitivamente en la quema de la biblioteca de Alejandría.
—¿De verdad?
—He estado practicando y funciona de maravilla.
Apartó con cuidado su plato de tostadas y de su enorme maleta sacó un grueso volumen, apolillado y amarillento, encuadernado en cuero. Con una agilidad sorprendente, sus dedos regordetes fueron pasando las páginas de papel de cebolla hasta dar con lo que buscaba. Con un gesto triunfal lo mostró al auditorio.
—Se puede formular a distancia y no importa dónde esté la bruja en peligro.
Selene sonrió adelantándose a su siguiente explicación.
—¿Quieres decir que me podréis hacer desaparecer esté donde esté?
Elena sonrió.
—Efectivamente. Tras una llamada tuya nuestra reacción será inmediata.
Selene se lanzó al cuello de Elena para besarla, pero tropezó con su maleta. Del golpe vertió la taza de café, que se derramó sobre la mesa. Al acto, Valeria, perteneciente a la tribu etrusca y con grandes poderes adivinatorios, oscureció su mirada y todas callaron. Al darse cuenta de la expectación, intentó quitar hierro al asunto.
—No pasa nada. No tiene importancia.
—Sí que la tiene —musitó Selene con los ojos fijos en la mancha negruzca que se extendía informe sobre el mantel amarillo—. Dinos qué ves.
—No puedo leerlo —insistió Valeria muy nerviosa.
—¿Aviso a Clodia? —la amenazó Selene.
Valeria negó y con un gesto rápido tomó la bayeta y recogió el café.
—Sólo era café derramado. Nada más.
Todas sabían que no era cierto.
Anaíd estaba eufórica. Todos sus compañeros habían aceptado su invitación. Había conseguido el local de sus sueños. Tenía megafonía, luces, bebida a mogollón, y su madre y las amigas de su madre la ayudaban con los bocadillos.
Aunque lo mejor de todo había sido la sorpresa de la llegada de Clodia.
Todo eso y la inminente marcha justificaban en parte su nerviosismo, sus ganas de gritar y de reír, su impaciencia para que llegase la noche de una vez y las luces intermitentes de la sala disimulasen su excitación.
No habría hora de cierre —ése era el trato con Selene—, ni tampoco habría vigilantes molestos. Estarían solos y podrían bailar, armar ruido y hacer el burro hasta la madrugada, hasta que saliese el sol si así lo querían. Anaíd estaba dispuesta a pasar la mejor noche de su vida. Clodia también lo tenía clarísimo.
—Y esta noche te ligas a Roc.
Anaíd se sonrojó.
—¿Cómo? No sé cómo se liga, no he ligado nunca.
—Eres una bruja, ¿no? Pues sigue tu instinto. Mi instinto me dice que Roc está loco por ti.
—No seas pesada.
—Pesada no, obsesiva. No me voy de aquí si no te dejo colocada y con novio.
Roc era el hijo mayor de Elena. Moreno, socarrón, de ojos negros, piercing en la oreja, moto y vaqueros ajustados. De niños, él y Anaíd se habían bañado juntos en la poza del río. Luego Roc —durante el tiempo en que fue novio de la chica más guapa de la clase, Marion— fingió no conocerla. Pero desde su regreso Anaíd había crecido tanto que podía mirarlo casi cara a cara, y Roc redescubrió a la amiga y compañera de la infancia. Pasaban más tiempo juntos que separados y se llamaban constantemente. Primero Roc le pidió ayuda para presentarse a un examen de recuperación. Anaíd era la mejor en Matemáticas y, aunque era dos años más joven, no tuvo ningún problema en enseñarle a resolver las ecuaciones y ayudarlo a preparar su examen. Se acostumbraron a pasar horas sentados el uno junto al otro. Anaíd no le dio importancia hasta que lo encontró con Marion una tarde en la ciudad saliendo del cine. Iban cogidos de la mano y Roc, al verla, la soltó enseguida. Pero fue suficiente. Anaíd sintió una punzada que le atravesó una parte de su anatomía que no conocía. ¿El hígado? ¿El bazo? ¿Los pulmones? ¿O tal vez el corazón? En cualquier caso su cuerpo confirmó que la complicidad que sentía junto a Roc iba más allá del afecto a un simple compañero de estudios. Y desde entonces lo pasó fatal. Sobre todo la tarde siguiente en la que Roc quedó con ella y le estuvo explicando que ya no salía con Marion pero que aún eran buenos amigos. No supo qué hacer, ni dónde mirar. Se avergonzaba de su sentimiento. Por novedoso, por extraño, por aparatoso.
Desde que fue consciente de que Roc le gustaba no pudo evitar enrojecer en su presencia. Y cualquier broma, un golpecito afectuoso, una llamada suya le provocaban un ardor en las mejillas que la delataba.
Esos últimos días su apuro era constante, puesto que se veían a todas horas ultimando los preparativos de la fiesta. Juntos limpiaron el local, colgaron cables, acarrearon bailes y trasladaron sillas y mesas hasta altas horas de la noche. Anaíd se estremecía cada vez que se rozaban sus manos o sus pies coincidían en el mismo lugar. Era un estremecimiento dulce, un cosquilleo, un calor súbito que le hacía desear prolongar el contacto y que, a veces, le hacía buscarlo fingiendo una casualidad.
Pero no se hacía ilusiones.
Lo previsible era que Roc simplemente la considerase una buena amiga.
Lo peor era que esa noche de la fiesta se presentase con Marion.
Lo más dramático era que ni por un momento se le pasaba por la cabeza la posibilidad de gustarle a Roc.
Lo más triste era que tenía que marcharse con su madre. Pronto. Muy pronto.
Lo más grave era que no podía utilizar ninguno de sus poderes para sus fines.
Lo más absurdo era que ella, esa chica tímida, era la que las profecías designaban como la elegida.
Y Clodia aún lo estaba digiriendo.
—Cuando mi madre me dijo que eras la elegida me sentí rarísima. Me dio por rebobinar todas las cosas que había dicho en tu presencia, como si pudieras reprochármelas. Ya sabes, seguro que hice el ridículo.
—No llevaba la grabadora encima.
Clodia insistió.
—Es como si un buen día pones la tele y descubres que tu compañera de pupitre es una actriz famosa que sale en todas las pelis. Te sientes fatal.
Anaíd la cogió de las manos.
—Mírame bien, soy la misma que cuando me conociste. Pero más asustada.
—¿Asustada tú?
Anaíd nunca comprendería el buen concepto que Clodia tenía de ella.
—Me pesa un montón.
—¿El cetro?
—La responsabilidad, boba.
—¿Dónde está el cetro de poder?
—Escondido.
—¿Me dejas verlo?
Anaíd se quedó dudosa.
—Mierda. Ahora mismo no sé si debo enseñártelo o no. No sé si mostrarte el cetro a ti compromete el futuro de las Omar. Estoy hecha un lío y no me siento para nada a la altura de todo lo que dicen las profecías.
—A mí me pasaría lo mismo. Pero, peor, vaya, seguro que mucho peor.
Sin embargo Anaíd se puso en pie. Abrió su armario, sacó una caja de zapatos y se la mostró a Clodia. Ahí, disimulado entre papeles arrugados, resplandecía el mítico cetro de la elegida. Estaba labrado en oro y era hermoso, pero lo que más imponía era su leyenda. Según la leyenda, la mismísima madre O lo empuñó y luego lo lanzó a las profundidades de la tierra para evitar que su hija Od se apropiase de él. Clodia estaba francamente impresionada.
—¿Y dices que cuando conjuraste el Etna para provocar la erupción lo escupió la tierra?
—Y Salma se apropió de él. Luego lo recuperó mi madre. Ahora es mío.
Clodia se acercó ensimismada con la mano extendida dispuesta a acariciarlo, pero Anaíd retiró la caja con rapidez.
—No, no lo toques.
—¿Por qué?
—Es muy poderoso y puede torcer la voluntad de quien lo posea.
Clodia se lo quedó mirando fijamente.
—La profecía de Trébora.
Anaíd recitó:
—Oro noble de sabias palabras labrado, destinado a las manos que aún no han nacido, triste exiliado del mundo por la madre O.
Clodia se sumó a los versos:
—Ella así lo quiso. Ella así lo decidió. Permanecerás, pues, oculto en las profundidades de la tierra, hasta que los cielos refuljan y los astros inicien su camino celeste. Entonces, sólo entonces, la tierra te escupirá de sus entrañas, acudirás obediente a su mano blanca y la ungirás de rojo.
Anaíd finalizó:
—Fuego y sangre, inseparables, en el cetro de poder de la madre O. Fuego y sangre para la elegida que poseerá el cetro. Fuego y sangre para la elegida que será poseída por el cetro.
Anaíd no pudo evitar un escalofrío. Clodia pronunció el último verso:
—El cetro de O gobernará a las descendientes de O.
Y se echó a reír.
—No te lo tomes muy en serio. Cuando te pones seria pareces mayor.
Pero Anaíd estaba seria.
—Se ha cumplido todo. En el momento en que se produjo la conjunción tomé el cetro y destruí a Salma. Me ensucié las manos de sangre.