El día que murió Chanquete (3 page)

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Authors: José L. Collado

BOOK: El día que murió Chanquete
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El alcohol nos había soltado bastante la lengua a los dos y había llegado el momento clave, la hora de dar el paso a lo que nos había llevado a aquel preludio de charla alcohólica. En mi casa nadie estaba al tanto de mis devaneos contra natura, así que le pregunté:

—¿Adonde podemos ir? A mi casa imposible.

—Pues a la mía tampoco —-obviamente, aunque yo aún no sabía de sus circunstancias—. Podemos ir a la sauna si te parece. Yo estuve una vez y no está mal.

The Boilerhouse. Fue mi tabla de salvación hasta que me sumergí en el ciberespacio, así que conocía cada uno de sus escalones como la palma de mi mano. En los vestuarios pude confirmar con el rabillo del ojo lo que mis años de observación y experiencia me habían llevado a intuir durante toda la noche. Estaba como Dios. Nos ajustamos las ridiculas toallas y, sin mirar a nadie, nos metimos en el primer cubículo que encontramos libre.

Tres horas después salíamos de aquel templo del vicio exhaustos, con los ojos fluorescentes por el sudor, un solo cristal en mis gafas, su gorro desaparecido y ese característico temblor de piernas que acompaña a la satisfacción absoluta del trabajo bien hecho. Nos despedimos con un simple «see you» en medio de la calle, poblada ya de miles de borrachos expulsados de los miles de pubs que acababan de cerrar sus puertas.

Más que un armario, lo mío fue un probador de Zara. A los 17 años me probé a una rubia llamada Elena, bien de hechuras, bien de color, pero se veía a la legua que no me duraría más de un invierno. Tres años después me probé a otra bastante mayor que yo. Me gustaba mucho, pero me hacía una arruga en la entrepierna que me obligó a dejarla colgada en la percha donde la encontré. Y por fin, a los
23,
me probé a un cuarentón redondo y barbudo que me encajaba como un guante. Decidí quedármelo sin el más mínimo titubeo y salí del probador con la mayor naturalidad, encantado con mi adquisición que fui mostrando a todos mis amigos convencido de que aquel era el estilo que me acompañaría el resto de mi vida. Nadie se escandalizó por mi cambio de look, y sólo me arrepiento de haber tardado tantos años en encontrar mi imagen definitiva.

Aquel cuarentón rubicundo me mostró durante casi un año los rudimentos de este mundillo, especialmente las peculiaridades del sexo entre iguales. En mi memoria, donde se confunden nombres, caras y anatomías similares acumuladas con los años, permanece intacto ese primer polvo contra la barra de su bar (ya cerrado) y mi imagen, abrazada a aquella excitadísima bola de pelo, reflejada en decenas de espejos a nuestro alrededor.

Pero aquel primer Chanquete que me ayudó a salir del probador tenía tara: un novio desde hacía ocho años que, por supuesto, no sabía nada de nuestras citas de cada jueves. Hasta que se enteró y la historia terminó tan abruptamente como había comenzado en aquella noche de marzo en que la curiosidad morbosa acumulada durante años me llevó a la discoteca de la calle Quart donde le conocí. De todas formas, el polvo semanal se había convertido después de un año en pura rutina y yo, harto de ser la otra, me acercaba peligrosamente al punto de exigirle una mayor implicación. Hubiera sido un error, pero mi juvenil ignorancia no lo veía así. Creo que en el fondo fue una suerte que el cornudo pusiese el punto y final: nos evitó el peligroso trámite del distanciamiento que mi nula experiencia podría haber convertido en un auténtico drama.

Me sorprendió la normalidad con la que aquel primer gordito de mi vida recibió mis ataques en la pista de baile. No pareció extrañarle que un jovencito como yo, más o menos bien parecido, de ojos casi bonitos, metro noventa, delgado y con cierto aire intelectualoide, le tirase los tejos descaradamente a pesar de, o más bien por causa de, su disonante físico. Ya en la intimidad de las citas posteriores sentí la necesidad de justificar lo que yo creía una excentricidad inaudita. Ante mi ingenua apología del michelín afelpado, mi maestro se limitó a sonreír y dejó caer una sentencia que en aquel momento no supe captar en todo su significado: «por suerte, todos gustamos». Un par de años después coincidí en Amsterdam con la quedada anual de osos y admiradores. Fue allí, entre el público babeante que jaleaba a los aspirantes a Mister Bear y Mister Chubby, cuando aquellas humildes palabras cobraron todo su sentido. No sólo mis gustos no eran tan raros como yo creía, sino que pude constatar que los admiradores éramos mucho más numerosos que los gorditos disponibles, que se paseaban descamisados y divertidos sabiéndose objetos de deseo. Por suerte, todos gustamos, pensé, y pasé la noche con un pianista marsellés que se dejó cazar.

Aquella primera experiencia de un año me dejó un par de ideas claras: que lo mío era el rol activo; que por mi propio bien debía ser capaz de diferenciar claramente entre amor y sexo; y que la infidelidad era algo habitual en las parejas homosexuales.

También decidí que yo nunca me prestaría a ese juego hipócrita heredado de la tradición heterosexual, y que si algún día compartía mi vida con alguien sería por amor, no por inercia, y que antes de mentir a mi pareja pondría fin a la relación. A día de hoy, después de cientos de amantes, decenas de conatos de relación y algún novio formal, mantengo ese principio de sinceridad como absolutamente básico. Aunque también es cierto que con el tiempo he descubierto nuevas formas de querer igualmente válidas. Desde la relación a tres bandas, que no suele durar, hasta la famosa pareja abierta, donde los cónyuges se permiten, de mutuo acuerdo, escarceos carnales con terceros teniendo siempre muy claro que la relación, fuertemente cimentada en un sentimiento profundo y auténtico, está por encima de todo. Y funciona.

Total, que con 24 años, una carrera de letras y un efímero empleo de funcionario interino por carambola, empecé a fumar y volví a comerme los mocos como expresión de mi libertad recién conquistada. Y espoleado por la euforia de haber encontrado el camino de baldosas amarillas, me lancé a explorar el supuestamente sórdido y vicioso submundo de la capital fallera en busca de un Chanquete con quien compartir algo más que un par de horas semanales de intercambio de fluidos. La sordidez la encontré recluida en un par de catacumbas, leve evolución de los urinarios de estación. Pero lo que descubrí con perplejidad fue mucha licra, mucho músculo y mucha pluma en un ambiente visible y desenfadado en el que de vez en cuando se colaba algún madurito orondo, alérgico como yo a los gimnasios y la depilación. La subespecie de los bears todavía no había eclosionado en ese gran festival de orgullo cárnico que hoy llena el país de quedadas osunas cada fin de semana.

En aquellos primeros tiempos de descubrimiento y autoafirmación, mi mente inquieta evolucionaba por caminos insospechados. Así, desarrollé mi Ley de las Tres Ces, que venía a decir que el hombre perfecto, el Chanquete de mis sueños, debería cumplir estos tres requisitos: Carnes, Canas y Calva. Sobre los tipos de Carnes se podría escribir una tesis, pero básicamente a mí me atraía la gordura homogénea y prieta. Nada de barriguitas cerveceras ni de michelines blandiblú, con especial aversión por las barrigas divididas por el cinturón. Las Canas venían a representar la experiencia vital, además de tener una dimensión física también: es constatable que los gorditos jóvenes tienden a tener las carnes desparramadas sin forma alrededor de su esqueleto, mientras que con la edad esas mismas carnes se recolocan y endurecen hasta conformar cuerpos más compactos, abundantes y con curvas más puras. En cuanto a la Calva, además de ser en sí misma un factor de morbo, estaría relacionada con la casi infalible ley natural que dice que los calvos son abundantemente velludos. Y es que los felpudos andantes, osos, gorilas o como queramos llamarlos, han sido siempre mi debilidad. Desde el tosco Algarrobo de
Curro Jiménez
hasta el Bob Hoskins de
¿Quién engañó a Roger Rabitt?,
pasando por el Thor de
Ed Wood e
incluso el Sancho Panza animado a quien puso voz mi adorado Ferrandis. Para los aficionados a las teorías freudianas aclararé que mi padre es un señor enjuto y cabezón, una especie de Señor Burns de
Los Simpson
pero en alguacil de ayuntamiento. Vamos, que no le busco inconscientemente en cada amante.

La Ley de las Tres Ces se limitaba a los rasgos puramente físicos de mis objetos de deseo, pero pronto se incorporaría una cuarta y escasa ce, la de Cerebro, que vendría a ser la guinda del pastel de carne. Mis experiencias posteriores, y en concreto alguna especialmente amarga, me obligaron a incorporar una quinta ce, más importante que las cuatro anteriores, más difícil de identificar, mucho más delicada, llena de matices y aristas, dolorosa a veces, embriagadoramente dulce otras. Era la ce de Corazón, pero aún tardaría unos años en apreciar el regocijo de su presencia y el dolor de su ausencia.

Mientras tanto, entre batidas nocturnas y teorías de dudoso valor científico, fui acumulando intentos de relación que venían a durar una media de cinco o seis semanas, el tiempo necesario para darme cuenta de que aquella tampoco era mi media sandía. Me convertí en un experto en el arte de cortar, y llegué a perfeccionar mi discurso final de esto-no-tiene-sentido-mejor-lo-dejamos hasta incluir pequeñas mentiras piadosas para hacerlo lo menos doloroso posible. Porque en ese tiempo descubrí también que los gorditos son muy enamoradizos y que el tópico de su bonhomía y vulnerabilidad es cierto en la mayoría de los casos. La inconsciencia del explorador frivolo provocó alguna escena lacrimógena que en aquel momento tomé por simple debilidad marujil sacada de un culebrón barato, pero de la que no me siento nada orgulloso ahora que sé lo que es estar en el otro lado.

Me vibra la entrepierna. Mensaje. «I'm late. 15 mins.» ¿Llega quince minutos tarde o estará aquí en otros quince minutos? Da igual, aún hay tiempo.

Los calimocheros y sus rastas se han ido a facturar las mochilas llenas de botellas españolas. El whisky irlandés cuesta la mitad en España. Hay que joderse. Pido otro capuchino en vaso de papel a la italiana del Bewley's. Ambos pasamos de la parafernalia anglosajona del excuseme-please-thankyou y la sustituimos por una simple sonrisa mediterránea. Vuelvo a mi oteadero sobre el recibidor del aeropuerto con Gigatrón sonando en mis oídos.
Tu amiga se puede ir la
rgando, te he elegido a ti, me molas más chati que los Helloween, te vi a petar el kakas...
Estoy deseando llegar al hotel para pegar un polvazo de los nuestros. Hace más de un mes del último.

Tras aquella primera cita y su apoteosis saunera, seguimos en contacto por correo electrónico y mensajes de móvil. Estaba claro que no era yo el único que había disfrutado como un cerdo y quería repetir cuanto antes. Más que repetir, ambos estábamos deseando culminar lo que la estrechez y precariedad de aquel cubículo, unidas a la inseguridad del primer contacto, habían impedido culminar. Y después de esa prometedora primera cita me obsesionaba todavía más una frase que acompañaba a la foto decapitada de su perfil de Internet: «Bisexual con alguna experiencia en la parte activa busca semental para descubrir el placer de ser penetrado».

Yo, que todavía no conozco a un auténtico bisexual aunque sí a unos cuantos que decían serlo, le dejé claro que no me lo creía. En Irlanda el hecho gay está todavía muy mal visto por culpa, entre otras cosas, del inmenso poder que aún conserva esa secta masiva llamada Iglesia Católica. Los muchos escándalos de curas pedófilos y abusos de todo tipo destapados en los últimos años han mermado considerablemente su omnipotencia, pero sigue siendo habitual ver en el autobús a gente de todas las edades santiguarse al pasar por delante de una iglesia. No olvidemos que el Catolicismo ha sido algo más que una religión para este pueblo. Ha sido un rasgo de identidad básico en el enfrentamiento histórico contra los invasores protestantes de la isla vecina.

—¿No será que tienes miedo de admitir que eres gay?

Le pregunté en uno de nuestros primeros correos.

—Probablemente tienes razón.

Este alarde de sinceridad me desmontó por completo y me reafirmó en mi intención de conocer mejor a este personaje enigmático y prometedor.

La segunda parte de su ciber-reclamo, lo del semental que debía encularle por primera vez, apelaba directamente a mi bajovientre, siempre dispuesto a ayudar a las almas necesitadas de caridad.

Aquellos primeros años de aprendizaje y exploración estuvieron plagados de inquietantes descubrimientos. Internet no era aún el Aleph que es hoy, y para mí, que lo conocía apenas de oídas, sólo era un pierdetiempo irreal y abominable del que no sabía ni quería saber nada. ¡Ah, juvenil ignorancia! Mi exploración se desarrolló, pues, por los cauces tradicionales de lo tangible y lo tridimensional. Recuerdo como hito importante en este desarrollo el descubrimiento, en un sex shop holandés, de la revista
Bear
y las más afines
Grizzly
y
Bulk Male.
Aquello fue toda una revelación, casi tan excitante como la quedada de osos y gorditos que me encontré por casualidad poco después y de la que saqué buen partido como ya he dicho antes. Aquel iluminador viaje, en su conjunto, me hizo reflexionar mucho sobre lo universal de una desviación, la mía, que yo había creído personal e intransferible hasta pocos meses antes. Y fue entonces cuando, buscando una explicación íntima a esa fijación por las curvas pronunciadas, las barrigas esféricas y las carnes mullidas, una luz se encendió en mi bóveda craneal y de pronto todo tuvo su lógica: esa obsesión no era más que la vertiente erótica, y por lo tanto encumbrada a un primerísimo primer plano por el fervor hormonal de la juventud, de una sensibilidad mucho más general, no sólo estética, que conectaba directamente con casi todas las expresiones de mi personalidad, que, cómo no me había dado cuenta antes, estaba condicionada por criterios convergentes e incluso redundantes que se reflejaban hasta en los actos más simples de mi cotidianeidad.

De pronto supe por qué compraba siempre la leche en botella blanca y nunca en tetrabrick, por qué prefería una copa a un vaso de tubo, por qué el único coche que me hacía girar la cabeza era el Audi TT, por qué podía tirarme horas viendo derretirse una vela, por qué no podía tomar un yogur sin haberlo removido hasta convertirlo en una pasta homogénea donde la cucharada adoptaba formas redondeadas y sin aristas: las curvas eran la respuesta.

Las revistas de decoración de la época estaban plagadas de minimalismo de inspiración japonesa, con superficies inmaculadas, aluminio, vidrio, aristas y ángulos agresivos. A mí me pirraban el Barroco y el Modernismo. También el kitsch, como traducción prosaica y barata de esa apología de lo orgánico y lo recargado, me había atraído irresistiblemente desde siempre, ahora sabía por qué. Me hubiese resultado imposible vivir en una de esas asépticas casas zen. Mi hogar ideal, decidí, sería una mezcla imposible entre La Pedrera y la casa retrofuturista de
El Dormilón.
Unos años después, en la oscuridad mágica de la sala de cine, me enamoraría de ese insuperable museo del kitsch, habitable al menos en la ficción, tapizado de terciopelos rojos y almohadones mullidos, sin una sola línea recta, ni siquiera en las paredes, y moldeado por dentro y por fuera a base de curvas cautivadoras: era la casa-elefante de
Moulin Rouge.

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