El guardián de la flor de loto (40 page)

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Authors: Andrés Pascual

Tags: #Drama, Intriga

BOOK: El guardián de la flor de loto
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Me di cuenta de que no podíamos pasar. Comprobé con terror que de nuevo habíamos perdido la ventaja. El que iba de copiloto nos apuntaba con una pistola.

—¡Los tenemos encima! ¡Corre hacia donde puedas!

Nos desviamos hacia la estación de la ciudad vieja. Tras rodear el parque de Mahatma Gandhi, el conductor aceleró en dirección a una calle flanqueada por dos templos hinduistas. Del más grande salió un numeroso grupo de personas que intentaban cruzar la calzada tapándose con unos cartones. Conseguimos pasar en el último momento, pero el motorista, que ya nos estaba pisando los talones, tuvo que frenar de súbito para no atropellarles, derrapó y, perdiendo definitivamente el control, se precipitó contra el bordillo. El que iba de copiloto se deslizó sobre el agua y terminó golpeándose con alguno de los hindúes del templo.

—¡Sí! —exclamé.

El conductor del motocarro se volvió un instante. Le pedí que siguiese adelante sin detenerse. Nos dirigíamos hacia la entrada del Fuerte Rojo. A esa hora ya no quedaría nadie allí. Entonces se me ocurrió. Tenía que aprovechar esa momentánea ventaja para esconderme. De otro modo, tarde o temprano nos darían alcance.

Le pedí al conductor que se detuviera. Él, sin dudar, empleó a fondo los frenos y el motocarro se elevó un instante sobre su rueda delantera. Saqué unos billetes y se los entregué de forma apresurada.

—Aquí tienes de sobra. Sigue conduciendo calle abajo durante un rato a la misma velocidad.

Ya estarían a punto de llegar. En pocos segundos girarían e dirección a la calle en la que nos encontrábamos y sería demasiado tarde.

Corrí por la vasta explanada de hierba que se abría tras muralla del fuerte. Era difícil distinguir nada, tal era la cantidad de agua que descargaba sobre la ciudad. No había nadie, por ningún lado. Seguí corriendo hacia uno de los edificios más próximos. Sólo quería esconderme un rato para después salir y dirigirme en dirección contraria hacia el barrio tibetano. Me aseguré de que el cartucho del
terma
no se había abierto durante la huida. Me encontraba frente al muro del antiguo saló de audiencias cuando, entre la lluvia, reparé en el haz de luz que escapaba por el hueco que dejaba la puerta entreabierta de una torreta. Me recordó al torreón ruinoso de la antigua lama sería de Singay en el que habíamos encontrado las pertenencias del pintor de mándalas. Quizá por ello fui hacia ella. Bajé una escalera que conducía a un sótano en el que sólo se escuchaba el repiqueteo cavernoso de las goteras. Avancé unos metros con cautela hasta que me di de bruces con unos barrotes negros e infranqueables. Agité levemente el candado. El cerrojo estaba sellado por la herrumbre. Al otro lado se abrían, en una siniestra hilera presa del moho, las celdas del fuerte. Me dejé caer al suelo apoyando la espalda calada contra los barrotes, arrancándoles un brillo repentino.

Cuando creí que ya había pasado el tiempo suficiente me levanté y me dirigí de nuevo hacia la escalera, dando la espalda al eco lúgubre de los calabozos y a los tétricos chillidos de las ratas. Me asomé antes de salir al exterior y caminé bajo la lluvia hasta una calle adyacente en la que me subí a un taxi. Estaba empapado. El conductor me dio una manta para que cubriese el asiento.

Capítulo 42

—¡Espéreme aquí! —le pedí al taxista mientras me bajaba en la misma puerta de entrada al barrio tibetano.

Necesitaba encontrar a los lamas y entregarles el cartucho del
terma
para que pudieran llevárselo de inmediato al Dalai Lama. En cuanto lo hiciese saldría directo hacia el aeropuerto para subir al primer avión.

El manto de agua se desplazaba de un lado a otro a capricho del viento. La entrada al barrio tibetano se había convertido en un lodazal. Inundado, el lugar parecía más mísero, las casas más precarias, los hierros de las verjas más oxidados. Algunos sacos de basura se habían abierto y su contenido se había esparcido siguiendo el curso del agua acumulada que buscaba una salida entre el firme desigual de cemento. Supuse que el maestro Zui-Phung, por la hora que era, se encontraría en su consulta de la clínica. No me costó dar con él. Un enfermero me guió hasta una sala de paredes blancas y baldosas cuadradas que desprendían un ligero tufo a lejía.

El maestro Zui-Phung estaba sentado en un taburete giratorio haciendo anotaciones en un cuaderno. No se dio cuenta de que habíamos entrado. Revisaba absorto una estantería en la que se apiñaban los botes llenos de las raíces, hojas, semillas y minerales que utilizaba para la preparación de los remedios. El enfermero se ausentó tras recoger unas cuantas píldoras que se habían salido de un paquete. Zui-Phung se percató entonces de que alguien había entrado.

—Puedes sentarte en la camilla —dijo sin volverse, señalando al centro de la sala antes de rascarse la cabeza—. Estoy devanándome los sesos para sustituir la turquesa en esta receta. Aquí no tenemos turquesa…

—Maestro… —dije todavía jadeante—. Soy Jacobo.

Entonces me miró. Sus ojos de anciano desprendieron una luz inusitada al comprobar que era yo y no un paciente quien permanecía de pie en mitad de su consulta, y aún se iluminaron más cuando vio que traía el cartucho anudado a la espalda.

—Es…

—El
Tratado de la Magia del Antiguo Tíbet
.

—Entonces es verdad lo que me han contado…

Se acercó lentamente y cogió mis manos entre las suyas. Me quité la cinta para que pudiera verlo mejor y se lo acerqué. Lo acarició con dulzura.

—¿Lo has abierto?

—El pintor de mándalas me pidió que no lo hiciera.

—¿Quién?

—El antiguo maestro de Lobsang Singay.

—¡No es posible que aún siga allí!

—Dijo que ya conoceríamos su contenido en el momento preciso.

El maestro Zui-Phung me contempló durante unos segundos.

—He de darte las gracias por todo lo que has hecho —dijo por fin—. En estos tiempos de desaliento, la importancia de haber desenterrado un tesoro del antiguo Tíbet va mucho más allá de la repercusión que su contenido pueda tener sobre nuestra doctrina. Para mí significa que nuestro pueblo aún está vivo.

Pasó de nuevo la mano sobre el cuero.

—No podemos perder tiempo —le apremié—. ¿Han venido los lamas de Dharamsala? Les pedí que contactasen con usted.

—¿Por qué tanta prisa?

—Alguien quiere quitármelo. Han intentado matarme.

—¿Matarte? ¿Quién? —exclamó abriendo los ojos de par en par.

—Los mismos que asesinaron a Singay. No han dejado de intentarlo desde que encontré el
terma
.

—El
terma
, así que era eso lo que querían…

—He logrado despistarles antes de venir aquí, pero prefiero terminar con esto cuanto antes. Siento no dejarle tiempo para disfrutar de este momento…

Lanzó una última mirada al cartucho.

—¡No tienes que disculparte! ¡Haberlo contemplado con mis propios ojos durante unos segundos es más de lo que merezco! Los lamas llegaron hace un rato y te esperan en el templo. ¡Vamos para allá!

Salió de la consulta tirando de mi brazo.

Caminamos a lo largo de un estrecho callejón por el que circulaba el aire viciado proveniente del riachuelo que hacía de límite natural al barrio. Al momento comencé a sentir el olor a cera. Lo que el maestro llamaba templo no era sino una sala de cemento pulido sumida en la penumbra, rodeada de columnas y con un altar budista al fondo, delante de una gran escultura de un buda dorado rodeado de tapices y de pañuelos tibetanos. En el lado opuesto, los dos lamas que habían llegado de Dharamsala esperaban sentados en unas banquetas tapizadas de terciopelo raído. Zui-Phung cerró la puerta haciendo retumbar las paredes, aislando la sala de los ruidos de la calle.

—Aquí le tenéis —declaró ilusionado. Sus rostros exhibieron la misma emoción desatada que antes había reflejado el del maestro.

—Otra vez se juntan nuestros caminos —dijo uno de ellos mientras se levantaba de la banqueta.

—Confiaba que fueras tú quien viniera.

Me lancé hacia él para darle un abrazo. Había coincidido dos veces con aquel lama. La primera en el aeropuerto de Delhi, cuando acudió en compañía de Gyentse y del Kalon Tripa para recoger el cuerpo de Singay, y la otra en Dharamsala, el día que practicaron la autopsia. Según me dijo entonces, había sido un gran amigo de Singay además de su incansable colaborador. Estudiaron juntos la carrera de medicina tibetana y durante años le ayudó en lo que pudo en sus estudios. No era extraño que el gobierno exiliado le hubiese enviado a hacerse cargo del
terma
sagrado.

En ese momento creí sentir una presencia detrás de mí.

—¿Ha venido alguien más? —le pregunté a la vez que miraba a ambos lados.

—No. Se está haciendo todo con la máxima discreción. Su Santidad el Dalai Lama se ocupará de darle al acontecimiento la publicidad que crea conveniente.

Me presentó al lama que le acompañaba. Era otro médico que en lugar de ejercer se dedicaba, como mi amigo Gyentse, a labores políticas en el ejecutivo del Kashag.

—El Kalon Tripa te expresa su agradecimiento por todo lo que has hecho —declaró solemne.

—Decidle que ha sido un honor para mí.

—¿Qué sabes de Gyentse? —preguntó con expresión cautelosa—. El secretario del Kalon Tripa nos contó lo que le dijiste por teléfono.

—Aún no sé nada —respondí. Los gestos de ambos lamas se tornaron más serios—. No os preocupéis. Veréis como todo irá bien y pronto tendremos noticias suyas.

—Tú ya traes buenas noticias —dijo sin despegar los ojos del extremo del cartucho que sobresalía por encima de mis hombros.

—Desde luego que sí.

Apoyé el
terma
en una de las banquetas, depositándolo como si se tratase de una ofrenda más de las que los fieles dejaban por cualquier esquina del templete.

—Aquí tenéis, esto os pertenece.

El lama lo tomó entre sus manos y lo recorrió con la mirada sin apenas moverlo, manteniéndolo suspendido a cierta distancia.

—Uno de los
terma
del maestro Padmasambhava… Nunca pensé que mis manos…

—Por fin está en nuestro poder —dijo el otro—. Una de las fuentes de nuestra doctrina…

Zui-Phung también estiraba el cuello para contemplarlo sin acercarse demasiado. Poco a poco fueron atravesando la pantalla invisible que parecía rodear al cartucho. Posaron sus yemas en el cuero y recorrieron con los dedos el contorno de los demonios protectores vueltos a pintar por el maestro ciego.

—Es como si ya lo hubiera visto antes. ¿Lo has abierto? —preguntó, como todos hasta entonces.

—El pintor de mándalas me pidió que no lo hiciera. Le prometí que me limitaría a entregárselo a quien pudiera comprender plenamente su contenido.

—Pobre Singay. Debería ser él quien estuviera aquí para destapar la voz de Padmasambhava —dijo el otro.

—¿Y Malcolm? —intervino Zui-Phung—. Cuando has aparecido en mi consulta me has dejado tan impresionado que ni siquiera te he preguntado por él. Esperaba que viniese contigo.

—Está en Perú, con Martha.

A buen seguro que mi escueta respuesta le dijo algo más. No dejaba de mirar de soslayo a un lado y a otro.

—¿Qué ocurre? —preguntó el lama.

—Tenéis que iros ya.

—Has llegado hasta aquí. No tienes nada que temer.

—Todos nosotros tenemos mucho que temer…

—Quienquiera que intentó arrebatárnoslo ya no lo tendrá nunca —declaró el lama.

—Unos sicarios que me estaban esperando en casa de Malcolm han intentado acabar conmigo.

—¿Cómo?

—Ni este cartucho ni vosotros estaréis a salvo hasta que lleguéis a Dharamsala. Y una vez allí no dejéis de estar alerta.

—Está bien, está bien —dijo con un repentino nerviosismo—. Pero tú nos acompañas, ¿no?

—¿Adónde? —me sorprendí.

—A Dharamsala, desde luego.

—No pensaba hacerlo…

—Sólo tú mereces el honor de entregarle el
terma
a Su Santidad el Dalai Lama —me interrumpió—. Está esperando para darte su bendición. Lobsang Singay te escogió para que terminases su labor y debes actuar como él habría hecho.

«El nuevo guardián de la flor de loto», pensé, recordando las palabras del pintor de mándalas.

Permanecí unos segundos sin decir nada. Después les hablé con cariño.

—No puedo ir con vosotros.

—¿Cómo? —se extrañaron.

—Ya no me necesitáis. Y al otro lado del mundo sí que hay alguien que me necesita y me espera, desde hace demasiado tiempo.

—¿Estás seguro de lo que dices?

—Más seguro que nunca.

Los tres sonrieron.

—Si ha de ser así… —concedió el lama.

—Ya casi estás allá —dijo el maestro Zui-Phung.

—¡Ah! —exclamé—. ¡Olvidaba algo!

Saqué del bolsillo la lámina que contenía el mensaje escrito por el pintor de mándalas con la piedra de la gruta. El lama la desdobló y repasó con suma atención los caracteres tibetanos. Después se la mostró a Zui-Phung. Ambos permanecieron sin hablar durante al menos un minuto, pensando en lo que estaban leyendo.

—Considéralo una receta para el alma —dijo el lama de repente, introduciendo sus palabras entre el denso silencio que se había instalado a nuestro alrededor.

Me volví hacia él.

—¿Una receta para mi alma?

—Más bien para la de tu hija.

Instantáneamente los ojos se me llenaron de lágrimas.

—¿Cómo podía saber el pintor de mándalas que mi hija…?

Los dos lamas cruzaron una mirada de complicidad.

—Debes tener fe en una fuente de sabiduría que lleva manando desde el principio de cualquier principio. Ya sabes que Lobsang Singay, al igual que los miembros de su lamasería destruida y también aquellos que después tuvimos la suerte de trabajar con él, no se limitaba a curar a sus pacientes. Trataba de comprender la naturaleza de la vida y el alcance de la muerte, que no es sino un nuevo comienzo en el ciclo vital del universo. Intentaba descubrir las interrelaciones que se dan entre los seres y los elementos, y en muchas ocasiones encontraba conexiones inimaginables.

—Pero ¿qué podéis hacer por mi hija? —dije, a la par que me secaba los ojos con el dorso de la mano.

—Según dice el pintor de mándalas en su nota, ya has hecho lo más importante.

—Yo…

—Ahora sólo nos queda aprovechar este momento de tu vida, en el cual te muestras tan abierto y predispuesto, para colmarte con toda la energía que puedas albergar. Eso repercutirá en el futuro tanto en ti como en los tuyos.

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