Así transcurrieron dos días eternos. Dos días de laderas infinitas de lava blanca, congelada y abrasadora al mismo tiempo. Y dos noches en las que apenas fuimos capaces de dormir un minuto. Teníamos que mantenernos despiertos para combatir con todas nuestras fuerzas el frío atroz que nos atenazaba. En realidad temía que si cerraba los ojos jamás volvería a abrirlos. Gyentse comenzó a sufrir síntomas claros de congelación en los dedos de las manos y de los pies. Habían adquirido un extraño color pálido, se le estaban endureciendo progresivamente y el dolor cada vez se hacía más insoportable.
Ya bien avanzada la tarde del día siguiente, el kampa que iba primero señaló hacia una fila de rocas que sobresalían en la parte superior de la montaña, trazando una suerte de sendero. Aseguró que nos conducirían al otro lado, donde era probable que por fin encontrásemos un valle por el cual caminar más aprisa hasta hallar un acceso menos abrupto hacia nuestro destino.
La tormenta pareció darnos un respiro cuando llegamos a la altura de las primeras rocas. Miré al cielo y cerré los ojos temiendo escuchar el eco lejano de algún helicóptero, pero al momento la ventisca se recrudeció y el paraje se vio azotado de nuevo por la furia desbocada de los elementos. Sabía que el mal tiempo era nuestra mejor baza, pero comenzaba a resultar insoportable que todo a nuestro alrededor estuviese cubierto de nieve. Resultaba imposible percibir distancias en la ladera y era difícil de creer que los kampa pudieran orientarse entre la niebla. Ya no se veían ni las marcas de nuestras propias pisadas cuando volvíamos la mirada.
—¡Cada vez está peor! —gritó Gyentse. El viento incesante nos golpeaba la cara hasta parecer que nos iba a arrancar las orejas congeladas—. ¡Y a partir de aquí el camino se hace más empinado!
—¡No podemos detenernos! ¡Sobre todo no te separes de mí!
Le cogí de la mano y sentí que mi amigo ya no podía mover los dedos.
Los kampa avanzaban deprisa. No quería dejar atrás a Gyentse y poco a poco nos íbamos rezagando. Apenas podía distinguir por dónde iban. Respiré hondo y haciendo acopio de las escasas fuerzas que me quedaban me lancé hacia arriba para pedirles que buscasen algún sitio resguardado en el cual esperar a que la tormenta se apaciguase. Corrí metiendo y sacando los pies con rapidez para hundirme lo menos posible en el manto de nieve que ya nos cubría media pierna. Cuando les alcancé, ambos se volvieron sobresaltados.
—¡Tenemos que parar! —trataba de hacerme entender gesticulando—. ¡El lama no puede más!
Ellos negaron con la cabeza y tiraron de mi brazo para que siguiese avanzando. Era como si ya no se planteasen otra cosa que abandonarle.
—¿Qué hacéis? —grité—. ¡Esperad!
La ventisca arreciaba sin freno. La nieve nos golpeaba el rostro. Los kampa no dejaban de gritar y de arrastrarme hacia la cima. Por un momento dudé cómo debía obrar. Quizá tuvieran razón. Quizá seguir adelante sin Gyentse era el único modo de llegar a salvo a la India con el
terma
, la única vía para regresar con mi hija, con Martha. De pronto supe lo que tenía que hacer. Me revolví violentamente y me desembaracé de ellos dando un grito que, por un momento, se escuchó por encima del viento incesante. Ambos me miraron perplejos. Cerré los ojos y respiré hondo. Me inundé del espíritu de la montaña, de la grandeza de la propia tormenta que estaba a punto de arrebatarnos la vida. No podía dejar morir a mi amigo. Seguir juntos era la única forma de conseguir nuestra meta, salvarle era la única meta, la única solución si quería abrazar de nuevo a mi hija, de poder hacerlo siempre.
—¡No os mováis de aquí! —les ordené de pronto.
En ese momento escuchamos otro chasquido, esta vez más cercano, como el latigazo de un rayo. Provenía de la parte superior de la montaña. Los kampa se lanzaron una mirada de espanto a la vez que dejaron escapar un grito agudo y desesperado.
Volví la vista hacia arriba. Me resistía a admitir lo que mis ojos estaban presenciando. La ladera se había partido y una tonelada de nieve caía sin freno hacia donde nos encontrábamos.
—¡Es un alud! ¡Gyentse! ¡Un alud!
Le llamé varias veces con desesperación, sin saber siquiera si podía oírme.
Los dos kampa corrieron hacia el lado derecho del camino, balanceándose para avanzar más deprisa hasta refugiarse detrás de una de las piedras que más sobresalían. Sin duda esperaban que fuera lo suficientemente grande para aguantar el envite de la nieve. Yo no quería dejar solo a Gyentse, pero ni siquiera podía verle. Me quedé inmóvil en mitad del sendero que trazaban las piedras, escuchando a lo lejos los gritos de los kampa, sintiendo la vibración en mis pies, aquel trueno que superaba el aullido del viento y que cada vez se hacía más denso. Miré hacia arriba y comprobé aterrorizado que la ola de nieve se aproximaba implacable y que me engulliría en pocos segundos. Pensé en dirigirme hacia la piedra bajo la que se guarecían los kampa, pero tenía más cerca otra situada en el lado opuesto. Arranqué como pude las piernas de la nieve y corrí hacia ella, pero no llegué a alcanzarla. El suelo se hundió bajo mis pies y caí durante unos segundos hasta dar contra el fondo de lo que resultó ser una especie de fosa. Solté un alarido y me llevé las manos a la rodilla derecha. Sentía punzadas de dolor a través de la tela rota de la pernera. Me aseguré de que seguía llevando el
terma
a la espalda y miré hacia arriba. En un primer momento vi el hueco por el que me había precipitado, y a través de él los copos removidos por la ventisca. Pero al instante; sentí encima la vibración del corrimiento y la entrada de la fosa se cubrió de nieve, llenándolo todo de negrura y de silencio.
No puedo saber cuánto tiempo permanecí en aquella cueva sorda, en la misma postura, con los ojos completamente abiertos y ciegos a la vez. Ni un ruido, ni una luz.
Cuando me percaté de que la nieve acumulada podía desplomarse sobre mí en cualquier momento y enterrarme vivo me apresuré a palpar a mi alrededor. Quería comprobar si había espacio suficiente para apartarme unos metros. Estiré el brazo y noté la presencia fría y suave del hielo en unas zonas y áspera de la roca en otras. El hueco se abría hacia la derecha. Avancé cuanto pude arrastrando la pierna hasta que decidí que ya me había separado lo suficiente. Era improbable que nadie acudiera a sacarme de allí. Quizá todos estaban muertos. Intenté dominar mis nervios y me convencí de que era preferible seguir adentrándome en las profundidades del agujero. También pensé que las paredes parecían los laterales de un ataúd de roca. No quería morir solo. Avancé lentamente, tratando de no apoyar la rodilla. Acariciaba la superficie de los charcos y escuchaba el goteo del agua que se filtraba por el techo, produciendo un tintineo que se perdía por el fondo. «Tiene que haber otra salida —me repetía a mí mismo—, también la había en la gruta del pintor de mándalas.» No podía desfallecer. Sólo pensaba en seguir avanzando. Me había alejado tanto del hueco por el que había caído que ya no podía volver atrás. Pero pasaba el tiempo y me flaqueaban las fuerzas. Llegó un momento en el que no pude más, aflojé la tensión de los brazos y me di de bruces contra el suelo. Mojé los labios llagados en un charco y sorbí un poco de agua.
Fue maravilloso perder la conciencia y recobrar la luminosidad, aun cuando fuera en el mundo paralelo de los sueños.
No sé cuándo ocurrió, pero recuerdo el primer destello que, de manera fugaz, atravesó el techo de mi cámara mortuoria. Después vino otro, y otro más. Pensé que serían las señales de bienvenida del túnel del tránsito hacia la muerte, o de la quemazón de mis propias retinas, en todo caso advirtiéndome del final de mi resistencia.
Abrí y cerré los ojos varias veces pero los destellos seguían sucediéndose. No tenían tanta fuerza como para iluminar a su alrededor, pero indicaban una salida. Me incorporé y alcé la mano hacia ellos. Comprobé que incluso podía ponerme de pie. Palpé la pared y descubrí al tacto una escalera de cuerda y tablas. Ascendí hasta dar con un portón oblicuo hecho de maderos mal clavados a través de cuyas juntas se filtraba la luz. Lo empujé hacia fuera. Allí estaba la fuente de aquellos destellos cambiantes. Eran llamas que restallaban. La tormenta había pasado y un grupo de personas se agolpaban alrededor de un bidón en el que habían hecho un fuego. Estuve tentado de arrojarme de nuevo al agujero. Apenas podía verles. Tenía los ojos abrasados por el reflejo de la nieve, y aún más ciegos tras las horas pasadas en una oscuridad total. Pero conseguí enfocar lo suficiente para comprobar que las sombras no venían hacia mí. Ni siquiera se movían. Podían ser campesinos o los miembros de una caravana de nómadas. En cualquier caso no eran soldados.
Saqué el cuerpo y dejé caer el portón, volviendo a encerrar el infierno en su agujero. Me encontraba en medio de una rudimentaria carretera de montaña. No podía creer que hubiese una carretera allí. Entonces me di cuenta. Debía de tratarse de uno de los accesos que llegaban hasta los destacamentos militares que se esparcían en los aledaños de la línea de control.
Habíamos avanzado más de lo que imaginaba, y a buen seguro tenía delante uno de los grupos de camineros que reparaban constantemente el firme de aquella carretera que discurría desde Cachemira hasta confluir con las áreas en discusión con China.
Oteé el valle a través de la oscuridad y lo comprendí todo. Sin duda me había arrastrado por un entramado de trincheras excavadas por los soldados. Era posible que allí hubiera habido en algún momento un nido de ametralladoras o una estación de vigilancia, dado el enorme campo de visión que se controlaba sobre el paraje. Si así era, me encontraba en plena zona fronteriza. Confié en que los puestos militares más cercanos fuesen indios o paquistaníes y no chinos. Pero antes debía regresar a buscar a Gyentse y a los dos guerreros kampa. Al pensar en ellos apreté las manos de forma inconsciente rogando que aún estuvieran vivos.
Estaba congelado. Me acerqué hasta el grupo de camineros. Había oído que los traían desde las regiones más míseras y que se dedicaban, a cambio de un poco de arroz, a robar la piedra a la montaña a golpe de martillo allí donde hacía falta y a remover el alquitrán en bidones como el que habían utilizado para la fogata. Me acerqué y abrieron el círculo. Les hice gestos claros de que mi intención era sólo calentarme. Vestían harapos que asemejaban tiras desprendidas de lepra. Tenían la piel y los labios quemados, de un color negruzco, como todo lo demás salvo los ojos inyectados de venas. Sus rasgos inertes parecían tallados en la misma oscuridad.
Me pegué al bidón y, poco a poco, fui dejando de tiritar. No sé qué habría pasado si no hubiese encontrado aquel fuego. Sin duda habría muerto de frío. Volví a pensar en Gyentse y en los kampa. Tenía que seguir adelante y encontrarlos cuanto antes.
Repasé por última vez los rostros de aquellos hombres de la carretera. Cada uno de ellos, durante unos segundos, sin ningún rubor. Eran como una familia de espectros, todos muertos al mismo tiempo. No dijeron nada. Ni cuando llegué, ni cuando eché a andar cojeando. Se limitaron a contemplarme atentos desde su dimensión paralela y a estirar el brazo sin llegar a tocarme.
Aquella carretera parecía no terminar en ninguna parte. Ya estaba amaneciendo cuando, por fin, divisé algo que no era nieve y grava.
Era el contorno de una estupa. Un poco más allá, una aldea se esparcía por la ladera.
Corrí hasta la primera casa. Esperaba encontrar a alguien que pudiera ayudarme a buscar a mis compañeros. Me asomé sin ninguna cautela. Era un establo. Dos hombres se afanaban en poner una suerte de yugo a una pareja de yaks. Una expresión de incredulidad apareció en sus rostros. Traté de hacerles entender que necesitaba llegar hasta la otra cara de la montaña. Estaba seguro de que ellos sabrían hacerlo por el acceso más seguro. Durante un rato hablaron entre ellos como si yo no estuviera delante. Saqué algo del dinero que todavía llevaba en un bolsillo y se lo ofrecí. Me lo arrancaron de la mano sin negociar y desde ese momento se mostraron mucho más abiertos a mis explicaciones. Repetían los mismos gestos que yo hacía y asentían sin cesar. Pasamos por su casa a recoger algunos aparejos, comí a toda prisa un cuenco de
tsampa
para no desfallecer y partimos sin más demora hacia el lugar por el que había roto el alud.
La montaña mostraba una faz muy distinta. Los colores, el olor de la nieve, el silencio. Me parecía increíble haber sido capaz de ascender por aquellas laderas que ahora iluminaba el sol, descubriendo su brillo algodonado, sugerente y mortal, y el tenue azul de las pendientes heladas ocultas a los rayos. Aquella belleza repentina se correspondía en intensidad con el sufrimiento que, a cambio, la cordillera infligía a los que la retaban. El avance por la nieve seguía siendo lento y fatigoso, aun cuando la ausencia de ventisca le restase dureza. Pero lo peor de aquella aparente tranquilidad era que tenía más posibilidades de pararme a pensar, y la imagen del alud engullendo a Gyentse y a los dos kampa me torturaba hasta convencerme de que tarde o temprano, y sólo si la nieve me lo permitía, encontraría sus cadáveres congelados.
Por fin alcanzamos la cima e iniciamos el descenso por la otra cara de la montaña. Poco después divisamos el sendero que trazaban las puntas de las rocas más altas que no habían llegado a cubrirse. Miré hacia todos los lados sin ver otra cosa que aquel manto sorprendentemente liso. Se me aceleró el ritmo cardíaco. Pronto localicé la roca que habían utilizado los kampa para resguardarse, pero tampoco estaban allí. Me volví hacia los tibetanos. Uno de ellos también se esforzaba en escudriñar cada metro cuadrado de la pendiente. El otro negaba con la cabeza, dándose por vencido casi antes de empezar. Seguí oteando aquella pantalla blanca desesperadamente hasta que yo también decidí que no había nada que hacer. Fue entonces, justo antes de que me girase para regresar a la aldea, cuando divisé una sombra que se asomaba detrás de otra de las rocas que sobresalían, mucho más abajo.
—Son ellos…
Los tibetanos se volvieron hacia mí.
—¡Son ellos! —repetí, y un eco colosal me lo confirmó seis veces.
Quise echar a correr hacia abajo pero los tibetanos se arrojaron sobre mí para impedírmelo. No podía lanzarme al rescate sin un amarre, ya que dada la cantidad de nieve acumulada no habría podido subir de nuevo. Eso era lo que les había ocurrido a mis compañeros. Permanecían atrapados en mitad de la pendiente sin poder hacer otra cosa que esperar la muerte.