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Authors: Lloyd Alexander

Tags: #Fantástico, Aventuras, Infantil y Juvenil

El Gran Rey (4 page)

BOOK: El Gran Rey
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—Me acuerdo de la Vieja Escritura —dijo Eilonwy—. La verdad es que nunca la olvidaré, porque tuve terribles dificultades para impedir que Taran se metiera en asuntos que no comprendía. Desenvaina a Dyniuyn, sólo tú de sangre real…

—«Noble naturaleza» se acerca más al auténtico significado —dijo Gwydion—. El encantamiento prohibe usar la espada a todos los que no sean capaces de emplearla bien y con sabiduría. La llama de Dyrnwyn destruiría a cualquier otro que osara desenvainarla. Pero lo que hay escrito sobre la vaina ha sufrido daños. El mensaje completo, que quizá dijera algo más sobre el propósito de la espada, nos es desconocido.

»El rey Rhydderch llevó la espada al cinto durante toda su vida —siguió diciendo Gwydion—, y sus hijos la llevaron al cinto después de él. Sus reinados fueron pacíficos y prósperos, pero aquí termina la historia de Dyrnwyn. El rey Rhitta, nieto de Rhydderch, fue el último que sostuvo la hoja en su mano. Era el señor del Castillo Espiral antes de que se convirtiera en la fortaleza de la reina Achren. La muerte le llegó de una manera desconocida mientras aferraba a Dyrnwyn en sus manos. Desde aquel entonces la espada no volvió a ser vista. Quedó enterrada con él en la cámara más profunda del Castillo Espiral, y fue olvidada. —Gwydion se volvió hacia Eilonwy—. Donde tú la encontraste, princesa… Te desprendiste de ella voluntariamente para entregármela, pero ahora me ha sido arrancada de las manos sin que yo renunciara voluntariamente a ella. La espada vale más que mi vida, o que las vidas de cualquiera de nosotros. Si se encuentra en poder de Arawn puede significar la ruina y la destrucción para Prydain.

—¿Creéis que Arawn podrá desenvainar la espada? —se apresuró a preguntar Taran—. ¿Puede volver el arma contra nosotros? ¿Puede utilizarla para algún fin maligno?

—Eso es algo que ignoro —respondió Gwydion. El rostro del guerrero estaba sombrío e inquieto—. Es posible que Arawn, el Señor de la Muerte, haya encontrado algún medio de romper el encantamiento; y si no puede utilizarla personalmente es posible que su propósito sea impedir que la hoja sea empleada para cualquier otro fin. Me habría arrebatado la vida tal como me arrebató la espada… Gracias a Fflewddur Fflam aún conservo mi vida. Ahora debo encontrar lo que me ha arrebatado, aunque el camino me lleve hasta las profundidades de la mismísima Annuvin.

Achren, que había guardado silencio hasta aquel momento, alzó la cabeza y miró a Gwydion.

—Deja que sea yo quien busque a Dyrnwyn en tu nombre —le dijo—. Conozco los misterios de Annuvin. Los lugares secretos donde se guardan los tesoros me son familiares, y sé dónde se encuentran y cómo están vigilados. Si la espada está escondida yo daré con ella. Si es el mismo Arawn quien la lleva al cinto, Dyrnwyn le será arrebatada. Más aún, juro por todos los juramentos concebibles que le destruiré… Ya me lo he jurado a mí misma, y ahora vuelvo a jurarlo ante vosotros. Me obligaste a aceptar la vida cuando yo te suplicaba la muerte, Gwydion. Ahora dame aquello por lo que vivo…, dame mi venganza.

Gwydion tardó un poco en responder. Sus ojos tachonados de manchitas verdes escrutaron el rostro de la mujer.

—La venganza no es algo que esté en mi mano conceder, Achren —dijo por fin.

Achren se envaró. Sus manos se tensaron convirtiéndose en garras, y Taran temió que llegara a lanzarse sobre Gwydion; pero Achren no se movió.

—No quieres confiar en mí —dijo Achren con voz enronquecida. Sus labios exangües se curvaron en una sonrisa despectiva—. Que así sea, príncipe de Don. En una ocasión rechazaste la oportunidad de compartir un reino conmigo. Ahora vuelves a rechazarme con desprecio, y las consecuencias serán terribles y tú tendrás que cargar con el peso de ellas.

—Ni te rechazo ni te desprecio —dijo Gwydion—. Me limito a pedirte que aceptes la protección de Dallben. Quédate aquí, donde estás a salvo… De entre todos nosotros tú eres quien tiene menos esperanzas de encontrar la espada. El odio que Arawn siente hacia ti no puede ser inferior al que tú sientes hacia él. Él o sus sirvientes te matarían nada más verte incluso antes de que hubieras puesto los pies en Annuvin. No, Achren, lo que ofreces no es posible… —Gwydion pensó durante unos momentos—. Quizá haya otra forma de averiguar cómo se puede descubrir dónde se encuentra Dyrnwyn.

Gwydion se volvió hacia Dallben, pero el encantador meneó la cabeza con expresión abatida.

—Por desgracia
El Libro de los Tres
no puede decirnos aquello que más apremiantemente necesitamos saber. He examinado meticulosamente cada página para comprender sus significados ocultos, y ni siquiera yo he podido sacar algo en claro de ellas. Trae las varillas de las letras —dijo el encantador volviéndose hacia Coll—. Sólo Hen Wen puede ayudarnos.

La cerda blanca contempló a la procesión silenciosa desde el interior de su aprisco. Los huesudos hombros de Dallben sostenían el peso de las varillas de las letras, las ramitas de fresno en las que había tallados símbolos muy antiguos. Glew, que sólo se interesaba por las provisiones de la despensa, no les acompañó, al igual que hizo Gurgi, quien se acordaba muy bien del antiguo gigante y decidió quedarse con él para mantenerle vigilado. Achren no había pronunciado ni una palabra más. Se cubrió el rostro con el capuchón, se sentó en un rincón de la casita y permaneció en él sin mover ni un músculo.

Normalmente cuando veía a Taran la cerda oráculo lanzaba un chillido de alegría y trotaba hasta la valla para que le rascara debajo de la barbilla, pero esta vez se encogió en el rincón más alejado del aprisco. Sus ojillos estaban muy abiertos, y le temblaban las mejillas. Cuando Dallben entró en el aprisco y clavó las varillas de las letras en el suelo Hen Wen lanzó un bufido y retrocedió pegándose un poco más a la valla.

Dallben se apartó colocándose al lado de las varillas de fresno sin dejar de mover los labios en un murmullo inaudible. Los compañeros aguardaban fuera del aprisco. Hen Wen dejó escapar un gemido quejumbroso y no se movió.

—¿Qué es lo que teme? —susurró Eilonwy.

Taran no respondió. Sus ojos estaban clavados en el anciano encantador inmóvil bajo su túnica azotada por el viento, en las varillas de las letras y en la igualmente inmóvil Hen Wen. Taran tuvo la extraña impresión de que Dallben y Hen Wen habían quedado atrapados en un momento particular que no compartían con nadie, como si se encontraran muy lejos de los compañeros que les observaban en silencio y estuvieran paralizados con el cielo grisáceo como telón de fondo. En cuanto a los poderes de Dallben sólo podía hacer conjeturas, pero conocía a Hen Wen, y sabía que estaba demasiado aterrorizada para moverse. Taran esperó durante lo que le pareció una era. Incluso Rhun se dio cuenta de que estaba ocurriendo algo raro, y el rostro siempre alegre del rey de Mona se nubló de repente.

Dallben lanzó una mirada preocupada a Gwydion.

—Hasta ahora Hen Wen nunca se había negado a contestar cuando las varillas de las letras eran colocadas delante de ella.

Volvió a murmurar palabras que Taran no logró comprender. La cerda oráculo se estremeció violentamente, cerró los ojos y agachó la cabeza colocándola entre sus rechonchas patas delanteras.

—Quizá unas cuantas notas de mi arpa… —sugirió Fflewddur—. He tenido grandes éxitos…

El encantador movió una mano indicando al bardo que guardara silencio. Dallben volvió a hablar en un tono de voz muy bajo, pero imperioso. Hen Wen se encogió sobre sí misma y gimoteó como si sufriera un dolor muy agudo.

—Su temor ciega sus poderes —dijo gravemente Dallben—. Ni siquiera mis hechizos son capaces de llegar hasta ella… He fracasado.

La desesperación se extendió por los rostros de los compañeros que aguardaban en silencio.

Gwydion inclinó la cabeza, y las sombras de la preocupación se adueñaron de sus ojos.

—Si no llegamos a saber lo que pueda decirnos, nosotros también fracasaremos —murmuró.

Taran escaló la valla moviéndose rápidamente y sin decir ni una palabra, fue con paso decidido hacia la asustada cerda y se arrodilló a su lado. Le rascó la barbilla y le acarició cariñosamente el cuello.

—No tengas miedo, Hen —dijo—. Aquí nada te hará daño.

Dallben dio un paso hacia adelante poniendo cara de sorpresa, pero se detuvo enseguida. Al oír la voz de Taran la cerda había abierto cautelosamente un ojo.

Su hocico empezó a temblar. Hen Wen alzó un poco la cabeza y dejó escapar un débil «¡Oink!».

—Hen, escúchame —le suplicó Taran—. No tengo el poder de darte órdenes, pero todos los que te queremos necesitamos tu ayuda.

Taran siguió hablando, y los estremecimientos de la cerda oráculo se fueron calmando a medida que lo hacía. Hen Wen no intentó levantarse, pero dejó escapar un gruñido cariñoso, resopló y emitió roncos murmullos de afecto. Después parpadeó, y casi pareció sonreír.

—Dínoslo, Hen —la apremió Taran—. Dinos todo lo que puedas…, por favor.

Hen Wen se removió nerviosamente. Después se fue incorporando con mucha lentitud. La cerda blanca soltó un bufido, contempló las varillas de las letras y sus cortas patas se fueron moviendo y la acercaron paso a paso a ellas.

El encantador miró a Taran y asintió con la cabeza.

—Muy bien —murmuró—. Este día el poder de un Ayudante de Porquerizo es mayor que el mío.

Hen Wen se detuvo delante de la primera varilla mientras Taran la observaba sin atreverse a hablar. La. cerda, que aún parecía indecisa y un poco asustada, movió el hocico señalando primero un símbolo tallado y luego otro. Dallben, que no apartaba la mirada de ella, se apresuró a anotar sobre un trozo de pergamino los signos que la cerda oráculo había indicado. Hen Wen siguió moviendo el hocico durante unos momentos, y después retrocedió a toda prisa alejándose de la varilla.

El rostro de Dallben estaba muy serio.

—¿Es posible? —murmuró con voz llena de alarma—. No…, no. Necesitamos saber algo más que eso —añadió, y miró a Taran.

—Por favor, Hen —murmuró Taran, y se puso al lado de la cerda, que ya volvía a temblar—. Ayúdanos.

Taran temía que Hen Wen le diera la espalda a pesar de sus palabras. La cerda meneó la cabeza, entrecerró los ojos y dejó escapar un gruñido lastimero; pero acabó haciendo caso de sus súplicas y trotó cautelosamente en dirección a la segunda varilla. Cuando llegó a ella señaló unos cuantos símbolos más moviendo el hocico con desesperada premura, como si quisiera terminar lo más deprisa posible.

La mano del encantador temblaba mientras escribía sobre el pergamino.

—Y ahora la tercera —dijo con voz apremiante.

El cuerpo de la cerda se envaró, y Hen Wen se dejó caer hacia atrás hasta quedar sentada sobre sus cuartos traseros. Durante unos momentos ninguna de las palabras con las que intentó tranquilizarla Taran consiguió que se moviera, pero Hen Wen acabó levantándose y trotó con más miedo que nunca en dirección a la última varilla de fresno.

Las varillas de fresno empezaron a temblar y a moverse de un lado a otro como si estuvieran vivas antes de que Hen Wen hubiera llegado a la tercera varilla y pudiera señalar la primera letra con el hocico. Las varillas se retorcieron tan violentamente como si quisieran salir del suelo, y de repente se partieron en dos con un sonido tan ensordecedor como un trueno, que desgarró el aire. Un instante después cada mitad se hizo añicos y cayó al suelo convertida en una lluvia de astillas.

Hen Wen retrocedió lanzando chillidos de terror y corrió a refugiarse en un rincón del aprisco. Taran se apresuró a consolarla mientras Dallben se inclinaba, cogía uno de los fragmentos de madera y lo contemplaba con expresión abatida.

—Han quedado destrozadas de manera irreparable, y ahora ya no sirven de nada —dijo con voz apenada—. La causa me es desconocida, y la profecía de Hen Wen no ha llegado a completarse. Aun así, estoy casi seguro de que su final habría sido tan tenebroso y lleno de malos auspicios como su comienzo. Hen Wen debe de haberlo presentido.

El encantador giró sobre sí mismo y salió del aprisco caminando muy despacio. Eilonwy se había reunido con Taran, quien estaba intentando calmar a la aterrorizada cerda. Hen Wen seguía jadeando y no paraba de temblar, y había escondido la cabeza entre sus patas delanteras.

—No me extraña que no quisiera usar sus poderes de profecía —exclamó Eilonwy—. Pero de no haber sido por ti, Hen no nos habría revelado nada —añadió mirando a Taran.

Dallben estaba con Gwydion y seguía sosteniendo el trozo de pergamino en la mano. Coll, Fflewddur y el rey Rhun formaban un círculo a su alrededor y les contemplaban con expresiones preocupadas. Taran y Eilonwy acabaron convenciéndose de que Hen Wen no había sufrido ningún daño y sólo quería que se la dejara en paz, y se apresuraron a reunirse con los compañeros.

—¡Socorro! ¡Oh, socorro!

Gurgi corrió hacia ellos cruzando el pastizal sin dejar de gritar ni un momento mientras agitaba frenéticamente los brazos. Cuando llegó se plantó en el centro del grupo y extendió una mano señalando los establos.

—¡Gurgi no ha podido hacer nada! —gritó—, ¡Lo intentó, oh, sí, pero sólo consiguió que los golpes y los palos llovieran sobre su pobre y tierna cabeza! ¡Se ha ido! —chilló Gurgi—. ¡Ay, sí, la reina malvada se ha marchado rauda en una veloz galopada!

3. La profecía

Los compañeros fueron corriendo a los establos. Tal como les había dicho Gurgi, uno de los caballos del rey Rhun había desaparecido. En cuanto a Achren, no había ni rastro de ella.

—Dejad que ensille a Melynlas —le rogó Taran a Gwydion—. Intentaré alcanzarla.

—¡Irá directa a Annuvin! —dijo Fflewddur sin poder contenerse por más tiempo—. Nunca confié en esa mujer. ¡Gran Belin, quién sabe qué actos traicioneros planea cometer! Podéis estar seguros de que se dispone a prepararse un nido cómodo y bien repleto de plumas…

—Es mucho más probable que Achren esté yendo hacia su muerte —replicó Gwydion mientras contemplaba las colinas y los árboles sin hojas con expresión sombría—. Caer Dallben es el único sitio en el que puede estar segura. Yo la protegería, pero no me atrevo a retrasar mi misión para buscarla. —Se volvió hacia Dallben—. He de conocer la profecía de Hen Wen. Es la única guía de que dispongo.

El encantador asintió y precedió a los compañeros hasta la casita. El anciano seguía sosteniendo en su mano el trozo de pergamino y las astillas en que se habían convertido las varillas de las letras. Después de entrar en la casita las arrojó sobre la mesa y las contempló en silencio durante unos momentos antes de hablar.

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