Por suerte los guías habían previsto aquella situación. Cuando me di cuenta ya estaban manos a la obra. Sacaron unos grandes rollos de cuerda que portaban en su mochila y la ataron por un lado a un saliente de la roca y por el otro a mi cintura. Ni siquiera se plantearon que no fuese yo quien tuviera que bajar.
Conseguí llegar hasta la roca tras rodar varios metros por la pendiente y abrir entre la nieve, con mi propio cuerpo, un canal que me hiciera más fácil la subida. Salté como pude al rincón en el que estaban resguardados. Los kampa, que habían seguido el descenso sin perder detalle, me miraban como si se encontrasen ante un espíritu. Pensé que había llegado demasiado tarde. Mi amigo Gyentse yacía hecho un ovillo. Me arrodillé a su lado y le tomé el pulso. Tenía el rostro completamente quemado y las puntas de los dedos de las manos estaban ennegrecidas por la congelación. No quise quitarle las botas, suponiendo que sus pies no tendrían mejor aspecto. Pero aún no era tarde. Aún no estaba muerto.
Me incorporé y los kampa se echaron sobre mí entre aspavientos. Ya se habían convencido de que era yo y no un demonio disfrazado quien había descendido por la nieve para rescatarles. Me abrazaron y me tocaron la cara. Trataban de explicarme lo que había ocurrido. Al parecer, la primera roca bajo la que se guarecieron resultó ser lo bastante elevada como para romper el demoledor frente de nieve y evitar que los arrastrase montaña abajo. Cuando pasó el alud había desaparecido todo rastro del sendero, y pronto descubrieron que les resultaría imposible reanudar la marcha hasta que la nieve no adquiriese la suficiente firmeza. Así que utilizaron sus fusiles para abrirse camino hasta que localizaron a Gyentse más abajo, donde ahora nos encontrábamos. Gracias a que bajaron a buscarle, y golpearon su cuerpo sin cesar para darle calor, lo habían mantenido con vida.
Me agaché junto a Gyentse y le hablé al oído.
—No te mueras ahora, por favor…
Apenas podía sentir su pulso. Sus miembros estaban rígidos y su rostro mostraba claros signos de congelación. Los kampa habían tratado de prender las bolas de estiércol seco de yak que utilizaban como combustible para el fuego, pero no lo lograron. Durante el alud se les cayeron los petates y, cuando los recuperaron, el estiércol estaba tan mojado que les resultó imposible hacerlo arder con la escasa chispa de su mechero de piedra. Hubieran necesitado una fuente de encendido más potente. Cogí de nuevo la cabeza de Gyentse y noté que se estaba yendo.
—¿Qué puedo hacer? —sollocé como si esperase que él, como siempre, tuviese una respuesta.
Entonces se me ocurrió. Pedí a uno de los kampa que me acercase el mechero y saqué de mi bolsa las láminas de carboncillo de Singay.
—Aún les queda una misión que cumplir —declaré.
Una sola chispa prendió la primera de las láminas y con el resto logré una llama suficiente para que ardiesen las bolas de excremento prensado.
Poco a poco las llamas fueron devorando los carboncillos. Sus cenizas ascendían llevadas por el viento. Sentí que se establecía una nueva conexión entre el fuego, el agua de la nieve, la tierra de la meseta y el soplido gélido del Himalaya. Aquella danza armónica fue arrancando a mi amigo de la hipotermia, permitiéndole separar los labios, luego parpadear, girar el cuello. Le abracé mientras el último átomo de los dibujos se elevaba como una luciérnaga y volvía a la montaña de la que un día los arrancó Singay.
Cuando Gyentse recuperó la conciencia me dijo:
—No necesito explicarte lo que siento…
Sonrió y volvió a cerrar los ojos.
El rescate fue aún más costoso de lo que imaginaba. Los kampa tenían las piernas anquilosadas por el frío y tuve que subirlos de uno en uno. Encontraba fuerzas en los rincones más profundos de mi ser. Pensaba en todo lo que había hecho por mí aquel lama que ahora se encogía como un cachorro herido y tiraba de él aferrado a mi espalda como si los dos fuésemos la misma persona. Los tibetanos aseguraban la cuerda con firmeza para que no se soltase, pero no mencionaron la posibilidad de sustituirme en alguna de las bajadas. Sin embargo, cuando unas horas después regresamos al pueblo se comportaron como verdaderos anfitriones. Nos abrieron su casa y prepararon comida abundante mientras sus mujeres calentaban barreños para bañar al lama. Debían sumergir sus miembros congelados en agua tibia y colocarle paños en las partes dañadas antes de cubrirlo con pieles.
Cuando terminaron el tratamiento, lo recostaron en un camastro; Gyentse se quedó dormido. Pensé que había llegado el momento de dejarle descansar mientras nosotros preparábamos todo lo necesario para continuar lo poco que nos quedaba de viaje. Sin embargo, lejos de salir de la habitación, los kampa, los tibetanos y sus mujeres comenzaron a discutir en medio de la estancia, señalando sin cesar a mi amigo lama. Algo no marchaba bien. Me acerqué a ellos y les pedí que tratasen de explicármelo. La mujer que se había encargado de bañarle apartó las mantas y retiró los paños que le cubrían la mano izquierda. La necrosis de los dedos congelados había avanzado de forma despiadada. El riego no se había restablecido y la infección terminaría devorándole el brazo y, después, el resto del cuerpo.
Uno de los tibetanos se dirigió a mí con una serie de frases rápidas que no comprendí en absoluto. El otro intervino de repente.
—Gangrena —creí entenderle. Todos callaron de súbito—. Gangrena —repitió.
Miré a Gyentse, que seguía recostado con los ojos cerrados, y tuve que sentarme en una esquina del camastro. Cuando el tibetano hizo un gesto imitando el acto de cortar con un cuchillo sentí que me deshacía por dentro.
Desplegué las mantas y le quité los paños de la otra mano y de los pies. Estaban igualmente ennegrecidos, pero era cierto que tenían otro aspecto menos terminal. Volví a taparle. Todos me miraban como si esperasen que fuese yo quien tomara alguna decisión. ¿Cómo podía saber si era necesario amputarle los dedos, si es que era aquello lo que estaban intentando decirme?
A partir de ese momento todos permanecieron de pie sin añadir nada, por lo que no me quedó otra opción que despertar a Gyetnse. Tenía que contarle lo que pasaba. Cuando abrió los ojos parecía no saber dónde se encontraba.
—Hola, Jacobo —dijo por fin.
—¿Cómo estás?
—Mucho mejor. Caliente. —Se apretó bajo las mantas—. ¿Y el
terma
?
—Aquí está —dije, girándome para que pudiera verlo colgado a mi espalda—. No me he separado de él ni un segundo.
—Me duelen los dedos —se quejó. Debió de notar cómo me estremecí—. ¿Qué ocurre?
—Es por eso por lo que te he despertado.
—Ya —dijo, y sacó la mano izquierda. Le retiré de nuevo los paños que la cubrían—. Vaya… —se lamentó—. No tiene muy buen aspecto…
—Gyentse…
No era capaz de decírselo.
—Ya lo sé.
—Ellos piensan que está gangrenada —conseguí articular de un tirón.
Sacó la otra mano y examinó como pudo la punta negra de los dedos.
—Ahora entiendo el dolor que sentía, incluso en sueños.
—No sé qué hacer. Ellos…
—Quieren cortar —supuso.
Asentí.
—Los tejidos que ya han muerto están liberando sustancias que podrían llegar a infectar la sangre. Si eso ocurriera todo habría terminado —afirmó.
—¡Estoy seguro de que podemos llegar a un centro médico indio en el que valoren el alcance de la infección con el rigor necesario! ¡Aún estamos a tiempo de salvar algún…!
—Déjalo.
—¡Pero he oído que puede transcurrir un tiempo antes de que sea necesario amputar…!
—Han de hacerlo ahora —sentenció.
—Insisto en que, estando tan cerca de casa, deberíamos continuar…
—Jacobo, por favor, no lo hagas aún más difícil. No olvides que estás hablando con un médico —afirmó sin mucha convicción.
—Nadie debe diagnosticarse a sí mismo —declaré como último recurso.
No me contestó. Se volvió hacia los tibetanos y les pidió que preparasen el instrumental.
A partir de entonces todo transcurrió muy deprisa. Quemaron una daga, la rociaron con una suerte de desinfectante, limpiaron la mano izquierda de Gyentse y él mismo les indicó el punto exacto por el cual debían amputarse los cuatro dedos, todos salvo el pulgar, por encima de la segunda falange. Las mujeres prepararon un parco material de sutura y acercaron un candil.
Cuando llegó el momento, el que tenía la daga se volvió hacia mí.
—¿Qué ocurre? —pregunté.
Alargó el brazo y me ofreció el cuchillo.
—No, no, no… —Todos comenzaron a hablar al mismo tiempo—. ¿Qué dicen? —le pregunté a Gyentse.
—Dicen que no se atreven a amputar…
—¡Ni yo tampoco, válgame Dios!
—Tienen miedo a que me desangre si lo hacen mal.
—¡Gyentse, por favor! ¿Por qué me dices eso?
—Es la verdad. Lo injusto sería obligarte a hacerlo sin prevenirte de lo que puede pasar. Quiero que sepas de antemano que soy consciente de que quizá haya complicaciones, y que aun así te pido que me ayudes.
—No puedo… —me estremecí.
—No tienes por qué tener miedo. No podemos temer nuestro destino.
—¿Por qué nos pasa esto? ¿Por qué debes sufrir?
—Los dos somos uno, ¿recuerdas? Todos somos uno. El bien del resto es mi bien.
Los demás se limitaban a callar y a observarnos. Al poco, el tibetano estiró de nuevo el brazo para ofrecerme la daga. La cogí despacio.
Aún estaba caliente.
Cerré los ojos. Intenté meditar como Gyentse me había enseñado, ver las cosas desde un plano superior, despojarme por fin de todo lo que acarreaba conmigo desde hacía tanto tiempo. Necesitaba que mi mente se convirtiese en un mar en calma para poder mirar a través de sus aguas. Respiré hondo.
Sentí el aire entrando y saliendo, el espíritu de mi amigo inundándome. De repente fue como si el mundo se detuviera. Sé que se detuvo, y que reinició la marcha cuando abrí los ojos.
—Apriétame la otra mano, por favor —me pidió Gyentse justo antes de que el filo hiciese chasquear el primer hueso.
Gyentse yacía inconsciente en el camastro. Una de las mujeres se afanaba en preparar un vendaje mientras la otra limpiaba los restos de la operación.
Parado en mitad de la habitación, me toqué la frente de forma instintiva. De repente me di cuenta de que por fin había desaparecido el maldito dolor que me martilleaba las sienes desde que sufrí el ataque de fiebre en el campamento nómada.
—
Tukjeche
—le susurré a mi amigo en su lengua natal.
Acompañé a los kampa y a uno de los tibetanos hasta un almacén situado en el otro extremo del pueblo. Allí guardaban provisiones suficientes para que sus familias sobreviviesen dos inviernos, así que nos permitieron llenar las bolsas con todo lo que consideramos necesario. Lo hice mecánicamente; luego me quedé un rato sentado junto a la puerta. Aún no había superado la impresión que me había producido la amputación. Al regresar a la casa encontré a Gyentse incorporado en el camastro. Él mismo había concertado con uno de los tibetanos un nuevo precio para que nos guiase a través de la única cumbre que nos separaba de suelo indio.
—¿Cómo te encuentras? —le pregunté.
—No me duele. Debe de ser este ungüento mágico —dijo risueño, señalando un cuenco lleno de una extraña pasta que habían dejado junto a su cama.
Recordé el engrudo que me hacía ingerir la mujer nómada en el campamento de la carretera de Lhasa.
—Parece mentira —le dije—. Hace poco más de una hora daba la sensación de que…
Gyentse bajó la vista hacia su mano vendada.
—Ya sabes que vamos construyéndonos con nuestros actos, y con los de aquellos que nos rodean. Nuestro cuerpo cambia a cada instante, y puede mutar en un segundo tanto como puede hacerlo nuestra conciencia. Todo lo que has hecho por mí me ilumina y me da fuerzas.
—¿Qué puedo haber hecho yo?
—No nos diste por muertos y arriesgaste tu vida para buscarnos. Y después tuviste la fortaleza para… Miró su mano vendada.
—Sólo trataba de devolverte una mínima parte de lo que tú me has dado.
Bajó la cabeza con timidez.
—¿Y los kampa? —preguntó.
—Están fuera. Ya hemos llenado las bolsas de provisiones. Pensaba acompañarles al establo para comprar unos caballos. Quiero que se dirijan lo antes posible hacia el lugar donde acordaron encontrarse con el jefe Solung.
Gyentse no dijo nada. Yo ni siquiera quería plantearme la posibilidad de que cuando llegasen allí no apareciese nadie.
—Voy a por los caballos —dispuse, tratando de sacarle de aquellas cavilaciones—. ¿Me esperas aquí?
Asintió.
Una hora después, tras mantener con los tibetanos la negociación más dura de mi vida, dejé a los kampa en el establo y regresé en su busca. Mientras me alejaba escuchaba a mi espalda el baile ansioso de los cascos y el ruido de los arreos tensándose cuando los animales movían sus cabezas arriba y abajo. Me emocionaba la idea de estar tan cerca de casa. Resultaba extraño denominar la zona en disputa de Cachemira como mi casa, pero así es como lo sentía. Volví la vista hacia la cumbre. Quizá fuese la última vez que pisaba aquella tierra, el techo del mundo, la meseta de los mil lagos. El resto de las casas del pueblo parecían diminutas resguardadas en las inmensas faldas de la montaña. Todo lo humano resultaba minúsculo visto desde la perspectiva de la cordillera. Y sin embargo habíamos sido capaces de atravesarla. Me llevé la mano al pecho para sentir la cinta de la que colgaba el cartucho del
terma
.
Al asomarme a la casa de los tibetanos, me extrañó que Gyentse no estuviese allí. Fui a buscarle. El velo transparente que anunciaba la noche lo había teñido todo de gris, pero el paisaje absorbía la luz como si fuese a desaparecer con ella. La luna y las estrellas ya habían entrado en escena, vertiendo tintes añil sobre los valles nevados.
Al poco lo encontré recogido detrás de un murete hecho de ladrillos tibetanos fabricados con el mismo excremento de yak que las bolas para el fuego. Había salido a meditar, a pesar de su estado y del viento congelado que comenzaba a soplar de nuevo. Me acerqué con sigilo tratando de no sobresaltarle. Mantenía la postura del Buda Bairokana que trató de enseñarme la noche que llegamos al monasterio del oráculo.
Al oír que me acercaba giró el cuello. Me mostró sus grandes pupilas con un peculiar arqueo de sus cejas.