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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (9 page)

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
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También la voz era algo proyectado, como para un público desde un escenario. Era una voz artificiosa, teatral, no por histrionismo o perversión en las motivaciones, sino porque aún no había postura vocal natural. Y lo mismo pasaba con la cara, que aún tendía a mantenerse un tanto lisa e inexpresiva (aunque sus emociones interiores fuesen de una intensidad plena y normal), debido a la falta de postura y de tono facial proprioceptivo
[3]
, a menos que recurriese a una intensificación artificial de la expresión (lo mismo que los pacientes con afasia pueden adoptar inflexiones y énfasis exagerados).

Pero todas estas medidas eran, como mucho, parciales. Hacían la vida posible, pero no normal. Christina aprendió a caminar, a coger un transporte público, a desarrollar las actividades habituales de la vida, pero sólo ejercitando una gran vigilancia y haciendo las cosas de un modo que resultaba extraño, y que podía descomponerse si dejaba de centrar la atención. Así, si comía mientras hablaba, o si su atención estaba en otra parte, asía el tenedor y el cuchillo con terrible fuerza, las uñas y las yemas de los dedos se quedaban sin sangre debido a la presión; pero si aflojaba un poco aquella presión dolorosa, podía muy bien caérsele el cubierto… no había punto intermedio, no había modulación alguna.

Así, aunque no había rastro de recuperación neurológica (recuperación de la lesión anatómica de las fibras nerviosas) había, con la ayuda de terapia intensiva y variada (estuvo en el hospital, o en el pabellón de rehabilitación, casi un año), una recuperación funcional muy considerable, es decir, la capacidad de funcionar utilizando varios sustitutos y otras artimañas. Christina pudo al fin dejar el hospital, irse a casa, volver con sus hijos. Pudo volver a su terminal de ordenador casera, que pasó a manejar con una eficiencia y una destreza extraordinarias, dado que había que hacerlo todo a través de la vista y no del tacto. Había aprendido a arreglárselas para seguir viviendo… pero, ¿cómo se sentía? ¿Habían eliminado los substitutos aquella sensación desencarnada de que hablaba al principio?

La respuesta es que no, en absoluto. Sigue sintiendo, con la pérdida persistente de propriocepción, el cuerpo como muerto, como algo no real, no suyo… algo que no puede apropiarse. Y no es capaz de encontrar palabras que expresen ese estado, sólo puede recurrir a analogías derivadas de otros sentidos: «Tengo la sensación de que mi cuerpo es ciego y sordo a sí mismo… no tiene sentido de sí mismo». Son palabras suyas. No encuentra palabras, palabras directas, para describir esta privación, esta oscuridad (o silencio) sensorial emparentado con la ceguera o la sordera. Ella no tiene palabras y nosotros carecemos de ellas también. Y la sociedad carece de palabras, de comprensión, para estados como éste. A los ciegos se los trata al menos con solicitud: podemos imaginar cuál es su estado y los tratamos de acuerdo con ello. Pero cuando Christina, torpe y laboriosamente, sube a un autobús, sólo provoca comentarios furiosos e incomprensión: «¿Qué le pasa a usted, señora? ¿Está ciega… o borracha?». ¿Qué puede contestar ella: «No tengo propriocepción»? La falta de comprensión y de apoyo social es una prueba más que ha de soportar: inválida, pero con la naturaleza de su invalidez poco clara (no está, después de todo, claramente ciega o paralítica, no se le aprecia nada claramente) tienden a tratarla como a una farsante o a una estúpida. Esto es lo que les sucede a los que tienen trastornos de los sentidos ocultos (también les pasa a pacientes con insuficiencia vestibular o a los que se les ha practicado una laberintectomía).

Christina está condenada a vivir en un mundo indescriptible e inconcebible… aunque quizás fuese mejor decir un «no mundo» una «nada». A veces se desmorona… no en público, sino conmigo:

—¡Ay si pudiese
sentir
! —grita— . Pero he olvidado lo que es eso… Yo
era
normal, ¿verdad que sí? Me movía como los demás…

—Sí, claro que sí.

—No está tan claro. No puedo creerlo. Quiero pruebas.

Le muestro una película en que aparece con sus hijos, hecha unas semanas antes de la polineuritis.

—¡Sí, claro, soy yo! —dice Christina y sonríe, y luego grita— ¡Pero no puedo identificarme ya con esa chica tan agradable! Ella se ha ido, no puedo recordarla,
no puedo imaginarla siquiera
. Es como si me hubiesen arrancado algo, algo que estuviese en el centro de mí… eso es lo que hacen con las ranas, ¿verdad? Les quitan lo del centro, la columna vertebral, les quitan la médula… Así es como estoy yo, sin médula, como una rana… Vengan, suban aquí, vean a Chris, el primer ser humano desmedulado. No tiene propriocepción, no tiene sentido de sí misma: ¡Chris la desencarnada, la chica desmedulada!

Y se ríe descontroladamente, con un timbre de histeria. Yo la calmo:

—¡Vamos, vamos!

Pero pienso: «¿Tiene razón?».

Porque, en cierto sentido, ella está «desmedulada», desencarnada, es una especie de espectro. Ha perdido, con el sentido de la propriocepción, el anclaje orgánico fundamental de la identidad… al menos de esa identidad corporal, o «egocuerpo», que para Freud es la base del yo: «El ego es primero y ante todo un ego cuerpo». Cuando hay trastornos profundos de la percepción del cuerpo o imagen del cuerpo se produce indefectiblemente una cierta despersonalización o desvinculación. Weir Mitchell comprendió esto, y lo describió insuperablemente, cuando trabajaba con pacientes amputados y con lesiones nerviosas durante la Guerra de Secesión estadounidense y decía en un famoso informe, seminovelado pero aun así el mejor, y fenomenológicamente el más preciso, de que disponemos, a través de su paciente-médico George Dedlow:

Descubrí horrorizado que a veces tenía menos conciencia de mí mismo, de mi propia existencia, que antes. Esta sensación era tan insólita que al principio me desconcertaba profundamente. Sentía continuamente deseos de preguntarle a alguien si yo era de veras George Dedlow o no lo era; pero, como tenía clara conciencia de lo absurdo que parecería que preguntase algo así, me reprimí y no hablé de mi caso y me esforcé aun más por analizar mis sentimientos. Aquella convicción de que no era ya yo mismo resultaba a veces abrumadora y muy dolorosa. Era, en la medida en que puedo describirlo, una deficiencia del sentido egoísta de individualidad.

Christina tiene también esta sensación general (esta «deficiencia del sentido egoísta de individualidad») que ha decrecido con la adaptación, con el paso del tiempo. Y tiene también esa sensación de desencarnamiento específica, de base orgánica, que sigue siendo tan grave y misteriosa como cuando la sintió por vez primera. Esta sensación la tienen también los que han sufrido cortes transversales de la médula espinal… pero éstos están, claro, paralíticos; mientras que Christina, aunque «desencarnada», anda y se mueve.

Experimenta un alivio y una recuperación, breves y parciales, cuando recibe estímulos en la piel, sale fuera cuando puede, le encantan los coches descapotables, en los que puede sentir el aire en el cuerpo y en la cara (la sensación superficial, el roce leve, sólo está ligeramente deteriorado). «Es maravilloso», dice. «Siento el aire en los brazos y en la cara, y entonces sé, vagamente, que tengo
brazos y cara. No es lo que debería de ser, pero es algo… levanta este velo mortal y horrible durante un rato

Pero su situación es, y sigue siendo, una situación «wittgensteiniana». No sabe que «aquí hay una mano», su pérdida de propriocepción, su desaferentación, la ha privado de su base existencial, epistémica, y nada que pueda hacer o pensar alterará este hecho. No puede estar segura de su cuerpo… ¿qué habría dicho Wittgenstein en esta situación?

Christina ha triunfado y ha fracasado a la vez de un modo extraordinario. Ha conseguido alcanzar el obrar pero no el ser. Ha triunfado en una cuantía casi increíble en todas las adaptaciones que permiten la voluntad, el valor, la tenacidad, la independencia y la ductilidad de los sentidos y del sistema nervioso. Ha afrontado, afronta, una situación sin precedentes, ha luchado contra obstáculos y dificultades inconcebibles, y ha sobrevivido como un ser humano indomable, impresionante. Es uno de esos héroes anónimos, o heroínas, de la enfermedad neurológica.

Pero aun sigue y seguirá siempre enferma y derrotada. Ni todo el temple y el ingenio del mundo, ni todas las sustituciones o compensaciones que permite el sistema nervioso pueden modificar lo más mínimo su pérdida persistente y absoluta de la propriocepción, ese sexto sentido vital sin el cual el cuerpo permanece como algo irreal, desposeído.

La pobre Christina está «desmedulada» hoy, en 1985, igual que lo estaba hace ocho años y así seguirá el resto de su vida. Una vida sin precedentes. Es, que yo sepa, la primera en su género, el primer ser humano «desencarnado».

POSTDATA

Christina tiene ya compañía. El doctor H. H. Schaumburg, que ha sido el primero que ha descrito el síndrome, me ha comunicado que están apareciendo gran número de pacientes en todas partes con neuropatías sensoriales graves. Los más afectados tienen alteraciones de la imagen del cuerpo como Christina. La mayoría son maniáticos de la salud, o víctimas de la moda de las megavitaminas, y han ingerido cantidades enormes de vitamina B6 (piridoxina). Así que hay ya unos centenares de hombres y mujeres «desencarnados»,… aunque la mayoría, a diferencia de Christina, pueden mejorar en cuanto dejen de envenenarse con piridoxina.

4. El hombre que se cayó de la cama

Hace muchos años, siendo yo estudiante de medicina, una de las enfermeras me llamó sumamente desconcertada, y me explicó por teléfono esta extraña historia: tenían un paciente nuevo, un joven, que acababa de ingresar aquella mañana; les había parecido muy agradable, muy normal, durante todo el día… en realidad, hasta hacía unos minutos en que, tras adormilarse un rato, se había despertado. Estaba muy nervioso, muy raro, no parecía el mismo. Se había caído de la cama, no se sabía cómo, y ahora estaba sentado en el suelo, dando voces y armando un verdadero escándalo, y se negaba a acostarse otra vez. ¿Podía, por favor, ir allí y resolver aquel problema?

Cuando llegué me encontré al paciente echado en el suelo junto a la cama mirándose fijamente una pierna. Había en su expresión cólera, alarma, desconcierto y cierta divertida curiosidad… pero lo que predominaba era el desconcierto, con un punto de consternación. Le pregunté si quería volver a acostarse, o si necesitaba ayuda, pero estas sugerencias parecieron alterarle y me hizo un gesto negativo. Me puse en cuclillas a su lado y fui sacándole la historia allí, echado en el suelo. Había ingresado aquella mañana para unas pruebas, me dijo. No tenía ningún problema, pero los neurólogos, al comprobar que tenía la pierna izquierda «holgazana» (ésa había sido la palabra exacta que habían utilizado) creyeron oportuno ingresarlo. Se había sentido perfectamente todo el día y al atardecer se había quedado adormilado. Cuando despertó se sentía bien también, hasta que se movió en la cama. Entonces descubrió, según sus propias palabras, «una pierna de alguien» en la cama… ¡
una pierna humana cortada
, era horrible! Al principio se quedó estupefacto, asombrado, acongojado… jamás en su vida había experimentado, ni imaginado siquiera, algo tan increíble. Tanteó la pierna con cierta cautela. Parecía perfectamente formada, pero era «extraña» y estaba fría. De pronto tuvo una inspiración. Ya sabía lo que había pasado:
¡Era todo una broma!
¡Una broma absolutamente monstruosa y disparatada pero bastante original! Era el día de Año Viejo y todo el mundo estaba celebrándolo. La mitad del personal andaba achispado; todos gastaban bromas, tiraban petardos; una escena de carnaval. Evidentemente una de las enfermeras que debía tener un sentido del humor un tanto macabro se había introducido subrepticiamente en la Sala de Disección, había sacado de allí una pierna y luego se la había metido a él en la cama para gastarle una broma cuando estaba aún completamente dormido. Esta explicación le tranquilizó mucho; pero considerando que una broma es una broma y que aquélla se pasaba ya un poco de la raya, lanzó fuera de la cama aquella pierna condenada. Pero, y en este punto perdió ya el tono coloquial y se puso de pronto a temblar, se puso pálido,
cuando la tiró de la cama, sin explicarse cómo, cayó él también detrás de ella… y ahora la tenía unida al cuerpo.

—¡Mírela! —chilló, con una expresión de repugnancia— . ¿Ha visto usted alguna vez algo tan horrible, tan espantoso? Yo creí que un cadáver estaba muerto y se acabó. ¡Pero esto es misterioso! Y no sé… es espeluznante… ¡Parece como si la tuviera pegada!

La asió con las dos manos, con una violencia extraordinaria e intentó arrancársela del cuerpo y al no poder, se puso a aporrearla en un arrebato de cólera.

—¡Calma! —dije— . ¡Tranquilícese! ¡No se ponga así! No debe aporrear esa pierna de ese modo.

—¿Y por qué no? — preguntó irritado, agresivo.

—Porque esa pierna es suya —contesté— . ¿Es que no reconoce usted su propia pierna?

Me miró con una expresión en la que había estupefacción, incredulidad, terror y curiosidad a la vez, todo ello mezclado con una especie de recelo jocoso.

—¡Vamos, doctor! —dijo— . ¡Está usted tomándome el pelo! Está usted de acuerdo con esa enfermera… ¡no deberían burlarse así de los pacientes!

—No estoy bromeando —le dije yo— . Esa pierna es suya.

Vio por mi expresión que hablaba completamente en serio… y se pintó en su rostro una expresión de absoluto terror.

—¿Dice usted que es mi pierna, doctor? ¿No decía usted que ha de saber uno si una pierna es suya o no lo es?

—Desde luego que sí —contesté— . Uno debe saber si una pierna es suya o no. Me parece increíble que uno no sepa eso. ¿No será usted el que está de broma todo el rato?

—Le juro por Dios que no… uno ha de reconocer su cuerpo, lo que es suyo y lo que no lo es… pero esta pierna, esta cosa —otro estremecimiento de repulsión— no parece una cosa buena, no parece real… y no parece parte de mí.

—¿Qué es lo que parece? — le pregunté lleno de desconcierto, porque por entonces yo estaba ya tan desconcertado como él.

—¿Qué es lo que parece? —repitió lentamente mi pregunta— . Yo le diré lo que parece.
No se parece a nada de este mundo.
¿Cómo puede ser mía una cosa así? No sé de dónde puede venir esto…

Su voz se apagó. Parecía aterrado, lleno de estupor.

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