—Este tuvo que ser el templo central —indicó Gyentse acercándome el croquis—. Subamos a la terraza.
Aún se reconocía la planta de la lamasería, construida siguiendo un particular diseño arquitectónico similar al primer monasterio del Tíbet que fundó Padmasambhava, el mismo maestro que enterró los
terma
. Estaba copiada de los mandalas, las representaciones circulares del universo budista.
—Este templo simbolizaba el monte sagrado que habitan las divinidades búdicas —siguió explicándome Gyentse con emoción—. Mira allí —me pidió, señalando al frente—. Como ves, estaba rodeado por muretes de diferentes alturas que a su vez representaban los siete anillos de cordilleras y océanos concéntricos que preservan la morada de las divinidades del resto del universo.
—Si te fijas bien sí que se distinguen —dije, observando las ruinas.
—Aquélla debió de ser la sala de rezos —añadió señalando a un pabellón derruido—. Puedo imaginarlos a todos, sentados bajo el soplido de los cornos, fundiendo en un solo canto las diferentes frecuencias de sus voces. Recuerdo cuando Singay nos explicaba cómo aprendió a controlar la voz para sanar. Decía que en esta lamasería todo era música. Que lo había sido durante siglos, hasta que los bombardeos acallaron para siempre la melodía de Buda.
Gyentse cerró los ojos. Parecía estar escuchando las voces de los lamas muertos, sus diferentes armonías, las nuevas tesituras que iban incorporándose al espectro coral, a cual más grave, como llegadas de las profundidades del mar.
—Eso parecen nuestros rezos —dijo sin abrir los ojos, como si estuviese pensando en alto—. Nada se asemeja más a ellos que el sonido del mar. Las sílabas fijas en una nota, el comienzo de otras más rítmicas, creando entre todos los lamas una ondulación similar a la de las olas.
Unos minutos después regresamos al patio para terminar de recorrer los restos de la lamasería. Enfilamos por un callejón estrecho. A ambos lados se sucedían multitud de pequeñas casetas que en su día pertenecieron a los monjes que podían permitirse una vivienda privada.
—Me parece mentira estar aquí —seguía diciendo Gyentse mientras se asomaba a cada recodo.
—Singay pudo vivir en cualquiera de ellas…
—En aquel entonces sólo era un niño. Sin duda tenía una cama en el edificio de los dormitorios… ¡Fíjate allí! —exclamó de repente—. Aquellas del fondo están mejor conservadas.
Las casas construidas en la zona más elevada de la lamasería parecían haber sufrido con menos intensidad el ataque de los guardias rojos. Las fuimos recorriendo una a una. Todas estaban vacías.
Nos disponíamos a regresar al patio cuando decidí asomarme al interior de una suerte de torreón que también se había mantenido en pie, junto a un tramo de muralla aún reconocible.
—Espera —le pedí.
—Ten cuidado —me advirtió al ver hacia dónde me dirigía—. Puede venirse abajo en cualquier momento.
Aparté por completo la chapa que hacía las veces de puerta para que entrase algo de luz. Ya desde el principio sentí que no se respiraba el mismo olor. Era igualmente rancio, pero no debido a años de abandono. Se parecía al olor agrio de la manteca que impregnaba la tienda del campamento nómada. Esperé unos segundos hasta que mis ojos se adaptasen a la oscuridad. Entonces vi la escalinata que se perdía bajo el suelo.
—¡Gyentse, hay un pasadizo!
El lama se asomó de forma apresurada.
—¿Hay un sótano?
—Parece que sí. Voy a bajar.
—¡Ten cuidado! —insistió.
Apenas podía ver nada, salvo por el reflejo de la luz que entraba por la puerta superior. La escalera terminaba en una sala rodeada de columnas, una especie de catacumba circular. En un extremo había un viejo colchón, un puchero y un bidón de gasolina con restos de agua en su interior.
—Hay algunas cosas que no parecen llevar ahí cuarenta años —le dije a Gyentse una vez regresé arriba.
Apoyada en la pared, una escalera hecha de maderos irregulares clavados con poca destreza conducía a una trampilla. Me encaramé al segundo tablón y tras ver que soportaba mi peso empujé la madera hacia fuera y salí a la terraza. Desde allí se contemplaban íntegramente los restos del viejo monasterio. Gyentse subió al momento.
—Ahora imagino lo que sintió el pequeño Singay cuando despertó a la mañana siguiente al ataque y vio lo que le habían hecho a su lamasería —se lamentó.
Solung se había acercado y estaba dando una vuelta alrededor del torreón. Bajamos para reunimos con él.
—Alguien ha estado aquí no hace mucho —le informó Gyentse.
—¿No será alguno de nuestros perseguidores? —alertó.
—Eso es imposible.
—¡En esta zona hay soldados por todas partes, ya lo habéis visto!
—Si hubiese parado aquí una patrulla habría dejado más huellas. Estoy seguro de que se trata de una sola persona.
Decidimos explorar los aledaños de la lamasería por si encontrábamos al morador del torreón. Organizamos dos turnos de búsqueda. Éramos conscientes de que no convenía dispersarnos por si aparecía una patrulla china, pero también sabíamos que si dábamos con alguien que hubiera vivido allí quizá podría facilitarnos la búsqueda del Tratado.
A Gyentse y a mí nos dejaron para el segundo turno. Solung se quedó con nosotros, y también los dos kampa heridos.
Mientras esperábamos a que los demás regresasen preparamos una fogata en medio del patio para calentarnos y cocinar algo. Teníamos que recuperar fuerzas.
Solung me observaba con detenimiento. Yo le aguantaba la mirada sin parpadear. En un momento dado se dirigió a Gyentse en voz baja. Mi amigo lama tradujo de inmediato sus palabras.
—Solung me pregunta si tienes mujer.
Asentí para que pudiera entenderme el kampa.
—Me pregunta si la compartes con algún hermano.
Ambos rieron al ver mi reacción. Eran las primeras risas que escuchaba desde que habíamos llegado al Tíbet. Solung hizo un gesto de burla que hasta entonces no había visto en él.
—No te ofendas —continuó Gyentse—. En algunas zonas de la meseta es habitual encontrar familias compuestas por dos hombres y una mujer. Y aún es más común que eso ocurra entre hermanos, ya que el mayor y el menor de cada estirpe suelen casarse con la misma.
—Y ¿qué hacen los hermanos medianos? —pregunté siguiéndoles la broma.
—Los medianos suelen hacerse monjes.
El jefe Solung estalló en una carcajada. Creo que fue el único instante de tranquilidad en muchos días. En todos los anteriores y en muchos posteriores a ese momento.
Uno de los kampa del primer turno se presentó de súbito y habló con Solung mientras se agachaba para calentarse las manos en la fogata. No tenía cara de traer muy buenas noticias.
—No han encontrado a nadie —tradujo Gyentse—. Pero el problema es que no hay muchos sitios más donde buscar. El espacio que deja el desfiladero es estrecho. Y más allá están las primeras montañas. En el caso de que alguien se haya adentrado en ese macizo será vano tratar de encontrarlo hoy. Necesitaremos mucho más tiempo.
—Maldita sea… —mascullé.
Todos me miraron, como si esperasen instrucciones.
—Seguiremos buscando de cualquier modo —dispuse.
Me levanté. Gyentse me miró con gravedad. Quizá nos habíamos hecho demasiadas ilusiones.
En ese momento tuve una revelación. Fui a buscar la bolsa del lama y saqué los dibujos de carboncillo de Singay que me entregó el profesor de Dharamsala. Entonces supe para qué los había traído.
Corrí hacia el torreón y de nuevo me encaramé a la terraza a través de la trampilla. Notaba la respiración entrecortada y aquella dolorosa sequedad en la garganta. A pesar del tiempo transcurrido desde nuestra llegada al Tíbet, todavía sufría los efectos de la falta de oxígeno cuando hacía esfuerzos repentinos. Una vez arriba, miré los dibujos y me concentré en el Singay niño.
Poco a poco su imagen fue tomando forma en mi mente. Lo imaginé sentado en el murete que circundaba la terraza del edificio central. El Singay niño observaba las mismas montañas que yo tenía delante mientras los últimos rayos de la tarde proyectaban sombras alargadas sobre el desfiladero.
Entonces, mirando a través de sus ojos, lo vi todo claro.
El primer dibujo parecía representar la cara de un buda sobre una montaña, pero no era así. Era el rostro de la propia montaña lo que Singay había dibujado. Eran los rasgos ocultos de uno de los cortados del desfiladero, descubiertos por los rayos horizontales que ahora se deslizaban sobre la superficie rocosa. Aquella cara enigmática se parecía a la de los budas porque surgía, como la de ellos, para transmitirme algo tan sencillo como determinante. Tenía en mis manos el primer dibujo de Singay, y también veía al fondo el modelo original, tan vivo como entonces, llamándome, atrayéndome. Estaba seguro de que tras aquella montaña hallaría el resto. Miré emocionado hacia donde estaban Gyentse y los kampa.
—¡Debemos encontrar lo que representa cada uno de ellos! —grité, alzando los dibujos—. ¡Ellos nos marcarán el camino hacia el
terma
!
Bajé del torreón y corrí de vuelta al patio. Traté de no aturdir a Gyentse mientras le explicaba agitadamente lo que había descubierto.
—Una vez más —confirmó Gyentse—, Lobsang Singay se funde con los elementos como si fueran un solo ser. Los utiliza para hablarnos desde otros cielos, y sus palabras se entienden a la perfección.
Sin tardanza, y seguidos por todos los kampa, iniciamos el ascenso por la montaña de la cara de Buda. A medio camino alcé la mirada y vi en la cima dos rocas afiladas cuyas puntas se atraían formando una suerte de puerta ojival. Se elevaban bajo un anillo de nubes tintado de un tono rosa que, ya en el ocaso, irradiaba el horizonte. Rebusqué entre los dibujos hasta que encontré uno en el que aparecían dos dagas cuyas puntas se juntaban produciendo un estallido de luz. No había duda. Las dagas de carboncillo representaban aquellas dos rocas afiladas que nos esperaban en la cima, mostrándonos la puerta hacia nuestro nuevo destino. Estaba convencido de que era así. La excitación me hacía subir más deprisa. Al apoyarme en el suelo, que cada vez era más inclinado, me cortaba las manos con las aristas de las piedras. Extendía la tierra por mi frente al secarme el sudor frío. Una vez arriba me situé bajo las dagas de roca. Avancé con una extraña cautela y pronto comprendí cuántos dibujos más no había sabido interpretar el día que los examiné en Dharamsala.
Estábamos rodeados por las montañas que Singay se llevó consigo al exilio. Desde allí reconocía claramente las laderas que, en carboncillo, parecían túnicas desplegadas que permitían cruzar una pendiente peligrosa evitando un glaciar. También veía los árboles secos movidos por el viento que el Singay niño dibujó como un grupo de monjes representando una danza, dirigiendo sus brazos hacia una senda que, sobre el papel, serpenteaba como un áspid.
La naturaleza reproducía cada dibujo para nosotros, haciéndonos ver que nos hallábamos en el camino correcto.
Era tarde. El cielo estaba salpicado ya de nubes negras, desmenuzadas sobre un firmamento violeta que se cerraba poco a poco. Pero aun así pude verlo con claridad. En el monte que se elevaba al otro lado del barranco reconocí la gruta que el Singay niño había dibujado en la última lámina. Era la misma gruta de carboncillo en cuya entrada Singay representó al pintor de mándalas con el cartucho bajo el brazo. Me volví hacia Gyentse con tanta emoción que se me saltaban las lágrimas. Sabía que en el interior de la gruta nos esperaba el
Tratado de la Magia del Antiguo Tíbet.
Nos recostamos en un rincón resguardado para tratar de dormir al raso. Intentar cruzar en la oscuridad habría sido un acto suicida. Caí rendido mientras la gruta se ocultaba, al otro lado del precipicio, tras la negrura de la noche.
Cuando reanudamos la marcha al alba todo se había teñido de un fantasmagórico gris claro.
—Vamos a tener problemas —declaró el jefe Solung mirando al cielo.
Las nubes avanzaban a gran velocidad. Como había predicho el kampa, de improviso nos vimos en mitad de una tempestad de viento y nieve.
Nuestro avance se hizo extremadamente difícil. Tardamos varias horas en descender por el barranco que indicaba el dibujo, y que nos evitaba internarnos en el glaciar, y en volver a subir hasta el nivel donde se ubicaba la gruta. La única forma de llegar hasta ella era siguiendo la senda que señalaban los monjes de carboncillo. Era extremadamente estrecha. Estaba pegada a la montaña y el borde se deshacía ante nuestros ojos por el azote de la tormenta, desapareciendo en el vacío.
Pegábamos la espalda a la montaña para separarnos todo lo posible del precipicio, pero ni aun así lográbamos evitar el riesgo de despeñarnos empujados por el viento o por resbalar al pisar la tierra mal asentada. A pesar de todo, no sentía miedo. Sólo escuchaba la llamada del
Tratado
al final del camino. La sensación de verdadero pavor me asaltó cuando por fin llegamos a la boca de la gruta y, volviendo la vista atrás, pudimos divisar con detalle el camino que habíamos recorrido. Tuve que sujetarme el muslo con las dos manos para que no me temblase la pierna, como si estuviese sufriendo un ataque de epilepsia. Ni siquiera quise plantearme que, en breve, tendría que pasar de nuevo por allí para regresar a la lamasería.
Me dejé caer al suelo. Al relajarme sentí con más intensidad aquel dolor en mi cabeza; parecía haberse instalado en mis sienes para el resto de mi vida. Apreté los ojos, como si así pudiera alejarlo de mí. Ahora no, pensé, ahora no, necesito estar despejado… Gyentse también yacía de espaldas, bajo las estalactitas que poblaban el techo de la gruta. Tragué saliva y no le dije nada. Nos incorporamos y desde allí vimos las dos dagas de piedra bajo las que habíamos dormido. Se alzaban sobre la montaña al otro lado del barranco, veladas por la nieve que ahora se precipitaba zigzagueando.
La gruta parecía muy profunda. Gyentse y yo penetramos en la galería seguidos del jefe Solung, que había prendido una antorcha. Los demás permanecieron en la entrada. Nos acompañaba el silbido del viento, lo que indicaba que quizá había otra salida al fondo. Confié en que así fuera, ya que de ese modo evitaríamos tener que desandar nuestros pasos por el sendero infernal que habíamos seguido para llegar a la gruta. Pasado un rato, en plenas entrañas de la montaña, la galería se abrió a una gran sala horadada en la piedra. El techo era un par de metros más alto y las paredes estaban abombadas. Era una burbuja tan perfecta que, más que tratarse de una formación natural, parecía haber sido excavada en la montaña a golpe de cincel.