Por estos servicios no recibiría solamente una agradable suma de rublos, sino que, si algún día llegaba a salir de Rusia, habría para él un poco de dinero en las oficinas de la
Articoeuropea
, en Inglaterra.
Según Fedor la operación se había llevado a cabo con todo éxito. Tan pronto como el avión aterrizó, apagó las luces y se fue de allí.
El aeroplano estuvo en tierra muy poco tiempo, quizá no más de diez minutos. Por el ruido de sus turbinas parecía como si estuviera elevándose casi verticalmente. El ruido se desvaneció y uno o dos minutos después Fedor oyó otra vez un rugido de motores. Otros aeroplanos remontaban hacía el este, persiguiendo al fugitivo. Podían haber sido dos, o más, no sabía decirlo. Pero volaban muy rápidamente, a juzgar por el chillido de sus turbinas.
Al día siguiente Baltinoff había desaparecido. Hubo un alboroto, pero al fin se decidió que no tenía cómplices. Así que Fedor no fue molestado.
Esperó prudentemente un año o dos antes de iniciar algún movimiento. Cuando estaba venciendo ya los últimos obstáculos, apenas si le quedaba algún rublo. Tuvo que aceptar diversos empleos para poder vivir, así que tardó mucho tiempo en llegar a Inglaterra. Pero ahora que ya estaba allí, ¿podían darle algún dinero, por favor?
Por ese entonces ya se sabía algo de Elovks. Y la fecha en que según Fedor había aterrizado el aeroplano, estaba dentro de los límites probables. Así que le dieron algún dinero. Le dieron trabajo también, y le dijeron que se callara. Pues era evidente que aunque Umberto no había entregado personalmente la mercancía, había salvado la situación al esparcirla por el mundo.
La
Articoeuropea
no había relacionado en un principio la aparición de los trífidos con Umberto, y la Policía de varios países estuvo buscándolo un tiempo en salvaguardia de los intereses de la compañía. Sólo cuando un investigador extrajo para ellos un poco de aceite de trífido comprendieron que era igual a la muestra que Umberto les había enseñado, y que las semillas que había ido a buscar eran realmente semillas de trífido.
Nunca se supo qué pasó con Umberto. Sospecho que sobre el océano Pacífico, en las alturas de la estratosfera, él y Baltinoff fueron atacados por los aviones de que habló Fedor. Es posible que no se hubiesen enterado hasta que los cañones de los cazas comenzaron a destrozar la máquina.
Y pienso también que uno de los proyectiles hizo pedazos un cubo de madera prensada de treinta centímetros de lado: el receptáculo no mayor que una caja de té que, según Fedor, contenía las semillas.
Quizá el avión de Umberto estalló en el aire, quizá cayó en pedazos. De un modo o de otro estoy seguro de que los fragmentos cayeron al mar dejando detrás lo que era aparentemente una nube de vapor.
Pero no era vapor. Era una nube de semillas que flotaban (pues eran tan infinitamente livianas) aun en ese aire enrarecido. Millones de sutiles semillas, que podían ser arrastradas por los vientos del mundo a cualquier parte…
Pasaron semanas, o meses quizá, antes que las semillas llegaran a tierra, muchas de ellas a miles de kilómetros de su punto de partida.
Esto es, lo repito, una simple conjetura. Pero no encuentro otra explicación para el hecho de que esa planta, que era un secreto, hubiese aparecido, de pronto, en casi todas las regiones del mundo.
Mi conocimiento de los trífidos fue temprano. Ocurrió que uno de los primeros, entre los que aparecieron en la localidad, creció en nuestro jardín. La planta había llegado a desarrollarse antes que nosotros advirtiésemos su presencia, pues había crecido junto con algunos matorrales detrás del cerco que ocultaba el depósito de basura. No hacía allí ningún daño, y no ocupaba el sitio de ninguna otra planta. De modo que desde el día en que la descubrimos íbamos a verla de cuando en cuando, y dejamos que creciera.
Sin embargo, un trífido es sin duda algo distinto, y al cabo de un tiempo sentimos cierta curiosidad. No una curiosidad muy grande, pues en los rincones abandonados de un jardín siempre hay algunas cosas raras, pero sí lo suficiente como para que nos dijésemos unos a otros que la planta estaba tomando un aspecto bastante curioso.
Ahora que todos saben demasiado bien cómo es un trífido, es difícil describir qué raros y
extraños
nos parecieron aquellos primeros individuos. Nadie, hasta donde llegan mis recuerdos, sintió alguna alarma o malestar. Pienso que la mayoría pensaba de ellos —cuando pensaban— lo mismo que mi padre.
Tengo en la memoria la imagen de mi padre mientras examinaba intrigado a nuestro trífido, ya de un año de edad. Era una réplica en pequeño de un trífido adulto, con casi todos sus detalles, sólo que por ese entonces la planta no tenía nombre, y nadie había visto un ejemplar totalmente desarrollado. Mi padre se inclinó sobre el trífido, mirándolo a través de sus anteojos de carey, tocando el tronco con las puntas de los dedos y resoplando suavemente como era su costumbre cada vez que meditaba. Inspeccionó el tallo recto y la masa de madera de donde éste surgía. Prestó una curiosa aunque no muy penetrante atención a las ramitas desnudas que crecían en la parte alta del tronco. Palpó las hojas verdes y correosas con el pulgar y el índice, como si su aspereza pudiera decirle algo. Luego espió el interior de aquella curiosa formación en forma de embudo que crecía en lo alto del tallo y bufó reflexivamente, pero indeciso, por entre sus bigotes. Recuerdo la primera vez que me alzó en sus brazos para que mirara el interior del cáliz y su enroscado verticilo. Era algo similar a la hoja nueva y enrollada de un helecho y sobresalía unos veinticinco centímetros de la masa pegajosa que llenaba el fondo. No toqué esa masa, pero comprendí que era pegajosa porque varias moscas y otros pequeños insectos estaban debatiéndose en ella.
Más de una vez mi padre declaró con aire meditativo que aquella planta parecía muy rara de veras y anunció que uno de esos días iba a tratar de saber que era realmente. No creo que lo haya intentado, y aunque lo hubiese hecho no hubiera averiguado mucho por aquel entonces.
Nuestro trífido tenía en aquella época un metro de altura. Otros muchos estaban creciendo en distintos sitios, tranquila e inofensivamente, sin que nadie les prestara particular atención; al menos así parecía, pues de la posible excitación de los biólogos y los botánicos nada llegó a la generalidad del público.
Poco tiempo después uno de los trífidos recogió sus raíces, y caminó.
Ese increíble acontecimiento tuvo que haber sido conocido, por supuesto, en Rusia, aunque la noticia no se difundió al exterior. De las otras regiones del mundo la primera fue Indochina, lo que significa que la gente apenas se fijó en el fenómeno. Indochina es una de esas regiones en las que, se cree, pueden ocurrir los sucesos más curiosos e inverosímiles, y donde a veces realmente ocurren; esos sucesos a los que echa mano el editor de un periódico cuando escasean las noticias y un toque del «misterioso Oriente» puede elevar un poco el interés de la publicación. En el curso de unas pocas semanas comenzaron a llegar rumores de unas plantas ambulantes desde Sumatra, Borneo, el Congo Belga, Colombia, Brasil, y otras regiones ecuatoriales.
Esta vez las noticias fueron difundidas por los periódicos, es cierto. Pero las excesivamente elaboradas historias, redactadas con esa mezcla de prudencia y frivolidad que la prensa emplea habitualmente con las serpientes marinas, los fenómenos ocultos, y la transmisión del pensamiento y otros hechos irregulares, impidieron que alguien llegase a comprender que esas notables plantas fuesen hermanas del tranquilo y respetable arbusto que crecía en un rincón de nuestro jardín. Pero cuando comenzaron a publicarse algunas fotografías, advertimos que las plantas eran idénticas. Sólo se diferenciaban por el tamaño.
Los hombres de los noticieros recogieron enseguida la novedad. El trabajo de volar a regiones incivilizadas fue sin duda recompensado con algunas buenas e interesantes fotografías, pero los encargados del montaje creían que más de unos segundos de cualquier tema —excepto un match de boxeo— paralizaban irremediablemente de aburrimiento a la totalidad del público. Mi primera visión, pues, de ese desarrollo que tanta importancia iba a tener en mi futuro, como en el de mucha otra gente, fue sólo un relámpago entre un concurso de hula en Honolulu y un acorazado botado por la Primera Dama. (Este no es un anacronismo. En ese entonces todavía construían acorazados; hasta los Almirantes tenían que vivir). Así que me permitieron ver a unos pocos trífidos que se balanceaban en la pantalla acompañados por el comentario que se supone adecuado para la mente del público aficionado al cine:
«Y ahora, amigos, observen lo que nuestro cameraman ha encontrado en Ecuador. ¡Vegetales de vacaciones! Estas cosas sólo se ven después de una fiesta, pero en el soleado Ecuador se las ve en cualquier momento, ¡y sin las molestias consecuencias del alcohol! ¡Plantas monstruosas en marcha! ¡Pero oigan, esto me da una gran idea! Quizá si educamos a nuestras patatas logremos que se metan ellas solas en el caldero. ¿Qué le parece, señora?»
Durante el corto tiempo que duró la escena, yo miré fascinado. Ahí estaba la misteriosa planta de nuestro jardín, y con un tamaño de más de dos metros. No había duda, ¡y caminaba!
El tronco, algo nuevo para mí, estaba cubierto de raicillas. Sin aquellas delgadas protuberancias que crecían en la parte baja, hubiese sido casi redondo. Sostenido por esas protuberancias, se elevaba a unos treinta centímetros del suelo.
Cuando la planta «caminaba» parecía un hombre con muletas. Dos de las delgadas «piernas» se movían hacia delante, y la planta se balanceaba hasta que la rama trasera alcanzaba casi a las otras dos. Estas volvían entonces a adelantarse. Con cada paso el largo tallo se sacudía violentamente hacia delante y hacia atrás. Mareaba casi mirarlo. Como método de traslación parecía violento e incómodo a la vez, y recordaba los juegos de los elefantes jóvenes. Uno sentía que si la planta seguía sacudiéndose así, durante cierto trecho, terminaría por perder todas sus hojas, si es que no se quebraba el tallo. Sin embargo, a pesar de esa aparente torpeza, la planta se movía con la velocidad del paso común.
Eso fue todo lo que pude ver hasta que apareció la escena del acorazado. No era mucho, pero sí lo suficiente como para encender el espíritu de investigación de un jovencito. Pues si la planta podía hacer eso en el Ecuador, ¿por qué no iba a hacerlo en nuestro jardín? Indudablemente, la nuestra era mucho más pequeña, pero
parecía
la misma…
Minutos después de llegar a casa yo ya estaba excavando alrededor de nuestro trífido, removiendo cuidadosamente la tierra de su alrededor, como para animarlo a «caminar».
Infortunadamente esta planta autopropulsada tenía una característica que los hombres de los noticieros no habían experimentado, o que por alguna razón personal habían decidido no revelar. No hubo advertencia previa. Yo estaba allí, inclinado, tratando de sacar un poco de tierra sin dañar la planta, cuando algo que vino no sé de dónde me golpeó terriblemente y me desmayó…
Me desperté en cama. Mis padres y el médico me miraban con ansiedad. Sentía como si me hubieran abierto la cabeza; me dolía todo el cuerpo y, como descubrí más tarde, tenía un cardenal en la cara. Me hicieron varias preguntas para saber por qué me había desmayado en el jardín, pero todo fue inútil, yo ignoraba totalmente qué me había golpeado. Y pasé algún tiempo antes de saber que yo había sido uno de los primeros en Inglaterra a quien había herido un trífido, y que había logrado salvarse. El trífido era, por supuesto, pequeño aún. Pero antes que me recobrase del todo, mi padre descubrió sin duda qué me había ocurrido, pues cuando salí otra vez al jardín ya me había vengado duramente arrojando al fuego los restos de la planta.
Cuando la existencia de la planta se convirtió en un hecho indiscutible, la prensa abandonó la mesura inicial y le dedicó grandes titulares. Así que había que encontrar un nombre para esas plantas. Los botánicos ya estaban revolcándose, según su costumbre, en vocablos polisílabos, latinos y griegos, en busca de variantes de
ambulans
y
pseudopodia
; pero los periodistas y el público buscaban algo que se pronunciase sin dificultad y que se pudiera usar en los titulares. Si revisan ustedes los periódicos de aquella época encontrarán nombres como:
Trícodos
Trínitos
Tricornos
Tripedales
Trigenados
Trípedos
Trígonos
Triquetes
Trileños
Trípodes
Tridentados
Trípetos
Y gran número de otras misteriosas denominaciones, que no siempre comenzaban con «tri», pero que se basaban, en su mayoría, en aquella raíz tridentada.
Hubo muchas discusiones, públicas, privadas, y de café, en las que se defendía un término u otro con razones aproximadamente científicas, cuasi etimológicas, y de otras clases; pero, poco a poco, un término comenzó a dominar en aquellos ejercicios filológicos. Un pegadizo nombrecito nacido en la oficina de algún diario para designar una rareza, pero que un día se asociaría al dolor, el miedo, y la miseria:
trífido
…
El interés que el público mostró en un comienzo, desapareció muy pronto. Los trífidos eran, ciertamente, bastante extraños; pero sólo porque se trataba de una novedad. La gente había reaccionado del mismo modo ante las novedades de otras épocas: canguros, lagartos gigantes, cisnes negros. ¿Y eran acaso los trífidos más raros que los bagres, los avestruces, los renacuajos y otras tantas cosas? El murciélago era un mamífero que había aprendido a volar; bueno, ésta era una planta que había aprendido a caminar. ¿Que diferencia había?
Pero había algunas características que no era posible dejar tan fácilmente de lado. De sus orígenes, los rusos, como era su costumbre, no dijeron nada. Aún aquéllos que habían oído hablar de Umberto no lo relacionaron con los trífidos. La repentina aparición de estos seres, y aún más, su amplia distribución, provocaron las más variadas hipótesis. Pues aunque la planta crecía con mayor rapidez en los trópicos, se encontraron ejemplares, más o menos desarrollados, en casi todas las regiones excepto los polos y los desiertos.
La gente se sorprendió, y hasta se disgustó un poco, cuando supo que la especie era carnívora y que las moscas y los otros insectos que caían en el cáliz eran digeridos por aquella sustancia pegajosa. Nosotros, los que vivíamos en zonas templadas, no ignorábamos la existencia de plantas insectívoras, pero no estábamos acostumbrados a verlas fuera de los invernaderos, y las considerábamos, en cierto modo, algo indecentes, o por lo menos impropias. El descubrimiento de que el enroscado extremo del tallo podía estirarse hasta alcanzar una longitud de tres metros y descargar, además, bastante veneno como para matar a un hombre si llegaba a tocarle la piel, fue de veras alarmante.