Read El desierto de hielo Online

Authors: Maite Carranza

El desierto de hielo (3 page)

BOOK: El desierto de hielo
8.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Clodia la abrazó.

—Olvídalo y diviértete, esta noche diviértete mucho y olvida todo lo que has pasado.

Anaíd se repuso. Guardó la caja, cerró el armario con cuidado y se dio cuenta de que Clodia se había dejado caer en la cama muerta de sueño.

—Despiértame a las diez. No me quiero perder la fiesta —suspiró antes de quedarse frita.

Anaíd la cubrió con la colcha y salió de puntillas hacia la sala.

En la sala, Anaíd cortaba panecillos barajando todas las posibilidades sobre lo que podría suceder durante la fiesta. ¿Se pasaría la noche sentada en una silla comiéndose las uñas? ¿Se pasaría la noche sirviendo bebidas y bocatas y poniendo música en plan Cenicienta sin importarle un pepino a nadie? ¿Se pasaría la noche charlando con Roc en plan amigos de la infancia sin rozarse ni un milímetro de la piel? ¿Se pasaría la noche muerta de celos, cotilleando con Clodia sobre los magreos de Roc y Marion? ¿Se pasaría la noche intentando bailar sin dar pena? ¿Se pasaría la noche suspirando por un beso de amor sin conseguirlo?

Y tanto barajar situaciones estresantes acabó por ponerse tan nerviosa que se cortó un dedo. Selene acudió enseguida a su lado y la ayudó a vendarse y a detener la hemorragia.

—Dame el cuchillo. Será mejor que tú sólo untes el tomate en el pan.

Selene acarreó el cesto con tomates y se colocó junto a Anaíd trabajando codo con codo como en una cadena de montaje. Selene cortaba el pan a rebanadas, Anaíd lo untaba de tomate y luego lo aliñaba con aceite y sal, como le había enseñado su madre desde niña para hacer más sabrosos los bocadillos. Por último, lo colocaba sobre la bandeja.

—¿Estoy guapa? —se atrevió a preguntar Anaíd de pronto.

—Te veo diferente.

—Me he pintado. Mejor dicho, me ha pintado Clodia, pero me siento rarísima con esta raya negra y los párpados brillantes.

—Pues quítatelo.

—¿No te gusta entonces?

—A ti no te tiene que importar lo que me guste a mí o no. Eres tú quien tienes que gustarte a ti misma. Los demás descubrirán tu belleza aunque no vayas pintada.

—No es fácil.

—Ya lo sé. Se trata de ir probando.

Anaíd, siempre tan conformista, se sublevó con la familiaridad con que su madre trataba su problema. Era algo así como subestimarlo.

—Por favor, mamá, tú no tienes ni idea.

—¿De qué?

—De lo que siento, de mi nerviosismo.

—¿Por el cetro?

—Sssí.

—Ya lo sé, la responsabilidad es muy grande, pero yo no te dejaré sola.

—¿Dónde iremos?

—No te lo puedo decir. Emprenderemos un camino las dos y no sé cuánto tiempo nos llevará.

—Pero yo querría quedarme aquí, con mis amigos. ¿De verdad tenemos que irnos? ¿No bastaría con un conjuro de protección del valle?

Selene calló. La frase de Anaíd le reportaba un doloroso recuerdo.

—Entiendo lo que te pasa. Entiendo que te cueste aceptar que a tu edad tienes que sacrificar tus intereses por el bien de la comunidad.

Anaíd asintió. Lo había resumido perfectamente.

—Y no sólo es eso. Esta noche es una noche muy importante y tengo miedo a hacer el ridículo.

—¡Bah! —minimizó Selene—. Menuda tontería.

—¿Tontería? —se ofendió Anaíd—. No sabes lo que es tener quince años y debutar en la vida social.

Selene se puso en jarras. Era espléndida y muy joven para ser madre de Anaíd.

—¿Te crees que siempre he tenido treinta y tres años?

Y Anaíd cayó en la cuenta de que estaba diciendo una sandez.

—Perdona. Quería decir que yo he sido siempre una chica rara, diferente.

—Yo también lo fui.

Anaíd no daba crédito. Selene era atrevida, lanzada, seductora, segura de sí misma. No podía meterse en su mismo saco.

—¿Tú? Eso sí que no.

—Pues claro, todas las brujas Omar hemos tenido una infancia vigilada, una adolescencia traumática y una juventud difícil. No hemos sido mortales libres.

Anaíd quitó mentalmente un puñado de años a su madre y, sin costarle excesivamente, la vio joven, inconsciente y atrevida.

—Somos muy diferentes tú y yo.

—Puede, pero eso no quiere decir que yo no sepa lo que es enamorarse, odiar a una madre, sentir miedo por la responsabilidad, desear no ser una bruja o querer morir de pena. Siempre soñé con ser una mortal.

Anaíd, de pronto, sintió una gran curiosidad por esa Selene que no conoció nunca, pero que podía intuir e imaginar.

—¿Querías ser una mortal libre?

—Ése fue mi drama... o mi suerte.

—Mamá, y ¿cuándo fue tu primera fiesta?

Selene se mordió los labios.

—Hace mucho tiempo, pero me acuerdo como si fuese ayer.

—¿Fue importante para ti?

Selene se restregó los ojos con la manga de la camisa, levemente. Había sentido un escozor repentino.

—Ahí empezó todo, con esa fiesta se decidieron muchas cosas importantes y trascendentes para mi vida.

—¿Cuántos años tenías?

—Tenía diecisiete años y había empezado a vivir sola en la ciudad y a estudiar Periodismo.

—¡Jo! Hay muchas cosas que no sé de ti.

—Las sabrás todas, tengo intención de explicártelas.

—¿Cuándo?

—Durante este viaje. Tendremos mucho tiempo para hablar.

—Empieza ahora, por favor.

—¿Ahora?

—Por favor, tenemos tiempo, Clodia está durmiendo y Roc está ayudando a su padre.

Selene dudó unos instantes. Miró su reloj y accedió. Había tiempo de sobras hasta la noche.

—¿Por dónde quieres que empiece?

—Por esa fiesta.

Selene parpadeó levemente y se limpió las manos en el delantal.

—¿Estás dispuesta realmente a escuchar nuestra historia? ¿La tuya y la mía?

—Sí. Estoy segurísima.

—A lo mejor hay muchas cosas que te sorprenderán, otras que te dolerán, otras que habrías querido no llegar a saber nunca... Porque te lo advierto, no te ahorraré ningún detalle. O todo o nada. Ésa es mi propuesta.

Anaíd no podía dar crédito a lo que oía.

—¿En serio?

—Estoy hablando completamente en serio —aseveró Selene.

—¿No me ocultarás nada? —insistió Anaíd.

—Nada.

—¿Me dirás quién es mi padre?

Selene no dudó ni un instante.

—Sí.

Anaíd se llevó las manos al pecho. Nunca se había atrevido a formular esa pregunta a su madre y ahora Selene estaba dispuesta a iluminar su origen, su pasado, su propia semilla.

* * *

TODO empezó una tarde de febrero. Me acuerdo perfectamente porque hacía mucho frío y no teníamos calefacción. Vivía en Barcelona en un piso pequeño con viejos balcones de postigos de madera, olor a sofritos y carcoma en las puertas. Ninguna maravilla, pero a los diecisiete años me parecía un palacio.

Compartía el piso con Carla, Meritxell y Lola.

Carla, una estudiante de Bioquímica algo rellenita, marchosa y bastante mandona, era más aficionada a preparar comida china y a bailar salsa cubana que a estudiar combinaciones de sodio. Meritxell, una andorrana frágil y hermosa, algo lánguida, de melena pajiza y ojos color de miel, estudiaba Bellas Artes y nos decoraba los techos con estrellas fugaces fosforescentes y las paredes con chorretones de lluvia. Lola, una bolita de algodón mimosa y ronroneante, vivía a su aire en la habitación de Meritxell, su ama, sin escaparse ni alejarse nunca más allá de un radio de diez metros de su acogedora jaula siempre con lechuga verde y fresca, siempre con serrín limpio. Lola era la hámster de Meritxell y todas la malcriábamos y la consentíamos como a una niña. Era nuestra mascota.

Yo estudiaba Periodismo y contribuía a las necesidades del piso encargándome de la ambientación nocturna y de las bebidas. Tenía fascinadas a mis compañeras con mis velas, mis tisanas, mis filtros y mi estilo excéntrico. Entonces, lo reconozco, era bastante presumida y procuraba sacar partido a mis piernas largas, a mi melena rizada, jaspeada de irisaciones rojizas, y a mis ojos verdes. Me gustaba vestir con un estilo extravagante y descarado, con lo cual casi todos los chicos querían ligar conmigo, pero no se enamoraban de mí, y las chicas, en general, me rehuían y evitaban ser mis amigas. Excepto Carla y Meritxell, dos mortales maravillosas.

Por las mañanas me pasaba por la facultad, pero me distraía hasta con el vuelo de una mosca y siempre tenía una excusa para no asistir a clase. No era difícil hacer campana. Era mucho más interesante el bar atestado de estudiantes que leíamos la prensa con avidez, inventábamos reportajes imposibles y arreglábamos el mundo.

Durante esos meses me entusiasmé con tantos escándalos y concebí tantos reportajes que unos cuantos profesores, abrumados, me aseguraron con antelación que estaba archiaprobada. A lo mejor fue una medida disuasoria para que dejara de marearlos. Los compadezco. Era pesadísima y no callaba. Mi especialidad era poner al mundo boca arriba, boca abajo y zarandearlo. Y luego, con la misma pasión, me dedicaba a preparar festejos.

Fui yo, lo recuerdo muy bien, quien apuntó a Carla y Meritxell a participar en el concurso de disfraces que organizábamos los estudiantes de Periodismo la noche de la fiesta de Carnaval. Al principio se negaron las dos en redondo por motivos diferentes. Carla decía que estaba tan gorda que hundiría la pasarela y que no se le ocurría otro disfraz que el de queso de bola. Meritxell, en cambio, confesó que se moriría de vergüenza desfilando ante miles de desconocidos, que la mirarían y la harían sentir desnuda. Pero fui venciendo su resistencia, con tozudez, hasta que acabaron por ceder del todo y se animaron casi tanto como yo con la idea.

Y esa tarde de invierno de un mes de febrero, Carla, Meritxell y yo, muertas de frío, nos decidimos por fin a coger aguja e hilo y a coser nuestros disfraces para tenerlos listos antes de la semana de exámenes. Estábamos insólitamente atareadas cosiendo botones y dobladillos e hilvanando cremalleras. No teníamos dinero —nos lo habíamos gastado— y nos sobraba entusiasmo, pero se nos entumecían los dedos y cada vez que nos pinchábamos con la aguja, cosa que nos pasaba muy a menudo, aullábamos de dolor.

Estábamos las tres riéndonos por todo, con esa risa tonta que me daba a los diecisiete años cuando cosía un buñuelo y no sabía cómo demonios deshacerlo, y entonces Carla decía una sandez del estilo «parece una margarita frita» y nos reíamos tanto que se nos caían las lágrimas y nos daba el hipo.

Hasta que repararon en mi disfraz.

¿Por qué escogí ese disfraz?

Aún hoy no tengo una respuesta clara a mi pregunta. Sólo sé que ese disfraz polémico trajo consigo la desgracia.

Su misma naturaleza intrigó a mis amigas. Ninguna de las dos conseguía adivinar de qué se trataba.

—Una pista, danos una pista.

No pensaba decírselo. Para mí, cualquier nombre de la diosa era impronunciable. Mi madre, Deméter, me lo había prohibido porque era una forma de invocarla. Y tenía muchos nombres con los que había sido designada. Lo único que quería disfrazándome de ella era demostrarme a mí misma que no tenía miedo a las supersticiones que el clan de la loba, mi clan, me había impuesto desde niña. Pero me equivocaba. Me daban escalofríos sólo de pensar en su maldad.

—Una mujer poderosa.

—¿Cómo de poderosa?

—Como el hierro.

—¡Margaret Thatcher!

Carla tenía salidas de ese tipo. ¿Cómo se le podía pasar por la cabeza que asistiese a una fiesta de Carnaval disfrazada de ex Primera Ministra inglesa? Vale que yo era excéntrica, pero no tanto. ¿Me estaba tomando el pelo? Tratándose de Carla, era lo más probable.

—Una dama sangrienta —añadí.

—¡Una carnicera! —gritó Carla.

—¡Una asesina! —se sumó Meritxell.

Y ninguna de las dos iba desencaminada. La diosa era eso y mucho más. La diosa exigía sacrificios humanos y bebía la sangre de sus víctimas. Pero no pronunciaría su nombre. Me vestí con la túnica bordada con una serpiente y el tocado de plumas y les dejé acariciar el puñal de doble filo —mi atame— que nunca debería haberles mostrado y que por pura rebeldía había incorporado a mi atuendo.

—Soy una diosa.

Carla y Meritxell estaban excitadas, eran curiosas y yo llevaba unos meses jugando con ellas, intrigándolas con mis adivinaciones nocturnas y mis filtros. No era una artista, como Meritxell, ni una graciosa, como Carla. Yo era misteriosa y alimentaba ese lado oscuro que la brujería potenciaba y que hacía las delicias de mis compañeras. Pero querían más. Y así empezó todo, como un juego. Se arrodillaron a mis pies reverenciándome.

—Demuéstranos tu poder, gran diosa.

—¡Oh, Selene!, te invocamos.

—Estamos a tus pies y nos congelamos las rodillas. Concédenos el don de calentar nuestras manos.

—¡Oh, sí, gran Selene! Instálanos la calefacción.

—Así sea.

Fue un impulso tan repentino que no me dio tiempo a pensarlo. De un rápido movimiento de mi vara, surgió una chispa que prendió las paredes que Meritxell había decorado con lluvia y las gotas de lluvia se transformaron en minúsculos racimos de fuego. Fue un embrujo delicioso. La sala, que estaba como un témpano, se encendió como una hoguera y comenzó a calentarse, irradiando luz y bienestar desde todos y cada uno de sus rincones.

Meritxell abrió los ojos, fascinada, sin plantearse el fenómeno más que desde la belleza, y comenzó a bailar a la luz temblorosa de las gotas de fuego. Por el contrario, Carla se asustó, quizá porque era bioquímica, quizá porque era cocinera, quizá porque era racional. Recuerdo que gritó y, al gritar, me hizo darme cuenta de la barbaridad que acababa de cometer.

Enseguida detuve el hechizo y pretendí que nada había sucedido, pero ya era demasiado tarde. La simpatía de Carla se quebró. Desde entonces me miró con sospecha y nunca más creyó en mi palabra.

—Ha sido una ilusión, un truco que aprendí de niña —insistí una y otra vez.

Sin embargo Carla palpó con desconfianza las pinceladas de lluvia, aún calientes, y comprobó con estupor que la temperatura de la sala había subido hasta veinticinco grados. Maldito cientifismo.

—No ha sido un truco, ha sido real. Has desatado una fuente de energía lumínica y calórica.

Por suerte Meritxell estaba fascinada.

—Ha sido precioso, tenemos que repetirlo. ¿Cómo lo has hecho?

Carla incorporó un retintín desconfiado a su tono de voz:

—Eso, ¿cómo lo has hecho?

BOOK: El desierto de hielo
8.46Mb size Format: txt, pdf, ePub
ads

Other books

The Trail of the Screaming Teenager by Blanche Sims, Blanche Sims
Turn Us Again by Charlotte Mendel
Playing With Fire by Deborah Fletcher Mello
Upon the Threshold by April Zyon
Stand Your Ground by William W. Johnstone
Duck, Duck, Goose by Tad Hills
Transformation Space by Marianne de Pierres