—No me gusta. No me gusta nada. ¿Qué sabéis de esto?
—Te aseguro que no podemos explicarlo —dijo Gyentse.
—Pregúntale qué demonios hace una patrulla en mitad de estas montañas —le pedí a Gyentse—. ¿Cómo han introducido el camión?
—Dice que habrán utilizado alguna vía desde el oeste —tradujo al poco—. Sin duda desde uno de los destacamentos que vigilan la frontera con la región india de Cachemira. Pero aun así no tiene sentido que hayan llegado hasta este lado de la montaña.
—No estarás insinuando que van detrás de nosotros…
—En cualquier caso tenemos que hacer algo antes de que interroguen a Ziang —dijo finalmente—. Les habrá contado que iban en peregrinación al monte Kailas y que se asustaron al ver al soldado. Si no le creen le torturarán, pero se dejará matar antes que delatarnos.
—¿Cuál es el plan? —pregunté.
—¿Cuántos son? —le preguntó él al ojeador.
—Creo que cuatro. Un solo vehículo. No he visto morteros. Quizá los guarden en el interior del camión. Los soldados llevan fusiles automáticos del calibre 5.56 —informó con todo detalle.
—Apostaría a que no esperan respuesta alguna, a no ser que ya estuvieran buscando algo antes de sorprenderos. —Se volvió para clavar de nuevo sobre mí sus ojos achinados—. Cabalgaremos hasta aquel montículo —señaló con seguridad—. Dejaremos los caballos arriba y, según lo que encontremos, trazaremos un plan u otro. En cualquier caso seremos tres sin contarte a ti, Gyentse, suficientes si tenemos tiempo de apuntar.
—¿Suficientes para qué? —preguntó él.
—Dispondremos de dos disparos cada uno antes de que puedan reaccionar.
El lama se estremeció.
—¡Habrá otra manera de resolverlo! Quizá por la noche… ¡Jacobo, por favor, di algo!
Permanecí callado. Me aterraba pensar que estuviera perdiendo las referencias del bien y del mal, pero habíamos confiado en aquel hombre para que nos guiase y ya no podía permitirme cuestionar su modo de hacer las cosas. No podía cuestionar su guerra. Aquello era lo único que me venía a la cabeza, y desde luego no era lo que Gyentse esperaba que dijese.
El kampa espoleó al caballo y avanzó unos metros. Después llamó a Gyentse y señaló a lo lejos.
—Quizá en Dharamsala sea diferente, pero aquí sólo nos tenemos los unos a los otros —gritó el kampa con tono de predicador. —Hemos pasado toda la vida combatiendo a los chinos. Esta vez no contábamos con ello, pero si no intervenimos de inmediato esos militares le pegarán un tiro a Ziang y vuestra búsqueda habrá terminado. ¡Hemos de actuar antes de que conecten la radio y comuniquen la incidencia! ¿Sabes disparar? —me preguntó.
Asentí sin dudar.
—¿También uno de éstos?
Sacó un deteriorado AK47 de la bolsa que colgaba de su silla.
Lancé una mirada rápida a Gyentse.
—Una vez, en la selva de Colombia, me vi obligado a practicar por si acaso…
—¡Pues atiende a mis instrucciones y no improvises!
Me arrojó el fusil y tuve que cogerlo al vuelo. Después acercó su caballo y pasó unos cargadores de su alforja a la mía.
Gyentse desmontó y comenzó a andar ladera abajo. Los dos kampa descubrieron otros Kalashnikov que portaban entre las mantas enrolladas a ambos lados del lomo de sus caballos y galoparon hacia el montículo. Miré por última vez al lama y salí tras ellos. Los cascos tocaban a batalla contra la tierra de la montaña y las armas, fuera de sus fundas, golpeaban en los estribos. Aquellos sonidos hirieron el corazón del lama. Al momento no pudo más y se desplomó en el suelo tapándose la cara con las manos.
Al llegar a lo alto del cerro nos arrastramos hasta el borde del barranco. Desde allí temamos una visión clara de los soldados. Se hallaban en mitad de un escueto valle irregular lleno de tierra arenosa y rocas que emergían del suelo en forma de pirámide, con las aristas y el vértice curvados por la intensa erosión. También vimos la senda por la que habían introducido el camión. Me preocupó pensar que eso implicaba la proximidad de un destacamento entero, ya que el único modo de llevar los vehículos a aquella zona era a través de unidades aerotransportadas. Quizá nos habíamos desviado hacia la frontera más de lo que imaginaba.
Ziang estaba apoyado en una de las ruedas traseras del camión. Tenía las manos atadas a la espalda y una cinta le cubría los ojos. A pocos metros de él, uno de los soldados daba patadas a las piedras, que rodaban por el suelo. Otros dos hablaban entre sí al pie de una de las grandes bañeras que agujereaban el valle. Llevaban los fusiles a la espalda. Tal como habíamos supuesto, no parecían esperar una respuesta hostil. No localizábamos al cuarto soldado. El ojeador hizo gestos indicando que creía haber contado bien.
Entonces me di cuenta de que Gyentse no estaba allí para traducirme las palabras de los kampa. Debía esforzarme al máximo para comprender lo que me pidieran que hiciese. No había tiempo para largas explicaciones, ni podía permitirme interpretaciones erróneas.
Los dos soldados que estaban más apartados se acercaron hacia la base del cerro desde el que les estábamos vigilando. Caminaban con una radio en la mano. «Están dando el aviso —pensé en un primer momento—, está todo perdido.» Un silencio sepulcral reinaba en el valle, así que traté de escuchar los sonidos que emergían del aparato. A pesar de mis nulos conocimientos de mandarín confiaba en ser capaz de adivinar si se trataba de una emisión civil o militar. No sabía que lo que estaban escuchando era la retransmisión en directo del mensaje de felicitación enviado desde el mando central de Pekín a las autoridades de la Región Autónoma del Tíbet con motivo de las celebraciones. Entre las pausas del discurso se distinguía el griterío distorsionado y los aplausos de la gente. Ello me confirmó que no estaban hablando con su cuartel.
Los kampa colocaron los Kalashnikov en posición y escogieron cada uno un objetivo. Yo debía ocuparme del que estaba cerca de Ziang. Fue entonces cuando le vi bien. Era poco más que un adolescente, al igual que los otros dos. Le apunté al pecho. Se había quitado el casco. En ese momento sentí una arcada y el arma comenzó a quemarme en las manos. Me entraron dudas, quizá por falta de valor o por un ataque repentino de prudencia. Si disparábamos y fallábamos se pondrían a cubierto e iniciaríamos un intercambio de disparos que se oiría a kilómetros a la redonda. Estaban demasiado tranquilos. Quizá había otras patrullas cerca, o quizá habían pedido refuerzos que estarían a punto de llegar. Y no debíamos olvidar que aún faltaba otro soldado al que no habíamos podido localizar.
Dejé el fusil en el suelo y me volví hacia el kampa. Antes de que pudiera reaccionar le arranqué el cuchillo que llevaba al cinto. Ambos me miraron con desconcierto. Hice un gesto con las manos para que entendiesen que no tenían de qué preocuparse, pero comenzaron a dirigirme gritos ahogados, indicándome con la cabeza que les devolviese el machete y recogiese el arma. Traté de explicarles que no me parecía buena idea iniciar un tiroteo. Era lógico que no quisieran exponerse más de lo debido ni desperdiciar el factor sorpresa, por lo que les propuse hacerme cargo del papel más difícil en mi estrategia alternativa. Les expliqué lo que pretendía hacer. Los dos soldados que escuchaban la radio se habían alejado intentando sintonizar la radio, por lo que no se enteraban de lo que ocurría junto al camión, y el otro estaba cada vez más despistado. Yo aprovecharía para bajar dando un rodeo hasta una de las piedras piramidales situada a escasos metros de donde se encontraba Ziang y lo liberaría sin necesidad de hacer un solo disparo. Cabía la posibilidad de que tuviese que enfrentarme cara a cara con el soldado que le custodiaba si éste se daba la vuelta en el momento equivocado, pero a eso sí que estaba dispuesto. Confiaba más en mis manos que en mi habilidad con el fusil, y sabía que en ese caso podría medir el ataque para no tener que acabar con su vida. Sólo pensaba en salir de aquel trance sin matar a nadie. Si eso ocurriese nos convertiríamos en verdaderos proscritos y, si fuéramos apresados, ya no habría excusas que nos librasen de la inyección letal o de un pelotón de fusilamiento. Evitaba pensar en eso, en cómo se nos había ido todo de las manos. Hice ver a los kampa que debían limitarse a cubrirme ya que yo haría el resto.
—No disparéis si no es necesario —les rogué por última vez en mi idioma antes de lanzarme hacia abajo.
Descendí a pequeños saltos por un lado del cerro y me escondí tras la roca. Recobré el ritmo de la respiración con la cara pegada a la superficie arenosa y me asomé. Ziang seguía apoyado en la rueda del camión; no se había movido un ápice. El soldado que lo custodiaba se dedicaba ahora a arrojar piedras a unos cuervos. Era el momento idóneo.
Corrí hasta el kampa. Pero cuando apenas había dado los primeros pasos ocurrió algo que no esperaba. De repente noté que ya no se escuchaban los ecos del discurso. El soldado que tenía la radio en las manos debía de haber perdido la señal al tratar de sintonizar mejor la débil frecuencia. El otro le golpeó el hombro increpándole para que volviese a captarla. El primero tiró el aparato y se volvió contra su compañero, propinándole un empujón que le hizo caer al suelo. No sabía si seguir hacia el camión o si volver hacia atrás. Estaba demasiado lejos de mi escondite, así que me lancé hacia el remolque y salté al interior. Me asomé entre la loneta y vi a los kampa acurrucados en lo alto del cerro.
«No disparéis —dije para mí—, por favor, dadme un minuto más antes de decidir disparar…»
Al poco supe que habría sido mejor si lo hubiesen hecho.
En ese momento se abrió la puerta de la cabina y salió el soldado que faltaba. Hasta entonces había permanecido recostado en los asientos; por eso no habíamos podido verle. Se trataba de un oficial, a juzgar por la forma en la que les exigió detener de inmediato la pelea. Se acercaron los tres al camión sin dejar de discutir, pero se colocaron en un punto desde el que no podían ser alcanzados por los fusiles de los kampa. Volví a mirar hacia la parte superior del cerro. Los guerreros ya no estaban allí. Tenía que salir cuanto antes para reunirme con ellos y buscar otro modo de rescatar a Ziang. Pero no tuve tiempo. El recluta que lo custodiaba pasó junto a la parte trasera del camión y se asomó al remolque, por lo que no me quedó otro remedio que abalanzarme sobre él antes de que reaccionase. Le golpeé tan fuerte como pude en el costado a la vez que le doblaba el cuello hacia atrás y le apretaba el filo del machete contra la nuez.
—¡Tirad las armas!
Los otros tres me miraron confusos un instante antes de saber qué ocurría. Mi rehén se agitó nervioso mientras emitía unos chillidos que parecían los de un cerdo. Al momento, cuando sintió que el metal traspasaba la fina piel de su garganta, levantó los brazos, dejó de revolverse y pidió a los otros que me obedeciesen.
Los dos reclutas hicieron el gesto de dejar las armas en el suelo, pero no llegaron a soltarlas. El oficial me encañonó con su pistola y les ordenó que hiciesen lo mismo. Sujetaba el arma con su mano temblorosa, tensaba el cuello y no dejaba de gritar. Yo trataba de gritar aún más, pero ellos permanecían estáticos con sus fusiles montados. No sabía qué hacer con el soldado que mantenía inmovilizado. El oficial no se atrevía a disparar por miedo a alcanzarle, pero no dudaba en traspasar esa responsabilidad a los reclutas.
De repente ocurrió algo insólito. Desde donde me encontraba pude ver a un grupo de hombres que se había lanzado a pecho descubierto por la ladera más próxima. Corrían hacia nosotros con las armas en la mano.
«Solung…», dije para mí.
No podía creerlo. Eran el jefe kampa y varios de sus guerreros. Cada vez estaban más cerca. Ninguno de los soldados se había fijado en ellos. Miré de nuevo a lo alto del cerro. El lugarteniente y el otro kampa habían vuelto a apostarse allí para cubrirles.
El oficial chino, cada vez más histérico, seguía apuntándome con su arma mientras exigía a sus soldados que apretasen el gatillo. Uno de ellos no soportó la presión y levantó su fusil con un movimiento burdo que ni siquiera pudo terminar. Solung, que ya estaba casi encima de nosotros, le atravesó con una ráfaga de su Kalashnikov sin dejar de correr. El otro soldado también cayó fulminado sin saber siquiera de dónde procedían las balas.
—¡Parad! —grité sin soltar a mi rehén—. ¡Parad! —repetí, confiando en que todo había terminado.
Pero el oficial, lejos de rendirse, aprovechó para revolverse y rodar bajo el camión. Disparó entre las ruedas y alcanzó a uno de los kampa. Para cuando el guerrero se dio cuenta, el proyectil le había atravesado el muslo y él se desplomaba arqueando la espalda. Solung gritó algo que se escuchó en todo el valle mientras aceleraba aún más su carrera con el arma en la mano. El oficial chino se volvió hacia mí desde los bajos del camión y disparó sin importarle que el compañero a quien yo tenía apresado estuviera en medio. Un chorro de sangre me salpicó las piernas justo antes de que corriese a refugiarme tras la roca. El jefe Solung y otros tres guerreros se arrojaron al suelo a pocos metros del camión y acribillaron a tiros al oficial, cuyo cuerpo se sacudió bajo el chasis por el impacto continuado de las balas.
El silencio volvió de súbito al valle. Sólo se oían las pisadas de los kampa sobre la tierra seca. El jefe Solung y parte del grupo se dirigieron a toda prisa hacia donde se encontraba su compañero herido para hacerle un torniquete. Otros soltaron las ataduras de Ziang y le quitaron la bota para curarle la herida. El sol hacía brillar la sangre salpicada en un lateral del toldo del camión. Se levantó un viento que agitó la tela como si quisiera borrar las huellas de lo ocurrido.
No sabía por qué, pero algo me decía que aún no había terminado todo.
Me pareció ver una sombra que se movía sigilosamente detrás de una de las rocas piramidales. Me acerqué con cuidado y vi que se trataba de un quinto soldado al que no habíamos tenido en cuenta. Había introducido la boca del cañón de su fusil entre dos aristas de la piedra y la desplazaba milímetro a milímetro para tener a tiro al grupo en el que se encontraba el jefe Solung. No lo pensé. Recogí la pistola del que antes había tomado como rehén, que yacía en el suelo tras haber sido abatido por el oficial. Di un grito. El quinto soldado se volvió hacia mí con el rostro desencajado. Trató de girar sobre sí mismo para encañonarme, pero antes de que lo hiciera le atravesé el pecho de un disparo. El percutor me pellizcó la mano produciéndome un dolor intenso, pero no solté el arma. Seguí disparando hasta que el cargador se vació por completo.