—Un momento…
—¿Qué piensas? —me preguntó el abad.
—Da igual. Déjelo.
—Te ruego que sigas —me pidió.
—Se me había ocurrido proponer a los guerreros kampa que están acampados en el patio que nos acompañen.
—¿Por qué a ellos?
—Me inspiran más confianza que cualquiera de los guías del pueblo, que sin duda estarán acostumbrados a tratar con los miliares chinos.
—¿Qué sabéis de esos kampa?
—No demasiado —intervino Gyentse—. Los conocimos por el camino, viniendo hacia aquí. La verdad es que se portaron bien con nosotros.
—Ha sido sólo una corazonada —dije.
—¡Yo creo que es más que una corazonada! —exclamó de pronto el abad—. ¡Esa solución está más que acorde con el vaticinio!
—¿Por qué dice eso?
—¡Los jinetes del emperador Songtsan Gampo equivaldrían a los guerreros kampa que hay en el patio!
Bajé la vista despacio, mirando hacia atrás en la conversación.
—Hay algo que no comprendo… —murmuré.
—No tenemos por qué comprender —sentenció el abad—, sólo debemos saber escuchar.
—¿Cómo me insta a que convenza a los kampa para que me guíen a través de la cordillera cuando vuestras propias deidades me niegan toda posibilidad de protección?
—Lo que vais a hacer está por encima de los guías y de vosotros mismos, no lo olvides.
Estaba confuso. Me resultaba difícil compartir la alegría del abad. Tanto él como Gyentse me miraban fijamente, como si esperasen que diera el siguiente paso.
—¿Y qué les diré cuando tengamos que enfrentarnos a los demonios y saltar barreras de fuego?
Ya ni siquiera sabía si estaba hablando metafóricamente o si eso ocurriría de verdad.
—Explicádselo y que sean ellos los que decidan. Yo iré a buscar esos mapas y en unos minutos os acompañaré al patio para hablar con el jefe.
El abad me dio unas palmaditas en el hombro y se alejó esperando que fuésemos tras él.
Sujeté a mi amigo lama por el brazo.
—¿Qué ocurre? —me preguntó.
Le pedí que esperase un poco mientras el abad se perdía escalera abajo.
—¿Estás seguro de que quieres seguir con esto? —pregunte.
—¿A qué te refieres?
—Quizá sea demasiado peligroso, Gyentse. ¿De veras crees que merece la pena?
—En este momento sólo creo lo que me dice el oráculo sagrado. No tenemos de qué preocuparnos.
Me sorprendía aquella actitud, en cierto modo opuesta a la admirable racionalidad que Gyentse había exhibido desde el primer día. Cierto que el encantamiento inseparable a su tradición tántrica estaba impreso en todos sus actos, pero al mismo tiempo sus enseñanzas rebosaban sensatez y regalaba consejos con un acierto extremadamente sutil.
—Hemos pasado tantas cosas que hay momentos en los que olvido por qué estoy aquí…
—Ellas estarán bien —dijo.
Sentí una fuerte congoja.
—Ni siquiera puedo llamarlas. No hay teléfonos, y cuando hemos encontrado alguno no hemos podido utilizarlo porque estaba intervenido… Quizá no pueda hablar con Martha hasta que salgamos del Tíbet.
—El abad nos espera —se limitó a decir.
Respiré hondo.
—Me concentraré en cómo podremos persuadir al kampa para que nos acompañe —repuse.
El olor a estiércol invadía el patio. El jefe Solung discutía con tres de sus hombres. Sostenía en la mano la pata doblada de uno de los caballos. Parecía no aprobar cómo lo habían herrado.
El abad habló con él durante un rato. Señalaban a ambos lados del patio mientras Solung parecía agradecerle su hospitalidad.
—Dice que se alegró cuando anoche te vio en la terraza —tradujo el abad.
—A mí me ocurrió lo mismo —dije—. ¿Le ha preguntado si estaría dispuesto a venir con nosotros?
—Más tarde.
Solung nos invitó a sentarnos sobre una alfombra que había desplegado frente a su tienda. Al momento una de las mujeres acercó un puchero de agua hervida que mantenía caliente entre unos troncos calcinados. Lo colocó sobre un pequeña bandeja de madera y arrojó un puñado de frutos secos que pronto destilaron su esencia llenando el agua de telarañas ocre.
El abad comenzó a exaltar las virtudes de la tribu kampa y la riqueza de su territorio, el más fértil de la meseta. Las grandes estepas que habitaba el pueblo kampa se conocían en las rutas de las caravanas como los desiertos de hierba, tan diferentes al resto del rocoso Tíbet. Solung nos habló de cómo sus antepasados guerreros, nacidos a lomos de un caballo, seguían al galope a los grandes líderes tibetanos para enfrentarse a cualquier enemigo en los momentos más duros que había atravesado el país.
—Necesitamos que guíes a Gyentse y a Jacobo hasta las ruinas de una antigua lamasería sin que sean interceptados por el ejército chino —dijo por fin el abad.
Le mostró los mapas que había encontrado. No podía desvelarle qué era lo que íbamos a buscar, pero sí que se trataba de un tesoro del antiguo Tíbet.
Solung no parecía muy convencido.
—Dile que pueden subir su precio tanto como quieran —ofrecí.
—Dice que es muy peligroso —tradujo el abad al poco—. También dice que han venido a comerciar, no a guerrear, que les acompañan las mujeres y los niños y no puede dejarles solos.
Por un momento me sentí muy decepcionado, si bien al instante consideré que no podía reprocharle nada.
El abad siguió hablando con él durante un rato.
En un momento dado se volvió hacia mí. El contorno de su rostro de anciano había recuperado aquel aura de emoción que iba y venía.
—Ha cambiado de opinión. Dice que si lo que buscamos es tan importante para nosotros, aceptará cedernos tres guerreros.
—¡Sí! —exclamé.
Cuando le pregunté por el precio, el jefe Solung me habló de gratitud y de lo que yo había hecho por su hija.
—Sabes que ya me siento más que correspondido. Y te aseguro que si no fijamos una cantidad antes de terminar esta taza de té bajaré al pueblo a contratar a otro guía.
El kampa asintió y cerramos el trato.
Durante el resto del día el abad, el jefe Solung y los tres hombres escogidos para guiarnos consultaron los mapas con atención. Discutieron las vías más apropiadas en aquella época de lluvias en la que el barro hacía intransitables, incluso para los caballos, la mayoría de los caminos del oeste. Las ruinas de la lamasería de Singay estaban cerca de la frontera que separaba el Tíbet del estado indio de Cachemira. Se trataba de una zona sumamente conflictiva porque, además de las dificultades de la orografía, colindaba con la denominada área en disputa, un hervidero de pasiones políticas y religiosas en la que se enfrentaban desde hacía décadas todas las potencias de la zona.
Dado que el oráculo no había manifestado nada acerca del lugar concreto en el que debíamos buscar el
Tratado de la Magia
una vez llegásemos a las ruinas de la lamasería, el abad también se dedicó con afán a dibujar unos croquis que nos sirviesen para reconocer su antigua estructura.
—En otro tiempo os habría sido de gran ayuda el pintor de mándalas —comentó.
—¿A quién se refiere?
—Era un lama ciego del cual nadie conocía su edad. Un viejo maestro de la lamasería. Después de que ésta fuera destruida continuó viviendo allí como los yoguis, buscando la iluminación en soledad al igual que hizo Buda durante buena parte de su vida.
—Creía que Lobsang Singay había sido el único superviviente.
—Si se salvó fue gracias al maestro ciego. Pero hace muchos años que no sabemos nada de él.
Para terminar discutimos la conveniencia de que Chang, nuestro chófer, esperase en el monasterio a que volviésemos con el
terma
.
—Pregúntale al jefe Solung cuántos días cree que podríamos tardar —le pedí a Gyentse.
—Dice que depende de muchas cosas —tradujo—. Sobre todo de las condiciones climatológicas. A esta altitud es posible que hayamos de enfrentarnos a más de una tormenta de nieve.
—¿Y más o menos?
—Dice que podría hacerse en seis días, aunque también podrían ser doce.
—No quiero permanecer aquí mucho tiempo —declaró Chang—. En cualquier momento podría presentarse una patrulla en el monasterio y ver el jeep.
—Yo también creo que no sería conveniente —corroboró el abad—. Algunos de los monjes…
—Ya sabemos. En Dharamsala pensaban que todo sería más sencillo —intervino Gyentse.
—Ya os dije que, aunque nos pese, siempre hay alguien de quien no podemos fiarnos. No es que lo justifique, pero también es cierto que la presión que los reeducadores ejercen, sobre todo en los novicios, es grande.
—Que el chófer regrese a Lhasa —sentenció Solung de repente.
Nos volvimos hacia él.
—¿Y cómo regresaremos nosotros? —preguntó Gyentse.
—Podréis hacerlo con nuestra expedición.
—¿Eso sería posible? —pregunté.
—Mientras no os importe viajar a caballo… Cuando encontréis lo que habéis venido a buscar acompañaréis a mis hombres al lugar que acordemos e iniciaremos todos juntos el regreso hacia la región central. Lo haremos por vías alternativas, no os preocupéis. Os dejaremos en la capital y los demás seguiremos nuestro camino hacia las tierras del Jam.
Chang se volvió hacia mí, esperando una respuesta.
—Me parece buena idea —dije.
Gyentse asintió.
—Así se hará, entonces —determinó el abad.
Al amanecer del día siguiente la expedición levantó el campamento. Gyentse y yo salimos en compañía del abad. Habíamos sustituido algunas de nuestras ropas por otras prendas más cómodas para montar que nos prestaron los kampa: pantalones de lana y capas de piel. Parecíamos un grupo de nómadas, un disfraz perfecto si unos prismáticos chinos llegaban a divisarnos a lo lejos.
Los tres hombres que nos debían guiar por la cordillera se despedían de los demás a la entrada del monasterio asiendo las bridas. Me acercaron mi caballo. Era negro. Bufaba y pisoteaba el barro con los cascos delanteros. El fondo de sus ojos parecía estar al rojo vivo.
Los kampa aseguraron los arreos y yo hice lo mismo. A los pocos minutos, el jefe Solung dio por finalizada la despedida. Sus hombres gritaron al unísono, espolearon los caballos y emprendimos la marcha cubriendo de polvo al abad Gyangdrak.
Capítulo 32Más allá de la realidad que sufres
te espera la verdad de las cosas.
Cuando dejó de verse el monasterio a la espalda nos envolvió el susurro de la montaña. Penetró en nosotros y nos arrastró a través de aquel paisaje inmenso y vacío, tan lleno de luminosidad. Era como si toda la energía del planeta se concentrase bajo la bóveda azul que nos cubría, haciéndonos sentir el estallido de la meseta originaria. Atravesamos parajes bañados por lagos que destilaban reflejos verde y plata. Otros valles se sobrecogían entre cortados de la cordillera, amenazados por mil agujas de piedra. Pero había algo que no cambiaba. Siempre, al fondo, las cumbres blancas y el cielo al alcance de la mano.
Uno de los kampa hacía las veces de lugarteniente del jefe Solung y cabalgaba con nosotros. Los otros dos actuaban como ojeadores y nos precedían un par de kilómetros. Comprobaban si había imprevistos en la ruta a fin de avisarnos con tiempo suficiente y evitar que nuestra inexperiencia nos jugase alguna mala pasada…
A media tarde, las piernas apenas podían sostenerme sobre la montura. La tensión que durante las primeras horas sentí en el interior de los muslos pasó a convertirse en un dolor punzante que me impedía pensar en otra cosa. Cuando bien entrada la tarde nos detuvimos a descansar en un llano, más que bajar me arrojé al suelo. Saqué la cantimplora de la alforja y bebí unos tragos con ansia. El kampa se acercó para preguntarnos si podíamos soportar ese ritmo.
—El golpeteo arrullador de los cascos es perfecto para concentrarse —le tranquilizó Gyentse, obviando el dolor de las piernas.
A pesar de que nos habíamos visto inmersos en esta inesperada etapa del viaje y de los nuevos riesgos que entrañaba, Gyentse se mostraba más tranquilo e ilusionado. Se dedicaba a absorber por ojos, nariz y oídos el pulso de su meseta. La percibía ruda por las extremas condiciones del clima, pero también liberadora por la inmensidad de sus espacios, tan opuestos a la rigidez de su vida en Dharamsala.
A la mañana del segundo día la cordillera nos dio un respiro. Apareció una gran extensión de hierba entre los picos. El kampa nos pidió que dejásemos correr a los caballos, acostumbrados a las competiciones de velocidad que solían celebrarse todos los días de fiesta en los campamentos del Tíbet. Pero aquel instante idílico resultó ser un cruel espejismo. En cuanto aflojamos el galope, la sombra de la muerte se aproximó a nuestra columna de jinetes.
Vimos que uno de los ojeadores volvía hacia nosotros a toda prisa. Movía un brazo enérgicamente y con el otro fustigaba al animal. Cuando llegó tensó las riendas. El caballo se paró en seco, echando el cuello hacia atrás con los ojos y la boca extremadamente abiertos.
—¿Dónde está Ziang? —gritó el kampa, refiriéndose al compañero que faltaba.
—¡Ha sido apresado por una patrulla china!
—¿Qué dices?
—¡No sé cómo ha podido ocurrir! Estábamos en la cima de aquel cerro. —Señaló azorado hacia arriba—. Poco antes habíamos desmontado para vigilar los movimientos de un grupo de soldados que se habían detenido a unos quinientos metros de distancia…
—Soldados… ¿qué están haciendo por aquí?
—Nos sorprendió tanto como a ti. Decidimos esperar a que se fueran, pero uno de ellos, que al parecer se había apartado del resto y caminaba por la montaña, salió de entre unas piedras y nos apuntó con el arma.
El kampa respiraba con dificultad y articulaba las frases entre bocanadas de aire.
—¡Sigue! —le apremió el lugarteniente.
—Cuando el soldado se dio la vuelta para llamar al resto aprovechamos y nos abalanzamos sobre él.
—¿Hirió a Ziang?
—Antes de recibir el primer golpe aún le dio tiempo a disparar el fusil y le alcanzó en un pie. No llegamos a derribarle y enseguida volvió a encañonarle. Yo salté sobre el caballo y le aticé para que corriera hacia abajo. ¡Mientras cabalgaba oía cómo Ziang gritaba que no me detuviese!
—Has hecho lo que debías —sentenció—. Ahora iremos a buscarle.
El kampa se volvió hacia nosotros con brusquedad.