No tuve tiempo de hacerlo. Al poco llegó el encargado con un talonario de recibos y me extendió uno en el que había garabateado unos signos sobre las rayas impresas. Ni siquiera había podido cambiar moneda. Saqué otro billete de cinco dólares como el que le había entregado al vendedor de zapatos. El encargado se lo guardó sin decir nada. Comencé a encontrarle mal de nuevo, a sentir el mareo y los pinchazos. Me recliné sobre la chapa justo cuando aparecían cinco peregrinos que ocuparon el resto de asientos. El conductor cogió impulso y cerró la puerta lateral con un golpe desproporcionado. Después la bloqueó por fuera como si sellase una celda. La furgoneta se rodeó de curiosos que pegaban su cara al cristal.
Me dejé llevar sin plantearme si me encontraba en el vehículo correcto. Ni siquiera sabía hacia dónde me dirigía, si Gyentse podría encontrarme, si tal vez lo habrían detenido antes de que llegase al Jokhang o si le habría pasado algo aún peor.
Rodeamos la explanada, cruzamos la ciudad por barrios sin rostro y poco después nos internamos en la oscuridad absoluta.
Pasaban las horas y no dejaba de contemplar el mismo paisaje rocoso emergiendo de la noche, y de sufrir aquella presión constante en las sienes que estaba a punto de volverme loco.
Al despuntar el alba volví a hacerme las mismas preguntas. Comenzó a angustiarme no saber a qué distancia nos encontrábamos de Kakchu, si es que íbamos en la dirección correcta. Lo único cierto era que cada vez me alejaba más de Gyentse. El conductor no hablaba una palabra de inglés. Los peregrinos se habían dormido, uno de ellos sobre mi hombro. La furgoneta se había llenado del olor de los tacos de queso de yak que la mujer que viajaba delante llevaba en una bolsa.
Lentamente, el horizonte fue iluminándose por un débil y brumoso amanecer. Traté de relajarme y concentrarme en la lucha sorda de las nubes por adentrarse entre los picos lejanos. Y en el silencio de la meseta, que permitía captar cada sonido. El viento silbaba de diferente manera cuando lidiaba contra la furgoneta, contra una piedra o cuando agitaba mi camisa en las paradas que hacíamos en mitad de aquel paisaje lunar. Escuchaba cómo mis pies aplastaban la arenilla y cómo un ave carroñera aleteaba a varios kilómetros de distancia. Percibía todo con una claridad inusitada, como si fuesen las últimas sacudidas de lucidez de mi cerebro, que poco a poco se comprimía por el mal de altura.
A lo largo del camino atravesamos pequeñas poblaciones de campesinos. El conductor bajaba de la furgoneta y les preguntaba por el estado de los glaciares o las zonas sacudidas por los desprendimientos que nos veíamos obligados a atravesar. En los habitantes de aquella región podían apreciarse las consecuencias de los cambios de temperatura: la sequedad en sus rostros y la negrura de sus manos, la rojez en sus ojos y la aspereza de sus cabellos encrespados. No era extraño que apenas unas cuantas comunidades aisladas hubiesen sobrevivido a las inclemencias de aquel clima extremo.
«Al alcanzar la máxima altitud de esas carreteras infernales, los rayos del sol atraviesan la cabeza del viajero y le producen un dolor intenso en el cerebro, haciendo que sienta en sus propias carnes, durante unos días, un padecimiento similar al que sufre el pueblo tibetano desde la ocupación.»
Así interpretaba el Gordo, que conocí en la casa de Lhasa, el mal de altura que todos los que llegábamos por primera vez al Tíbet teníamos que soportar como prueba de iniciación. Yo lo padecía desde que aterrizamos, pero las cosas aún empeoraron cuando, a media mañana, nos acercamos al paso de montaña en el que, como si no hubiese otro lugar en el mundo, se encontraba el campamento nómada.
Allí fue donde pensé, una vez más, que se me iba la vida.
Me resistía a decirle al conductor que ya no podía más. Aguantaba los envites en las sienes apretando las mandíbulas y cerrando los ojos. Finalmente me desvanecí y, al salir de un socavón, me di un terrible golpe en la cabeza contra el cristal. El conductor se detuvo en mitad de la carretera, frenando bruscamente y despertó a los demás viajeros. Me observó durante unos segundos e hizo gestos para que saliese. Me asomé por la ventanilla. Allí sólo había un campamento nómada. Me negué a bajar y le pedí que continuásemos el viaje, pero él comenzó a gritar y me amenazó violentamente, escupiendo frases ininteligibles sobre las cabezas de los peregrinos.
No tenía fuerzas para enfrentarme a él.
Bajé de la furgoneta y, de pie en mitad de la nada, les seguí con la vista mientras se alejaban por la carretera desierta. No sabía que, posiblemente, aquel conductor me estaba salvando de sufrir un ataque aún más fuerte. La aldea de Nakchu hacia la que nos dirigíamos aún estaba a mayor altitud por lo que, de no haberme apeado a tiempo, los efectos de la falta de oxígeno hubieran podido agravarse hasta causar mi muerte.
Me volví hacia el campamento nómada. No había vallas ni empalizadas. Sólo los animales demarcaban el territorio. Se alejaban de las hogueras para sentirse libres y volvían a acercarse en cuanto dejaban de oler los fardos.
Los nómadas se jactaban de ser capaces de amaestrar cualquier mamífero de la meseta, incluso a los antílopes tibetanos que incorporaban a los rebaños. Jinetes incansables, seguían la dirección del viento trazando junto a los ríos los caminos que las grullas dibujaban por el aire en sus migraciones hacia los pastizales silvestres de las regiones menos frías. La mayor parte de la extensión tibetana, árida en unas zonas y glaciar en otras, estaba desierta, vacía de flora y fauna. Por ello, también los animales nacidos en libertad se acercaban a buscar refugio entre las tiendas humeantes de los nómadas.
Caminé hacia ellos pero me detuve a una distancia prudencial. Los habitantes del campamento ya habían iniciado sus labores. Los más pequeños me vieron y con su griterío atrajeron la atención de las mujeres. Tres de ellas salieron de la tienda más grande. Llevaban en las manos prendas ajadas y agujas para remendar. Los hombres no se encontraban allí. Habían cabalgado hasta un estanque cercano, como solían hacer cada día, para dejar que los caballos se desbocaran durante un rato.
Intercambié varias inclinaciones de cabeza con la mujer de mayor edad. Al momento se percató de que estaba enfermo. Me acompañaron hasta el centro del asentamiento. Estaba tan mareado que me costaba enfocar mientras andaba. Nos sentarnos junto a una fogata. Una joven de pupilas plateadas llegó con una jarra y unas tazas que limpió allí mismo. Las introdujo en un balde con agua y pasó por el canto sus dedos tatuados con las mil grietas del frío. En unos instantes ya estaban preparando té. Poco a poco los ancianos también fueron saliendo para sentarse con sus hijas y nietos, quienes se apartaban para dejarles un sitio. La joven no pudo resistirse a ofrecerme la primera taza de forma apresurada. Ello propició la reprimenda de las demás mujeres, las cuales se disculparon con los ancianos que, por su edad, merecían un trato preferencial.
Las tiendas estaban dispuestas en un desorden premeditado, a unos cuantos metros las unas de las otras. Estaban hechas de cuero y tela, sujetos sus vientos con palos coronados de banderas ceremoniales. Me encontraba en mitad de una nebulosa. Comencé a no saber qué era real y qué imaginado. Habían desplegado las pieles que hacían las veces de puertas para ventilar las tiendas y se veía el interior. Los bebés permanecían quietos en unas esteras. El escaso ajuar se acumulaba en el centro, alrededor de las brasas. El fuego no quemaba la cubierta a pesar de que permanecía encendido varias horas; las necesarias para convertir aquel cubículo robado a la meseta en un hogar. Un hogar itinerante, rudo pero caliente.
Rehusé como pude una segunda taza. Incluso tuve que hacer esfuerzos para no vomitar allí mismo. Entonces llegaron los hombres. Desmontaron y se acercaron sorprendidos de ver a un extraño junto a sus mujeres y ancianos. Al comprobar el lamentable estado en que me hallaba emergió su profundo sentido de la hospitalidad y dispusieron lo necesario para que pudiera quedarme en el campamento el tiempo que fuera necesario.
Un repentino tufo agrio hizo que volviesen las náuseas que ya había sentido en el interior de la furgoneta. Me volví y vi una mujer robusta removiendo un gran cuenco lleno de
tsampa
. Los tibetanos esperaban ansiosos el momento de sentarse a comer aquel cereal de harina de cebada tostada mezclado con mantequilla y té. Pero a mí, en aquel momento y con todos mis órganos descompuestos por la fiebre, su olor me provocaba arcadas. Entonces llegó el momento de claudicar. Miré al cielo tratando de que se me pasase el mareo, pero no había nada que hacer. Les hice entender que necesitaba echarme. Una de las mujeres corrió a preparar una manta en la tienda más próxima. La joven de los ojos penetrantes me siguió con la mirada mientras me alejaba tratando de no tropezar ni desplomarme antes de llegar.
En el interior, una estufa de hierro quemaba las ramas de un matorral aromático que no producía humo. Como en las demás, el vértice central de la cubierta de cuero estaba agujereado. Comprendí que Gyentse no me encontraría allí. Quizá ni siquiera me estaba buscando. ¿Qué le habría ocurrido? Le había abandonado a su suerte y ahora ambos estábamos solos, a cientos de kilómetros el uno del otro, en mitad de ninguna parte. Me acurruqué bajo la manta y me desmayé al abrazo de la lana que todavía olía a animal muerto.
La fiebre me llevaba de un lugar a otro. Me agotaba. Todo se entremezclaba en mi cabeza haciéndome sentir, incluso en mi inconsciencia, una ansiedad asfixiante.
La primera vez que abrí los ojos no pude ver nada. Era como si me hubiese quedado ciego. Pero notaba algo extraño y quería despertar a toda costa. Poco a poco fue aclarándose la visión del interior de la tienda. Un perro con el lomo carcomido por la sarna había conseguido entrar y me lamía la cara. Me lo sacudí de encima, pero al momento me desplomé por el dolor de cabeza que me produjo aquel breve esfuerzo. A partir de entonces, cada vez que me despertaba era porque una de las mujeres nómadas acudía a la tienda para hacerme ingerir un engrudo agrio. Con una mano mantenía abierta mi boca y con la otra volcaba el cuenco para que aquella pasta se introdujese por mi garganta, una y otra vez, hasta impedirme respirar.
Llegó un momento en el que las pesadillas me dieron una tregua. Creí escuchar la voz de Martha. Fue como si me sumergiese en un mar azul, sin ruidos ni impactos; tan sólo percibía los latidos de mi corazón y los reflejos del sol a través del agua. Reviví el instante en el que Martha y yo nos conocimos. Me creí de nuevo en el barrio tibetano de Katmandú, aquel día en el que fui de visita y me quedé para siempre. Tal como ocurrió entonces, me paré frente a uno de los pequeños templos que se repartían por el barrio para dar cobijo a los fieles y percibí desde la verja una sombra que parpadeaba entre dos columnas de la galería. Era una mujer rubia de rasgos occidentales que, sentada en el suelo, copiaba en un cuaderno los dibujos del zócalo. Me acerqué hasta los escalones que terminaban en la galería. Su pelo rubio se rizaba al final de su media melena y por su cara caían los mechones que no recogía la coleta. La piel había adquirido un tono moreno pero se adivinaba su tez pálida. Vestía una camisa de algodón blanco y unos vaqueros sobre los que se sacudía el polvo de las manos mientras se incorporaba y se acercaba hacia mí, bajando la escalera con dulzura y confianza. De fondo se escuchaba la grave melodía que entonaban desde otro templo las trompetas ceremoniales.
Ayudado por la presencia de Martha en mis sueños luché para no volver a caer en el abismo de pesadillas al que me había desterrado la fiebre. Martha me preguntaba si quería seguirle por una escalera, y después hacia la cima de una montaña que se adentraba en las nubes. Yo me rezagaba en el ascenso y ella se volvía para tirar de mi mano, y juntos escapábamos de un alud. Más tarde aparecíamos montados sobre un toro que se adentraba en un río y avanzaba a contracorriente para llevarnos a un estanque. Fue entonces cuando los sueños cesaron de repente y abrí los ojos.
En el interior de la tienda reinaba la penumbra, horadada por el tenue haz de luz que se filtraba por el hueco superior y resbalaba sobre mi cara brillante por el sudor. Lentamente fui tomando conciencia de dónde me encontraba y distinguí junto a mí la figura de un hombre arrodillado.
—Hola —dijo.
Aun sin haber llegado a despertarme del todo, lo reconocí.
—Gyentse…
—Estás aquí…
—Así es, aquí contigo.
—Estás aquí… —repetí.
—Ahora tranquilízate y descansa. Ya sabes que no me moveré de tu lado.
La emoción hizo que un pinchazo saludase una a una a todas las neuronas de mi cerebro, lo cual llegó a parecerme incluso placentero. Aquella sensación, aunque dolorosa, me hacía saber que estaba vivo.
—Sólo recuerdo sueños que se agolpan —conseguí articular.
—Los narrabas para mí. Son fruto de tu enfermedad.
—En Perú nunca había sufrido mal de altura, no lo entiendo… —Poco a poco iba logrando pensar con más claridad. Me aparté el pelo de la cara y me froté los ojos llenos de legañas—. ¿Cómo has venido?
—Me dieron el recado.
—Creía que nunca…
—Ha sido un cúmulo de casualidades, pero aquí estoy.
—¿Y el chófer? ¿Te encontró?
—Está fuera.
—Ya es la segunda vez que me despierto y tú estás ahí. Eres una especie de ángel de la guarda.
—Nosotros lo llamaríamos guardián protector —bromeó.
—Quizá ni siquiera seas real…
Estiré el brazo y cogí con fuerza el suyo a la altura del codo.
Por primera vez me dejé llevar por el cansancio sin miedo a hundirme en aquel infierno sin fondo del que apenas acababa de regresar. Pero aún quedaba mucha enfermedad contra la que combatir. Según me contó Gyentse unas horas más tarde, a los pocos minutos de nuestro reencuentro él apoyó sus manos sobre mi pecho y yo me recogí en un ovillo, inconsciente y entre espasmos.
—No para de tiritar —le decía Chang.
Chang era nuestro chófer. Un tibetano grueso de aspecto bonachón, el pelo negro como todos los demás y los mofletes casi pegados a los ojos.
—Me preocupa tanta fiebre; y aquí no hay nada parecido a una botella de oxígeno —comentaba el lama, hurgando en un estuche de cuero lleno de frascos sin etiqueta que llevaba en su bolsa—. Sería conveniente aplicarle unas dosis para regular su respiración y evitar complicaciones.