—Debéis tener paciencia. Aquí el tiempo se mide de otro modo que en Europa —dijo Chang mientras pasábamos junto a un camión que yacía desplomado a un lado, como si hubiese caído desde arriba deslizándose por la ladera.
Apenas terminada la frase y de forma repentina giró el volante con violencia. Derrapó junto al barranco arrojando piedras al vacío y dio un par de bandazos. Llegué a creer que nosotros también nos despeñaríamos. Por suerte consiguió detener el jeep en el lado interior de la carretera. Nos quedamos parados en medio de una gran nube de polvo.
—¿Qué ha pasado? —pregunté.
—¡Mirad eso! Espero que no nos hayan visto.
Señaló hacia el frente. Un poco más adelante se había formado una pequeña fila de camiones. También había algún carro tirado por animales. Enseguida supimos por qué se habían aglomerado en aquel lugar. El ejército había instalado un control militar aprovechando dos antiguas casetas de piedra situadas junto a un salto de agua que se precipitaba por la montaña hasta el fondo del desfiladero.
Chang metió la marcha atrás y retrocedió para ocultar el jeep. Lo dejamos tras una curva y corrimos a cobijarnos entre dos rocas desprendidas desde las que podíamos observar a los soldados sin ser vistos.
Había que superar tres líneas para atravesar el control. En primer término dos soldados examinaban de forma exhaustiva la documentación de los viajeros. Un poco más adelante, otros dos se encargaban de revisar la mercancía de los camiones y los maleteros de los vehículos más pequeños. Más allá, la carretera se abría a una pequeña explanada en la que se encontraban las casetas que, al parecer, habían sido acondicionadas como barracones.
—Es imposible esquivarlo —murmuró Chang mientras miraba a un lado y otro tratando sin éxito de localizar una vía practicable por la montaña.
—Quizá sea mejor que volvamos sobre nuestros pasos —propuso Gyentse sin demasiado convencimiento.
—No podemos permitírnoslo. Tendríamos que dar un rodeo enorme y tarde o temprano nos encontraríamos en una situación parecida. La única forma de franquear los controles que encontremos y que no podamos eludir es que yo los cruce con el jeep mientras vosotros lo hacéis a pie por la montaña.
—¿Seguro que tú no tendrás problemas? —le preguntó Gyentse.
—Yo tengo el carnet de conductor en regla y mis jefes me prepararon unos papeles referentes a un trabajo ficticio. Se supone que estoy yendo a buscar a unos peregrinos que quieren regresar a la capital tras haber viajado a pie al monasterio del monte Kailas, un gran centro de culto que se encuentra cerca de aquí.
A Gyentse y a mí no pudieron conseguirnos permisos falsos. Chang podía simular un encargo, ya que los puestos de control chinos no estaban informatizados y no actualizaban los datos referentes a los tibetanos no fichados con la rapidez que sería deseable para el ejército. Pero sí que disponían de un listado de extranjeros con autorización gubernamental. Apenas había un puñado de europeos legalizados moviéndose por la meseta, y muchos menos por esta región del oeste, a la que sólo podían acceder los ingenieros contratados para desarrollar proyectos militares. Por eso estábamos en situación ilegal, y por lo tanto en peligro constante.
—¿Dónde nos encontraremos? —pregunté.
—Puedo recogeros pasada la segunda curva. Parece un control rutinario, por lo que quiero suponer que no habrá francotiradores ni soldados recorriendo la carretera.
—Está bien —accedí.
—Fijaos, allí, detrás de aquellos arbustos secos. —Chang señaló lo que parecía una senda sinuosa que discurría entre las rocas—. Si avanzáis agachados, la inclinación de la ladera impedirá que os vean desde abajo.
—¡Es demasiado peligroso! —señaló Gyentse.
—Todo aquí es demasiado peligroso —repuse, apoyando mi mano en su hombro.
—Cuando estéis atravesando aquella zona, justo antes de llegar a la cascada —volvió a señalar hacia arriba—, estaréis más expuestos. En ese momento haré algo que llame la atención de los soldados. El agua baja con poca fuerza, así que no os preocupéis, olvidaos del control y limitaos a cruzarlo sin rodar barranco abajo.
Aquellas palabras no consolaron en absoluto a Gyentse cuyo rostro se había vuelto más blanco que los papeles falsificados del chófer. Sin embargo echó a correr detrás de mí hacia arriba sin pensarlo. Un rato después, cuando Chang consideró que había pasado tiempo suficiente, se montó de nuevo en el jeep y enfiló hacia el control.
Ascendimos por la montaña sin demasiado esfuerzo, pero una vez llegamos al supuesto sendero vimos que la ladera estaba más inclinada de lo que parecía desde abajo. Debíamos concentrarnos para dar cada paso sin despeñarnos. Los arbustos apenas nos servían para apoyar los pies y asegurar la pisada. Y ni siquiera podíamos erguirnos, lo que dificultaba aún más nuestro avance.
Cuando estaba llegando a la cascada me volví hacia Gyentse. Por un momento me arrepentí de haberle arrastrado sin discutir el plan de Chang, pero ya era tarde. Me convencí de que habíamos hecho bien confiando en el conductor. Gyentse se había quedado agachado junto a uno de los arbustos, como si un repentino terror a ser descubierto por los soldados le impidiese dar el siguiente paso. Tenía el rostro descompuesto. Volví hasta donde se encontraba para serenarle y llevarle de la mano. No pude evitar mirar hacia abajo. Ya habíamos superado las dos primeras líneas del control. Estábamos a la altura de las casetas. Los soldados parecían estar relajados. Uno de ellos, vestido con una camiseta amarilla de fútbol que casi tapaba sus talones de campaña, hacía flexiones colgado de un hierro que sobresalía de la pared. Se dejó caer al suelo cuando vio salir al oficial, un chino enjuto a quien también le sobraban algunas tallas en la gorra y en la camisa sin abrochar. Agitaba una pistola y señalaba con ella sus galones mal cosidos al hombro. Estaba claro que trataba de poner orden. Chang, que había atravesado la segunda línea del control, pasaba en ese momento junto a ellos. Parecía que todo iba bien, pero el oficial, quizá tratando de mostrar su autoridad delante del recluta o de los demás tibetanos que se disponían a cruzar, estiró el brazo y le mandó parar. Se acercó hasta la ventanilla sujetando la pistola con la mano caída y le habló en voz alta.
Gyentse y yo nos detuvimos en seco.
—Sólo querrá volver a revisar su documentación —le susurré al oído.
Como habíamos supuesto, Chang le mostró los mismos papeles que ya habían sido revisados en la primera línea del control. El oficial los miró junto con el recluta. Le dio algunas explicaciones, como si estuviese utilizando la documentación de Chang como ejemplo para advertirle de aquello que debía controlar con más atención cuando llegase su turno. Mientras tanto, Chang nos lazó una mirada rápida a través del parabrisas. En ese momento, Gyentse comenzó a sufrir un calambre en las piernas y trató de colocarse mejor para aguantar agachado en mitad de la ladera inclinada. Al moverse perdió apoyo una de sus botas y empezó a deslizarse hacia abajo. Cuanto más trataba de sujetarse más piedrecillas desplazaba. Me miró con desesperación justo antes de resbalar definitivamente. Cayó unos metros por la ladera arrastrando la espalda, quedando expuesto a cualquier soldado que mirase hacia arriba. Chang se percató y decidió hacer algo para despistarles mientras Gyentse volvía a subir hasta el conato de sendero. Abrió la puerta del jeep de par en par y salió gritando algo que no entendí. El oficial saltó hacia atrás sobresaltado y levantó el arma, Chang siguió hablándole sin pausa. El recluta les miraba de hito en hito.
—¡Corre! ¡Sube ahora! —le urgí con voz ahogada.
El lama se encaramó como pudo, empujando más piedras que rodaron y se estamparon contra el techo de las casetas del control, hasta asirse a mi mano. Di un tirón para ayudarle y aceleramos el paso por el sendero. Cruzamos el salto de agua sin dejar de mirar hacia abajo para comprobar si algún soldado se había fijado en nosotros. Todos seguían atentos a lo que gritaba nuestro conductor, que no dejaba de llamar su atención gesticulando como un loco. Nos detuvimos, calados hasta los huesos, hasta ver cómo acababa todo. No imaginaba qué podría estar diciéndoles. La pistola desenfundada del oficial no le amedrentaba en absoluto. Chang nos lanzó otra mirada rápida y comprobó que ya habíamos cruzado la cascada. Entonces cambió su actitud y comenzó a mostrarse sumiso con el oficial. Éste vociferó varias frases increpándole y arrojó al suelo los documentos con un gesto de desprecio. Chang los recogió sin dejar de hacer inclinaciones de cabeza y se dispuso a introducirse en el jeep. Creí que todo había terminado, pero antes de echar a correr por la ladera vi que el oficial le llamaba de nuevo. Chang se detuvo. Permaneció de pie con la mano en la puerta del jeep mientras sus ojos se enfrentaban sin parpadear al cañón de la pistola que el oficial había levantado de nuevo. Gyentse y yo nos quedamos petrificados.
—¡Le va a disparar! —musitó Gyentse.
De repente uno de los soldados soltó una carcajada. El oficial se volvió hacia él y también rió; después se sumaron el resto de soldados. Todos comenzaron a imitar a su superior apuntando a Chang con sus armas y simulando con la boca el ruido de los disparos. Sin duda, haciendo gala de una enorme crueldad, le ridiculizaban para ganarse el respeto del resto de viajeros que les contemplaban desconcertados desde sus vehículos. Cuando se cansaron de burlarse de él, el oficial le indicó con un gesto que podía continuar su viaje. En ese momento, cuando Chang ya había arrancado y todo parecía haberse solucionado, uno de los soldados miró hacia arriba y vio a Gyentse.
Ya habíamos iniciado el descenso para encontrarnos con Chang tras la curva, por lo que el lama, pensando que estábamos fuera de peligro, se había incorporado dejándose ver. El soldado soltó un chillido hiriente que atravesó el paraje como una flecha y arrastró las miradas del resto. El oficial comprendió de inmediato lo que habíamos tramado. Chang detuvo el coche, metió la mano tras el salpicadero de hierro del jeep y abrió un compartimiento del cual cayeron al suelo una pistola y algunas granadas. Se agachó bajo el volante, cogió una, arrancó la anilla con la boca y la lanzó donde se encontraban aparcados los vehículos de los soldados. El oficial bramó con desesperación y comenzaron a disparar. Chang pisó a fondo el acelerador. Las balas impactaban en la puerta trasera mientras la granada rodaba bajo un camión. La explosión debió de escucharse a kilómetros de distancia. Los soldados se arrojaron al suelo, con lo que dieron tiempo a Chang para alejarse lo suficiente sin ser alcanzado. Gyentse y yo seguimos descendiendo por la ladera con el corazón en la boca. Sólo oía mi respiración entrecortada y, en un segundo plano, las detonaciones de los fusiles. Tenía la sensación de estar corriendo a una velocidad inhumana, pero al mismo tiempo cada paso duraba una eternidad. De repente me vi en el interior del jeep. Gyentse vociferaba enajenado mientras miraba hacia atrás para comprobar si nos estaban siguiendo. Chang aceleraba más y más, engullendo aquella carretera infernal.
—¡He visto un jeep! —gritó Gyentse.
—¡No puede ser! —exclamó Chang aún más fuerte—. ¡Yo mismo vi cómo estallaba con la granada!
—¡Quizá tuvieran otro!
—¿Dónde? —chilló de nuevo nuestro conductor—. ¡Allí no había ningún otro!
—¡Callad! —grité—. ¿No hay ningún camino alternativo?
Mientras hablaba, Chang desafiaba las curvas pegando las ruedas al borde del precipicio y desplazando piedras al vacío.
—No, al menos hasta que salgamos de esta quebrada. Una vez la dejemos atrás trataré de cambiar de valle para despistarlos.
Así lo hizo. Siguió conduciendo a una velocidad demencial sobre la grava hasta que nos aproximamos al fondo del despeñadero. Por allí la carretera discurría a unos pocos metros del río, al que caían diversos saltos de agua como el que habíamos atravesado en medio de la montaña.
—¡Sujetaos! —nos previno Chang de repente.
No podía sujetarme más tiempo. Desde que habíamos huido del control permanecía agarrado con una fuerza inusitada a un hierro que sobresalía de la puerta. Gyentse parecía imantado al asiento trasero.
Chang giró el volante y dejó caer el jeep por el terraplén que nos separaba del río. Apreté los dientes como si estuviese bajando el primer tramo de una montaña rusa. Tras rebotar en el fondo poniendo a prueba la suspensión y la dureza del chasis, avanzó unos metros por el cauce para después salir por el otro extremo en la primera planicie que veíamos en cien kilómetros. Aceleró sin importarle que el valle estuviera salpicado de socavones y se dirigió hacia otro macizo montañoso situado al fondo.
Una hora después, decidió que estábamos fuera de peligro.
Detuvo el jeep en lo alto de un cerro. Desde allí se divisaba una aldea que tomaba forma en la línea rosada del horizonte. Entre nosotros y la aldea, tres pequeños lagos devolvían destellos tras absorber la luz del valle. Después de lo que habíamos pasado, aquella visión parecía demasiado idílica para ser real. Era como si ocultase alguna amenaza aún mayor que su belleza.
Me di cuenta de que ninguno habíamos dicho una sola palabra desde que conseguimos salir del despeñadero.
—Parece una comunidad grande —comenté.
—Por eso mismo no quiero atravesarla —repuso Chang—. Es posible que haya presencia militar permanente. Y en ese caso habrán recibido el aviso que sin duda habrán remitido desde el control. Ahora nos estarán buscando por toda la región.
Nos miró.
—Pero no quiero asustaros más. Sólo necesito pensar unos minutos.
—Somos conscientes del peligro —le tranquilicé—. Tómate el tiempo que necesites.
Chang pasó un rato oteando el valle para localizar alguna ruta alternativa que circundase la aldea. Después metió la cabeza bajo el capó, revisó las correas del motor, comprobó que no había pérdida de líquidos y palpó la chapa por fuera, deteniéndose en los agujeros hechos por las balas. Para terminar se arrodilló en el suelo y sustituyó las matrículas por otras que sacó del mismo compartimiento interior en el que llevaba las armas.
Gyentse y yo permanecíamos de pie en el borde del precipicio.
—Siento haberte arrastrado a esta situación.
—Este paisaje no se parece al de Dharamsala —me cortó, desviando la conversación.
—Me gusta el desierto —dije.
Traté de relajarme. Por primera vez me di cuenta de que desde que nos habíamos internado en la altiplanicie del Tíbet no habíamos visto un mísero árbol. Todo era arena y piedra, aunque también había esos lagos inesperados que intermitentemente nos recordaban que atravesábamos una tierra viva.