Read El día que murió Chanquete Online
Authors: José L. Collado
Con la llegada de la primavera, Don Alberto dejaba en casa el 131 Supermirafiori y venía al colegio paseando. Al entrar en clase colgaba la americana en el respaldo de su silla y se aseguraba de que ni un solo centímetro de su esférico vientre quedase a la vista bajo el polo amarillo pálido. Sin duda tenía otros, pero este es el que quedó grabado en mi memoria preadolescente: el polo amarillo pálido que revestía sus redondeces como las fundas de ganchillo con que mi abuela cubría el omnipresente botijo de mis veranos rurales.
Entre dictados y divisiones, yo me dedicaba a espiar sus gestos en busca de mi más preciado botín: la fugaz visión de la axila negrísima al fondo del estrecho túnel amarillo pálido.
Como la mayoría de los maestros de su generación, Don Alberto no era muy dado a los paseos entre los pupitres. Se limitaba a impartir las clases sentado tras su escritorio, en esa posición de distante superioridad que todos los manuales pedagógicos han abolido posteriormente pero que a principios de los 80 era tan habitual en los colegios españoles como el crucifijo en la pared o la foto de los Reyes con Doña Sofía peinada como el cuarto Ángel de Charlie.
Don Alberto, paradigma del racionalismo práctico, nos distribuía desde el primer día de curso por orden alfabético, así que yo, Jesús Guerra, solía sentarme en la segunda fila, con algún García, Gutiérrez, Fernández o Hernández como compañero de pupitre (un año me tocó una tal Olga Olmos, pero fue porque llegó a mitad de curso coincidiendo con el traslado a tierras catalanas de la familia de Jorge Gutiérrez).
El caso es que desde mi segunda fila yo disfrutaba en todo momento de una visión privilegiada de aquella papada bamboleante, aquel mechón canoso coronando la calva, aquellos antebrazos fuertes y velludos y aquellos dos pezones rotundos bajo la tela del polo amarillo pálido.
Aún habrían de pasar unos cuantos años, y con ellos unos cuantos cientos de pajas, para que mi mente ya adolescente llegase a la conclusión de que aquel maestro de 5º de EGB, aquel orondo Don Alberto, me ponía.
En la mesa de al lado hay un grupo de calimocheros españoles hablando a gritos. Tenemos la fama ganada a pulso. Esperan su vuelo a Edimburgo para un fin de semana de borrachera. Para eso no hace falta salir de Dublín. Me enchufo el iPod con un directo de Depeche Mode a toda hostia y repaso mi indumentaria en busca de cualquier pista que me pueda delatar. Creo que paso por no español.
Dublín es un pueblo grande, todavía perplejo por la avalancha de inmigrantes que la bonanza económica de los últimos años ha traído consigo. Oleadas de chinos, africanos, rusos y polacos que vienen aquí en busca de lo que no pueden tener en sus países: una vida más o menos digna. Lo mismo que los antepasados del Irish Tiger buscaron dos siglos atrás en América y Australia. Qué rápido se olvida cuando las cosas van bien.
Y luego estamos los latinos, jóvenes españoles e italianos principalmente que, si les preguntas, te dirán que están aquí por el inglés y que en cuanto dominen el idioma volverán al calor de sus países, a los precios bajos y la comida de verdad. Pero la realidad es que la gran mayoría llega a esta capital europea de provincias por dos motivos: huyendo de algo o en busca de algo. Y las estancias se alargan insospechadamente por dos motivos: porque se encuentra lo que se buscaba o por miedo a volver y enfrentarse con aquello de lo que se huía.
Yo llegué a Dublín en un mes de octubre de hace tres años, huyendo de una canción de Olga Guillot y en busca de una vaga idea de la madurez. A mis 27 años de entonces tenía claras unas cuantas cosas: que tenía la necesidad personal de hablar inglés, que nunca podría llevar la vida convencional que habría hecho feliz a mi madre, que nunca me prepararía una oposición para funcionario y que nunca volvería a destrozar un corazón.
A los pocos meses ya chapurreaba el idioma, tenía un trabajo anodino que me permitía algún que otro capricho y un grupo de amigos plurinacional en el que, he de admitirlo, predominaba la sangre ibérica. Y es que por mucho que uno se jure a sí mismo que, en pro de un rápido aprendizaje de la lengua, evitará a los miles de españolitos que pululan por la patria de Joyce y sólo se relacionará con lugareños o aprendices de otras latitudes, lo cierto es que tarde o temprano uno necesita la cercanía y la complicidad que sólo le pueden dar los hijos del Naranjito. La húmeda soledad del eterno invierno irlandés puede más que la razón, y el instinto de supervivencia te lleva a buscar el cobijo espiritual que sólo puede proporcionar quien se ha zampado un bocadillo de nocilla delante de la Bruja Avería y sabe la respuesta a la pregunta de ¿cómo están ustedeees?
El traslado de mi familia a aquel pueblo del interior levantino me dejó, a mis trece años, desubicado y triste. Todos mis compañeros de correrías infantiles habían desaparecido de un día para otro y yo me negaba, con la cabezonería propia de la adolescencia, a sustituirlos por las caras nuevas que mis padres se empeñaban en cruzar en mi camino. Todo aquello coincidió, además, con el momento traumático que supone en la vida de cualquiera el salto de los tebeos a los libros sin ilustraciones.
Yo ya había probado el sabor del texto corrido (versión naíf) con la colección de Los Cinco que heredé de mi hermano (me negué a leer ninguna de las aventuras de Los Siete Secretos, que siempre me parecieron una banda rival a mis idolatrados Julián, Ana, Jorge, Dick y Tim), cuando en aquella primavera del 86 cayó en mis manos, en forma de regalo sin motivo, un libro escrito a dos tintas que supuso una experiencia estremecedora, casi sobrenatural, para la mente de aquel niño que empezaba a dejar de serlo. Era
La historia interminable,
y ese otro niño solitario, abandonado entre dos mundos, me arrastró en su inmersión en las páginas de aquel libro dentro del libro que devoré sin conciencia del tiempo y que no pude soltar hasta su punto y final. Recuerdo mi sorpresa al levantar la vista extasiado y, de vuelta a la realidad, descubrir a mi alrededor la oscuridad más absoluta y mi cara pegada a la ventana en un inconsciente intento por aprovechar la última claridad del atardecer.
Aquel primer orgasmo literario me descubrió la magia que a veces se esconde en los libros, y una vez perdida la virginidad ya no pude parar de buscar más y más de aquello que me había hecho absolutamente feliz por unas horas (esta tendencia hedonista y adictiva me ha perseguido siempre, aunque con los años he aprendido a controlar mis impulsos).
En esos años de búsqueda desesperada me hubiese venido muy bien un guía, alguien capaz de dirigir mis torpes pasos lectores con cierta lógica. Pero ni en mi familia ni en mi entorno cercano existió nunca tal personaje. Tras el fracaso en su intento de socialización, mis padres optaron por dejar al chaval en paz, con sus libros y sus cuadernos, reconfortados seguramente con la idea de que aquello era mejor que lo que hacían el resto de adolescentes. Hasta aquel pequeño pueblo levantino habían llegado los ecos diluidos de la movida madrileña, en forma de alguna cresta multicolor, y se había afianzado ya la estúpida leyenda urbana de la droga escondida en el caramelo ofrecido por un desconocido.
Yo aún no sabía que las virginidades sólo se pierden una vez, así que pasé mi adolescencia, sobre todo los veranos, devorando los abundantes fondos de la biblioteca pública municipal sin orden ni concierto, sin orientación pero también sin la censura que unos progenitores ilustrados podrían haber impuesto en mis elecciones. Y uno de los principales criterios de selección que guiaban a aquella mente inquieta, en trámites de despertar al mundo real, no era otro que las fotos de los autores en las portadas y contraportadas de los volúmenes. Este factor, superfluo para la mayoría del público pero absolutamente fascinante para mí, resultó determinante en mi primera formación literaria. Así, mofletes turgentes, papadas carnosas, vello facial preferiblemente cano y, en general, redondez en los rasgos, me llevaban a seleccionar y llevarme a casa a autores y obras de lo más variopintos. De Chesterton a Vázquez Montalbán, de Blasco Ibáñez a Hemingway, mezclando estilos, épocas y escenarios con la atrevida ingenuidad del niño que empieza a descubrir que el mundo de los mayores es muy diferente de como se lo habían contado. Ni que decir tiene que, durante aquellos años, la literatura femenina fue prácticamente invisible a mis obcecados ojos.
El criterio papanoélico, lógicamente, falló en más de una ocasión. El mostacho de Niestzche me acarició en mis primeras fantasías nocturnas, pero Zaratustra volvió a la biblioteca tras un breve intento que no pasó de la página 3.
We walk together, we are walking down the street. And I just can't get enough, and I just can't get enough...
Si por algo ha valido la pena este exilio de tres años es porque ahora entiendo las canciones. Aunque también es verdad que muchos clásicos han resultado decepcionantes una vez comprendidas sus letras. Cambio de lista: Trash-Petard. 115 pistas, desde Las Grecas hasta Jesulín pasando por Tamara (la mala), Sabrina, Junco y hasta Torrebruno. Todo está en la Red. Una hora para embarcar y este sin aparecer.
Lo siento mucho, la vida es asín, no la he inventado yo...
Me hacen gracia esos sociólogos, sicólogos y sesudos analistas del mundo que nos ha tocado vivir. Esos que insisten en que los ordenadores e Internet aislan a las personas, que somos cada vez más solitarios y que pronto perderemos la capacidad de relacionarnos con nuestros semejantes. Y una mierda. Los modelos de relación evolucionan, por suerte, y yo bendigo el día en que me gasté mis ahorros en un portátil y contraté mi adorada banda ancha. Aquel día inauguré una etapa en mi vida que me ha proporcionado algún que otro disgusto, sí, pero sobre todo enormes cantidades de placer para todos los sentidos. Gracias, San eMule, por toda la música que nunca hubiese podido pagar. Gracias por las películas que nunca hubiese podido disfrutar en esta ciudad anquilosada. Soy un downloader, un delincuente, y me la pela.
Pero también a través de Internet asistí atónito a la gran mentira del 11-M, y me lancé a una particular cruzada desenmascaradora a base de correos masivos con toda la información que se negaba insistentemente desde los medios manipuladores de la derecha mentirosa y caciquil. Me reconforta pensar que puse mi granito de arena en ese ejemplo de rebelión democrática que el mundo entero admiró.
Aunque lo que agradezco a la Red por encima de todo, el mayor servicio prestado por esa cosa incolora, inodora, insípida e indispensable ya como el agua, ha sido la posibilidad de disfrutar de cientos de horas de lujuria y desenfreno. Y no hablo de tristes pajas con desconocidos al otro lado de la cámara. Hablo de sexo real, primitivo como el de Adán y Eva, que hubiese sido muy difícil de encontrar por métodos tradicionales en esta ciudad pacata e hipócrita.
Barry no fue mi primera ciber-presa, y tampoco sería la última. La Red está llena de especializadísimos lugares de encuentro donde cualquiera puede localizar lo que busca, al menos en cuanto a preferencias físicas se refiere. Aquella web dedicada a poner en contacto a gorditos maduros con sus admiradores masculinos sigue siendo a día de hoy fuente de comodines sexuales, aunque la verdad es que en los últimos tiempos raramente acepto nuevos fichajes. Mi agenda está lo suficientemente llena como para satisfacer mis instintos durante el tiempo que me quede en este país. Sin pretender alardear de latin lover, porque nunca me he sentido como tal, incluso tengo dificultades para atender a mis amantes en activo. Entre otras cosas porque ya estoy mayor para aquellos excesos del principio, cuando era capaz de follar con uno el viernes, con otro el sábado y rematar el finde con un trío en el Día del Señor. Hace tiempo que decidí limitarme a una sola cita semanal, si es de calidad, o dos como mucho cuando la calidad escasea. Además de Barry, que tiene prioridad absoluta, en este momento distribuyo mis contactos semanales entre:
-Sean, payaso profesional, menudo y risueño, que me demostró que los payasos también lloran. Redondo como un teletubby, amante mediocre pero muy cariñoso:
-Mark, taxista descerebrado y excesivo en todos los aspectos. Le gusta olfatear mis calcetines usados mientras follamos. De vez en cuando me apetece un auténtico baño de carnes, y sus 140 kilos dan para mucho.
-John, oso abundante y vicioso en relación abierta con oso menudo a quien no conozco ni quiero. Tiene un enorme jacuzzi en el jardín y adora el rimming.
-Des, inglés de carnes fofas y escasas habilidades amatorias. Un tío encantador y amable con el que disfruto charlando en el cigarrito de después. El primer amante con el que he fingido un orgasmo (sí, los tíos también podemos fingir).
Pero eso sí, cuando sus obligaciones familiares se lo permiten, Barry está el primero. Y si los demás tienen que esperar, se joden y esperan. Todos saben que hay otros, pero esta es una cuestión que raramente se toca. Todo está muy claro desde el principio porque ya me encargo yo de sacar el tema en la primera o segunda cita: esto es sólo diversión sin ataduras y no hay posibilidad de otra cosa. Y si no te gusta o quieres algo más, pues adiós muy buenas. Sin ambigüedades.
Nuestro primer encuentro físico, tras semanas de prometedores mensajes e intercambio de fotos, ocurrió un frío viernes de hace exactamente un año. Fue en el Isolda's Tower, un pub de Temple Bar muy próximo a la exigua zona gay de la ciudad (tres bares, una discoteca y dos saunas, seguro que Soria tiene más oferta). Una vez más se confirmó la tónica general: las carnes reales siempre son más abundantes que las fotografiadas, como si eso fuese un problema.
La tensión inicial se rompió con un par de pintas, aunque me costó bastante acostumbrar el oído a su poco académico acento de Tallaght (el Cornellá dublinés) y me perdí muchas coñas y juegos de palabras. Por suerte, el día a día en este país extraño me ha proporcionado una asombrosa maestría en el arte de intuir lo que no entiendo, y suelo acertar con mis comentarios y gestos aventurados. Buena parte de la conversación giró en torno a mi nombre, y es que a los irlandeses les sorprende muchísimo que un simple mortal pueda llevar el nombre del Hijo de Dios, una herejía por la que me habrían quemado en otros tiempos. Nos caímos bien.
—¿Decepcionado? —le pregunté al salir del local sabiendo perfectamente la respuesta.
—En absoluto, ¿y tú?
—Qué va, estás mucho mejor que en las fotos. Más kilos, más canas... Y pareces un tío majete.