—Eso fue cosa mía —dijo con cierto orgullo—. Aun cuando ansiaba que todo saliese según habíamos previsto, en mi fuero interno sabía que era probable que Lobsang Singay no aceptase nuestra propuesta. Así que tracé un plan B.
—Querías sembrar el desconcierto.
—Ya veo que no hace falta explicarte nada. Es una pena que tengas que morir. —Detuvo la pistola en el aire. Miré de nuevo a mi alrededor y tensé las piernas, pero una vez más continuó hablando en lugar de apretar el gatillo—. Les ordené que dejasen la tela con el mándala negro de la Fe Roja junto al cuerpo de Singay y que luego repitieran el mismo patrón. Una crisis interna de tal calibre en el gobierno exiliado habría impulsado definitivamente la vuelta del Dalai Lama al Tíbet.
—Y, aunque por otra vía, también lograbas tu objetivo.
—Cualquier vía era buena, si con ello conseguíamos el fin buscado.
—¿Quieres hacerme creer que durante todo el tiempo no ansiabas otra cosa? —insistí.
—Ya te he dicho que todo lo hago por el Tíbet.
—Me das asco.
—No estás en disposición de hablarme así —dijo con un tono mucho más serio, apuntándome con el arma.
—Ya lo creo que sí. Mírate. Estoy seguro de que lo único que querías desde un principio era este cartucho.
—Antes de matarte dejaré que veas lo que hay dentro.
Luc cogió un abrecartas y comenzó a forzar la tapa, haciendo incisiones y rasgando el cuero. Por fin consiguió arrancarla. Entonces, controlando su avidez, vació despacio el contenido del cartucho sobre el cristal de la mesa. Poco a poco su rostro se fue trasmutando. Los ojos se le desencajaron y comenzaron a temblarle las manos.
—¿Qué es esto? —exclamó.
De su interior no salió ningún pergamino. Aquel cartucho de cuero endurecido había albergado durante siglos tan sólo un montón de arena que ahora se esparcía ante nosotros formando un montículo sobre la mesa.
—¿Qué es esto? —gritó de nuevo, ahora mirándome—. ¿Qué has hecho con el
Tratado
?
—No tengo nada que ver.
—¡Claro que tienes que ver! ¿Quién si no? ¡Aquí sólo hay arena!
—Yo no lo he abierto. Así es como me lo entregaron.
—¡Dime ahora mismo dónde está el
Tratado de la Magia
de Singay! —ordenó.
Me apuntó con el arma, ahora estirando el brazo. Su mano seguía temblando. Sus ojos desprendían odio.
Me extrañó no sorprenderme en absoluto. De inmediato retumbó en mi cabeza la voz de Singay, y también la del propio Padmasambhava. Era como si ambos quisieran explicarme el sentido de aquel nuevo jeroglífico desenterrado después de catorce siglos. Pero yo ya conocía la respuesta. Pensé en los mándalas de arena, recordando la conversación que acababa de mantener con el maestro Zui-Phung. Ellos también se deshacen con el viento. Ni el Tíbet, ni el mundo, ni el universo de los budas se puede representar en un mándala circular, me había dicho. El mándala es sólo el vehículo para comprender esos conceptos superiores. La grandeza del Tíbet no se puede escribir; sus secretos no se pueden escribir. Ni ahora ni nunca. Cada tantra es un jeroglífico, cada lama ofrece una interpretación. Diez mil tantras secretos, por diez mil grandes lamas, por diez mil preguntas que formula cada lama con relación a cada jeroglífico. Demasiadas palabras para un pedazo de pergamino. No se puede escribir el amor, ni la muerte, ni los secretos de la vida, ni siquiera a través de la poesía. Hay que construirlos a cada momento, con cada pequeña acción, aprovechando la libertad que nos ofrece nuestra condición humana.
Luc bajó la vista hacia el montón de arena.
—Este maldito grial tibetano, la magia de los chamanes, el control de los demonios, de las fuerzas de la naturaleza… ¡Todo era una farsa! —gritó, arrastrando un montón con el brazo y arrojándola al suelo. Tras unos segundos, sin dejar de apretar los dientes, levantó otro puñado y fue dejándolo caer lentamente—. Arena… Tan sólo arena. —Clavó de nuevo sobre mí sus ojos inyectados—. ¿Por qué me miras así? —gritó.
—Me parece mentira que no lo comprendas. ¿Tan ciego estás?
—¿Qué?
—¡Tú mismo concebiste el plan para fortalecer la figura del Panchen Lama! ¡Te basaste en la importancia que, para la tradición tibetana, tiene la relación que se forja entre el maestro y el pupilo! ¿Cómo olvidaste que ese aprendizaje interminable es la única forma de transmitir las enseñanzas? ¿Cómo pudiste olvidar que la verdadera esencia del budismo tibetano no se basa en la magia, sino en las inmensas posibilidades del ser humano para aprender? ¿Cómo pudiste olvidar que ése es el verdadero poder de la flor de loto? ¡Te cegaste como un niño ante el ilusorio poder del
Tratado
!
—¡Calla!
—Sobre tu mesa tienes el verdadero poder del Tíbet —seguí diciendo, como si me impulsase una fuerza superior—. En la simplicidad de ese montón de arena está su grandeza. Lo mismo pasa en la meseta. En la soledad de las montañas los tibetanos no disponen de otra cosa salvo la de su propia voluntad, pero saben que con ella les basta para alcanzar la verdad. Todo lo demás desaparece con el tiempo, como la arena de los mándalas, o la que durante siglos ha permanecido en el interior de ese cartucho esperando el momento propicio para ser esparcida al viento. Eso es lo que quiso transmitir el maestro Padmasambhava cuando enterró el
terma
. Los antiguos chamanes y los primeros lamas sabían que, para llegar a la verdad de las cosas, sólo disponemos de nuestro potencial como personas, de la libertad inherente a la condición humana. Y que hemos de hacer uso de ese potencial para crecer y aprender, aplicándolo día tras día en cada uno de nuestros actos. Sabían que todo lo importante está dentro de nosotros mismos, y que todo lo que viene de fuera no tiene ninguna validez. Algún día te contaré el cuento del lápiz de sándalo —concluí, comprendiendo entonces por qué me lo había contado a mí el pintor de mándalas como último regalo antes de que abandonase la gruta.
—Ya hablas como un monje.
—Quizá sea Singay desde el cuarto cielo el que habla por mí.
—Tú también saliste en busca del tratado de los chamanes —se defendió, cada vez más cabizbajo.
—Yo iba tras la solución a la trama diabólica que habías pergeñado. Y la he encontrado. Para mí es más que suficiente.
—¿De verdad te compensa tanto esfuerzo?
—Todo el esfuerzo es poco comparado con la satisfacción que me produce haber desbaratado tu plan. Entrégate a la policía.
—No es mi estilo.
Luc levantó el arma y se introdujo el cañón en la boca.
—¡Luc! ¡No!
Me lancé hacia él pero me fue imposible detenerle.
Tras permanecer unos segundos erguido cayó desplomado contra la mesa, de bruces sobre la arena del cartucho que a su vez se derramó por el suelo.
Diez mil tantras secretos, diez mil grandes lamas y, en la mente de cada uno de ellos, diez mil interpretaciones para el jeroglífico que esconde cada tantra, forjando su tradición única.
—Sin duda es demasiado para que sea posible escribirlo en un pergamino —dije, como si Luc todavía pudiera oírme.
Me quedé dormido nada más subir al avión. Desde entonces, y hasta que desperté tras tomar tierra, soñé con Singay. Sólo podía ser un sueño, evocador de algún recuerdo perdido. O tal vez era su voz la que me hablaba, como en otras ocasiones creía haberla oído. La que me aconsejaba, o me llevaba por callejones oscuros. Singay ya no era él. Se había convertido en algo diferente. Pero escuché su voz, clara y potente, desde el fondo de los sueños.
En la meseta, con su viento de la mañana, cuando él era un niño. Cada mañana, unos minutos antes de que comenzase la sesión de mantras que precedía al desayuno, Singay se lavaba en el caño que emergía del suelo. Los cánticos duraban dos horas. Parecía que el momento de sentarse a desayunar no iba a llegar nunca. El rugido de su estómago se fundía con el final de las oraciones, de las frases repetidas y de la música que las acompañaba. El tiempo pasaba más rápido en la sala de oración desde que le habían asignado un instrumento. Todos los niños de la lamasería querían tocar uno: las trompetas tibetanas, los platillos. Los pequeños lamas que tocaban las trompetas pensaban que habían sido escogidos para ello por ser los más aguerridos; soplaban continuamente aquel tubo de madera y latón, convirtiendo el aire de sus pulmones en una sólida balsa para la meditación. No sabían que el instrumento más duro era la caracola. Había que tener una pericia especial para arrancarle algún sonido. Singay la soplaba, y durante tres meses le sangraron los oídos. Al poco tiempo le enseñaron a cantar armónicos para sanar con la voz.
En la meseta, con su viento de la mañana, cuando en la lamasería se sentía como el niño que era. Todos los novicios se sentían así. Siempre había algo más aparte de las clases y la meditación. Había varias horas para divertirse en las que cualquier cosa se convertía en un juego; incluso la llegada de un camión cargado de maderos para reparar el tejado. Pero lo que más les gustaba era correr hasta el estanque y buscar unas extrañas mariposas que se cobijaban en las flores de loto.
—La última vez que recordé el viento de la meseta —me dijo Singay antes de despertar—, estaba paseando por los jardines de Harvard.
Perú, al día siguiente.
Louise. Martha. Perú. Louise y Martha en casa, y yo aterrizando en Lima, tan cerca. Unas horas después subo al avión de Cuzco, y desde allí sigo en avioneta hasta Puerto Maldonado. Tan cerca están que cuando tomo tierra me quema su presencia, aunque no estén allí para recibirme. Un taxista que espera a pie de pista arroja el pitillo al suelo y se acerca para llevarme hasta su coche. Le pido que me deje en la escuela.
En Puerto Maldonado hay barro naranja. Todo lo demás es verde, sobre todo la selva inmensa, verde hasta la saciedad. Me parece distinta. Por primera vez comprendo que, en ella, cada cosa armoniza con el resto: la lluvia libera el aroma de la madera; el sol lanza el sudor de la tierra a las copas de los árboles y la atronadora melodía de las aves hace crepitar las hojas para que goteen rocío en las mañanas más cálidas; el río se lleva corriente abajo las ramas que mueren por la noche, dejando limpia la superficie para que el alba pinte de amarillo las piedras pulidas del fondo.
Siento que hay algo más, algo nuevo. Quizá soy yo mismo.
La puerta de la escuela tiene el candado sin echar. Las clases han terminado y las aulas están cerradas. Unos niños del pueblo juegan a baloncesto en el patio. Voy al jardín a través de las cocinas que separan la escuela de nuestra casa.
Piso mi hierba. En algunas zonas está cubierta de ramas caídas de los árboles. En el jardín te sientes protegido bajo un gran paraguas de mil varillas.
Martha está recostada en una hamaca de cuerda. Levanta los ojos y, al verme, suelta el libro que está leyendo. No se mueve. Malcolm está junto a ella, sentado en una silla. También está leyendo. Mira a su hija, deja el libro en el suelo y se levanta para darme un abrazo.
—¿Has tenido buen viaje?
—Sí.
Sonríe mientras me aprieta los hombros.
—Os dejo.
Malcolm abandona el jardín. Se mete en la caseta de los invitados y la puerta de bambú se cierra tras él.
No nos movemos. Es como si estuviésemos congelados. Martha deja caer una lágrima.
—Me había prometido a mí misma que jamás volvería a hablarte —dice.
—No podría reprochártelo.
Nuestros ojos están encadenados. Temo que si los cierro nunca me vuelva a mirar así.
—Estás más rubio —dice por fin.
—Es el sol de allí.
Me palpa la nariz y los pómulos todavía quemados por la nieve.
Ella está preciosa. Reconozco a la misma persona que descubrí en el barrio tibetano de Katmandú. Pero es como si ahora llevase grabada otra marca además de su belleza. Está diferente, como la selva. Acerco la mano y le acaricio la cara. Su piel ha recuperado la luz de aquel primer día, y la suavidad del algodón, como la de Louise.
—No es sólo que estés más rubio —sigue diciendo.
—Por fin estoy aquí.
—Te hubiera acompañado a todas partes, pero no dejabas que te alcanzase —dice.
—Ni siquiera sabía qué buscaba.
—Las emociones no vienen de fuera —resuelve al momento.
El viento mueve las copas de los árboles haciendo que las hojas se desprendan como si fuesen confeti.
—Dime qué puedo hacer por ti —le pregunto.
—Necesito que me quieras.
Un remolino invade el jardín y agita la hierba.
—¿Y la niña?
—Está dentro. Está bien.
Martha se levanta por fin y viene hacia mí. Nos abrazamos y permanecemos así varios minutos, hasta que me duelen los brazos de tanto apretarla contra mi pecho. Luego nos besamos. Primero de forma apasionada, luego suavemente, casi sin llegar a rozar los labios. Al fondo, la hamaca vacía se balancea con los cordajes enrollados.
Cojo a Martha de la mano y vamos hacia la habitación de Louise. Martha me dice que ha mejorado mucho. Hace dos días que dejó de tener fiebre. Me asomo en silencio. Se ha quedado dormida junto a su oso de peluche. Abre los ojos y me dedica su sonrisa más pura. Quiero lanzarme hacia ella pero me acerco despacio, como si no la mereciera. Ella parece darse cuenta de que no está soñando y se pone de pie sobre la cama. Salta sobre mí y la abrazo con fuerza. Le beso la cara, los ojos, la frente.
Me emociona pensar que su mejoría tiene que ver con Lobsang Singay y con el pintor de mándalas. Quiero creer que así ha sido, y desearlo es suficiente para creerlo, aun cuando se trate de un acto de fe que les brindo mirando al cielo.
Permanezco con la niña en brazos mientras Martha me atraviesa con la mirada y a la vez me acaricia con ella.
—Acabo de ver la noticia en la CNN —dice.
—¿Luc?
Asiente.
—Ya se ha destapado todo. Estaban retransmitiendo un comunicado del portavoz del gobierno chino. Hay un revuelo enorme.
—Me creía obligado a hacer algo así —digo.
—Has hecho cosas tan grandes como ésa sin salir de esta casa.
Sé que no es tanto cruzar el Tíbet, o el Himalaya a pie, como enamorarme de Martha cada noche, convencer a Louise de que nunca se romperá el hilo intangible que une la palma de su mano a la mía.
—Ahora sé que teniéndote a ti sólo se trata de dar un paso, y después otro —digo, evocando las palabras del lama—, como cuando avanzaba por la senda del barranco hacia la cueva donde vivía el pintor de mándalas.