El guardián de la flor de loto (34 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: El guardián de la flor de loto
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Era como si hubiésemos entrado en un templete budista, recogido bajo una cúpula opaca de roca y con repisas que asemejaban dos altares levantados uno a cada lado. Estaban repletos de objetos traídos por sus antiguos moradores, tan antiguos que las imágenes y fetiches habían adquirido el mismo color que la piedra. Estaba convencido de que entre ellos se encontraría el
terma
sagrado. La estatua erosionada de un buda nos contemplaba desde uno de los altares. Parecía esperar que repitiésemos las genuflexiones de los peregrinos. Primero de pie, llevando las palmas pegadas a la frente, a la boca, al pecho, luego arrodillándose para tocar el suelo con la frente. Una de las paredes estaba recubierta de máscaras rituales. Eran máscaras de llanto y de alegría, unas risueñas y otras erizadas de colmillos como las que utilizaban los monjes en las festividades, abandonadas en aquella gruta para darnos a entender que todavía no habíamos visto todas las caras de nuestra aventura.

Comencé a examinar las reliquias. Al momento Gyentse se acercó a mí y me cogió del brazo.

—Jacobo…

—¿Qué ocurre?

—Mira en aquel rincón.

Me estremecí al descubrir a un viejo y escuálido yogui sentado en el suelo en la posición del loto, enfrentado a la pared del fondo. Solung también se sobresaltó al verle. Tampoco había reparado en él al entrar, tal era su inmovilidad y el color de su piel y de su túnica que, como el Buda del altar, se confundían con la propia gruta.

—Tiene que ser el maestro ciego —dijo Gyentse.

—El viejo pintor de mándalas.

—No puedo creer que esté vivo.

—Sin duda es él.

Mi vida se detuvo por completo. Permanecí allí, aguantando la respiración, a la espera de que el yogui moviese un solo músculo de su espalda arcillosa.

Capítulo 35

—Ni siquiera respira… —susurré pasados unos minutos.

—Sí que lo hace.

—Es como si no se hubiese movido en estos cuarenta años.

—Será capaz de no moverse ni comer durante semanas —afirmó Gyentse, intuyendo el control que la mente del yogui habría logrado ejercer sobre sus órganos vitales.

—Unas semanas no es lo mismo que cuarenta años. Aquí no tiene de nada…

—Los ascetas como él lo consiguen todo a través de la meditación —me susurró Gyentse—, incluso vencer el frío del Himalaya. Pasan los inviernos a la intemperie tan sólo arropados por sus túnicas gracias a una técnica milenaria que llamamos
tum-mo
.

Pensé en los tratamientos curativos que recibí en Dharamsala. Desde entonces no me permitía dudar acerca de la realidad de las leyendas que surcaban la meseta. Consideraba ciertas cada una de aquellas historias sobre levitaciones, telepatía y adivinación que, fundiendo las enseñanzas de Buda con los códigos de la magia, habían forjado el carácter de aquel Tíbet hechizante.

En ese momento, la cabeza del anciano latigueó hacia un lado. Pasados unos segundos lo hizo de nuevo, con si estuviera sufriendo descargas eléctricas. El templete de roca se llenó entonces con la voz gutural del lama.

—¿Quiénes sois?

—Maestro, somos amigos de Lobsang Singay —se le ocurrió decir a Gyentse.

El lama asintió. Era como si pudiera vernos a través de la extraña abertura que exhibía en la nuca. Finalmente se volvió y nos habló estirando el cuello, atrayéndonos con el movimiento de sus ojos blancos.

—Han pasado muchos años desde la última vez que alguien vino por aquí.

—Pensábamos que ya no…

—No he muerto aún.

—Nos alegramos de que así sea.

Comenzó a deshacer el lazo de sus piernas y a estirar los brazos para desentumecerse.

—No puedo ofreceros nada, salvo mi conversación.

—No se preocupe —mentí—. Todos necesitamos algo.

No sabíamos qué decir. Desconocíamos cuánto tiempo habría transcurrido en aquella posición y, aunque estábamos ansiosos por interrogarle, nos contuvimos en espera de que fuese él quien comenzase a hablar.

—¿Habéis visto la lamasería? —preguntó.

—Sí —respondió Gyentse—. Tuvo que ser un lugar fantástico. Aún se reconoce su planta en forma de mándala.

El yogui se dio la vuelta y apoyó la espalda contra la pared. Nosotros también nos sentamos en el suelo. Después de acariciar su túnica en un gesto repetido se perdió en el recuerdo.

—Nunca faltaban novicios dispuestos a ayudarme a restaurar los muros exteriores o a elaborar los mándalas —nos explicó mientras dibujaba círculos en el aire—. Algunos los hacíamos de arena; otros sobre pergamino y, en ocasiones, los pintábamos en las paredes del patio. Los peregrinos quedaban impresionados cuando les abríamos las puertas y los colores del monasterio les transmitían sentimientos y emociones que nunca habían experimentado. Paseaban entre las columnas y veían cómo se desangraba el rojo, cómo el azul flotaba en los ríos del Nirvana, veían florecer el verde y oscurecerse el negro sobrecogedor del miedo en la rueda del
samsara
.

—Volverán esos días, sin duda —aseveró Gyentse, rompiendo el silencio que de repente había dejado el maestro.

—Este monasterio vivía para la doctrina, pero también para preservar cualquier manifestación cultural de nuestro pueblo.

—Como la medicina —afirmé.

El pintor de mándalas pareció palpar durante unos segundos el eco de mis palabras.

—Sobre todo para eso —repuso—. Y de entre nosotros Lobsang Singay fue su más alto embajador. Pero no creáis que hablamos de diversos saberes, ni que pueden ser tenidas en cuenta unas artes sin las otras. —Cambió de nuevo sus esqueléticas piernas de posición—. Nuestra medicina es pintura, y filosofía, y psicología, y naturismo y ecología. Equilibra el cuerpo, la mente y el espíritu, y los sana armonizándolos con el cosmos que nos acoge y del que formamos parte.

—Es parte de la herencia chamanística del antiguo Tíbet —susurré, recordando las palabras del maestro Zui-Phung.

El pintor de mándalas calló durante unos segundos.

—Cuando Ythog Yontan Gompo el Joven, una de las reencarnaciones del Buda de la Curación, compiló la sabiduría médica tibetana en el siglo XII partió de esas mismas raíces chamanísticas. Y cuando quinientos años después Sangye Gyamtso escribió sus
Comentarios sobre los Cuatro Tantras
, cuyas láminas y consejos aún son utilizados hoy por los médicos tibetanos, también recogió muchos ritos de las montañas.

—Hace ya tiempo que escuché esas palabras de boca del propio Singay —añadió Gyentse.

—Es como si una parte de mí se hubiera ido con él. Nunca pensé que le sobreviviría —se lamentó el maestro.

Un estremecimiento recorrió mi columna vertebral, como si toda la humedad de la gruta hubiese calado en mis huesos. Gyentse también se percató de que todavía no le habíamos dicho que Lobsang Singay había muerto.

—Maestro, ¿cómo sabe que Singay…?

—Lo supe al momento.

De repente sólo se escuchaba el goteo que destilaba una estalactita.

—Cuando alguien cercano muere ya no vuelves a ser la misma persona —dije de forma casi inconsciente.

Una vez más pensé en Asha. Y en Martha y en Louise, y como siempre me concentré para no desfallecer.

—¿Visteis anoche las estrellas que poblaban el cielo?

—Sí.

—La muerte está mucho más próxima que las estrellas, pero nos resistimos a verla. Y sin embargo creemos comprender la lejanía de esos puntos de luz, aun sabiendo que cuando los divisamos ya han dejado de existir. Tú has visto la muerte hace poco, Jacobo.

—Así es —me lamenté.

De nuevo el goteo.

—La pérdida de un ser querido es la que causa una modificación más severa en nuestro ser, que muta segundo a segundo con el resto del cosmos. Pero no hemos de olvidar que quien fallece renace en otro lugar y en otra cosa, convirtiéndose en el fruto de los actos que él mismo y el resto de la humanidad hemos ido consumando a lo largo de su vida. Por eso has de superar tus aflicciones y hacer con determinación lo que las personas que aún están en este mundo esperan de ti.

Entonces lo supe. El pintor de mándalas me pedía que se lo preguntase.

—Maestro, ¿tiene usted el cartucho que guarda el
Tratado
…?

—…
de la Magia del Antiguo Tíbet
—completó. Asentí sin pronunciar palabra, de nuevo sintiendo que podía verme.

—Lo he guardado en esta gruta durante décadas, esperando el momento en que Lobsang Singay decidiera volver por él.

Percibía cómo la circulación de la sangre se aceleraba en mi interior.

—¿Y dónde está ahora? —pregunté.

—Sabes bien que sigue aquí. Sé que percibes su proximidad con fuerza. Al fin y al cabo, a ti te fue encomendado continuar la labor del
tertön
cuando Lobsang Singay murió.

—Yo no soy un buscador de tesoros…

—El tesoro ya estaba desenterrado. Lo que hacía falta era un nuevo guardián para la flor de loto.

—No sé a qué se refiere…

—Cuando el maestro Padmasambhava enterró este y otros
terma
hace trece siglos lo hizo porque la humanidad aún no estaba preparada para comprender en todo su alcance la esencia del budismo tibetano que aquellos resguardaban. Pero también anunció que, cuando llegase el momento, unos descubridores de tesoros serían iluminados espontáneamente con la claridad necesaria para desenterrar los
terma
. Lobsang Singay supo que ese día había llegado y desenterró el
Tratado
. Pero su tarea no terminó ahí. A partir de entonces asumió una labor añadida a la que había sido asignada a los demás
tertön
. Lobsang Singay comprendió que, tal como discurrían las cosas para nuestro pueblo, el legado del Tíbet estaba a punto de perderse para siempre, por lo que decidió actuar en consecuencia. En ese momento se convirtió en el último guardián de la flor de loto.

—En cualquier caso no tuvo tiempo de culminar su trabajo… —apuntó Gyentse.

—Cuando falleció —continuó explicando el pintor de mándalas—, alguien debía hacerlo por él. Entonces apareciste tú —me señaló—. Eras la persona designada para recibir la inspiración que Lobsang Singay envió desde el cuarto cielo.

Recordé la conversación telefónica que mantuve con Martha desde Nueva York cuando me pidió que me encargase de repatriar el cuerpo de Singay, y de todos los eslabones engarzados desde entonces.

—¿El guardián de la flor de loto? —pregunté con asombro

—Ya lo entenderás a su debido tiempo.

Miles de imágenes se abalanzaban para conseguir un hueco en mi cabeza.

—Maestro, ¿dónde está el
Tratado
de…?

—Está ahí —me cortó, señalando uno de los altares de piedra.

Me acerqué despacio. Había un cartucho exactamente igual al que Singay había dibujado en sus láminas de carboncillo, parecido a un carcaj para flechas cerrado por ambos lados. Nadie hubiera dicho que contenía un tesoro. Mediría poco más de medio metro y un palmo de diámetro, y tenía una cinta atada en los extremos para llevarlo a la espalda.

Traté de hacer girar la tapa. Estaba sellada.

Me volví hacia Gyentse. Permanecía callado, sin apartar los ojos del
terma
.

—¿Puedo…? —dijo por fin, alargando un brazo.

Cogió el cilindro y lo hizo girar sobre sí mismo. Retiró con delicadeza la tierra que lo cubría, dejando a la vista el cuero rojo decorado con cuatro guardianes protectores. También ellos aparecían en la réplica de carboncillo de Singay. Aquellas deidades con espadas de fuego y bocas pobladas de colmillos rodeaban el cartucho como si quisieran defenderlo de manos indeseables y lo iluminaban con los vivos colores de sus corazas de guerrero.

—No pude resistirme a restaurar los dibujos que lo cubrían —dijo el maestro ciego—. Pero de eso hace mucho tiempo. ¡Una cosa más! —añadió.

—Le escuchamos.

—No lo abráis. Eso habrá de hacerse en el momento preciso.

—Se lo entregaremos al Dalai Lama —resolvió Gyentse—. Nadie mejor que él podrá comprender su contenido.

Gyentse volvió a entregarme el cartucho y sentí la necesidad de echar a correr de vuelta a Dharamsala.

—Puede venir con nosotros si lo desea —dije, conociendo la respuesta.

—Éste es mi hogar. No puedo acompañarte, pero a cambio te regalaré una historia para que la lleves contigo. Pronto sabrás por qué he decidido contártela. Esa pulsera que rodea tu muñeca es de sándalo, ¿verdad?

Le miré sorprendido. Estiré la goma e hice rodar de forma instintiva alguna de las cuentas.

—Sí, de sándalo.

Comenzó a hablar, cautivándome con sus palabras.

—Un hombre que vivía en un país donde no existían árboles de sándalo llevaba tiempo obsesionado por saber cómo olía aquella madera, ya que mucha gente le había contado maravillas acerca de su exótico aroma. Para ello consultó con su maestro, el cual se limitó a regalarle un lápiz. Un poco decepcionado, el hombre usó el lápiz para escribir a sus amigos de otros países pidiéndoles que le mandasen un pedazo de la anhelada madera. Escribió una carta tras otra, pero nunca obtenía contestación. Sin embargo un día, mientras mordisqueaba el lapicero pensando en quién le quedaba por escribir, percibió un dulce perfume. Fue entonces cuando se dio cuenta de que siempre lo había tenido en sus manos. El perfume que le embriagaba surgía del corazón de su propio lápiz de sándalo.

—Todo está en nosotros… —susurré.

—No te subestimes —me dijo el pintor de mándalas—. Y ahora haz lo que tengas que hacer. Como te he dicho antes, en su momento sabrás cómo aplicar esta historia.

—Pero…

—Tienes la fuerza de los guardianes de la flor de loto. Recuérdalo.

—¿Volveremos a vernos?

No sabía por qué había formulado aquella pregunta.

—Ven aquí. Te ahorraré tener que regresar a esta gruta el día que estés definitivamente preparado para solucionar lo que te perturba.

Me acerqué un poco más al viejo lama; estaba tan cerca que escuchaba el eco cavernoso de su respiración. Él cogió mi mano y le dio la vuelta, dejando la palma hacia arriba. Colocó seis dedos sobre mi muñeca, el índice, el corazón y el anular de cada mano y comenzó un baile de ligeras pulsaciones, captando mi pulso, acompasándose con él, llegando hasta las profundidades de todos mis órganos, asiendo las riendas de mis cauces energéticos. Cerré los ojos y me concentré en mi propio ritmo cardíaco. Después de unos minutos tiró de mi mano y acercó su cara a la mía. Así permanecimos unos segundos. Su aliento olía a roca.

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