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Authors: Oliver Sacks

Tags: #Ciencia,Ensayo,otros

El hombre que confundió a su mujer con un sombrero (12 page)

BOOK: El hombre que confundió a su mujer con un sombrero
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Su ausencia puede hacerse, sin embargo, bastante notoria. Si hay una sensación deficiente (o deformada) en nuestros descuidados sentidos secretos, lo que nos sucede es sumamente extraño, un equivalente casi incomunicable a estar ciego o sordo. Si la propriocepción queda absolutamente bloqueada, el cuerpo pasa a ser, digamos, ciego y sordo a sí mismo… y (como indica el significado de la raíz latina
proprius
)
deja
de «poseerse», de sentirse (ver «La dama desencarnada» del capítulo tres).

El anciano se quedó de pronto muy concentrado, las cejas fruncidas, los labios apretados. Se quedó inmóvil, pensando, ensimismado, ofreciendo un cuadro que me encanta: un paciente en el preciso instante en que descubre (medio intrigado, medio asombrado), en que se da cuenta por primera vez de cuál es exactamente el problema y, al mismo tiempo, qué es exactamente lo que hay que hacer. Ése es el momento terapéutico.

—Déjeme pensar, déjeme pensar —murmuró, medio para sí, frunciendo aun más las cejas y subrayando cada punto con unas manos fuertes y nudosas— . Déjeme pensar. Piense usted conmigo… ¡tiene que haber una solución! Yo me inclino hacia un lado y no puedo darme cuenta de que lo hago ¿no? Tendría que tener alguna sensación, una señal clara, pero no la hay, ¿verdad? ¿no?

Hizo una pausa y luego continuó.

—Yo fui carpintero —dijo, y se le iluminó la cara— . Utilizábamos siempre un nivel de burbuja para saber si una cosa estaba a nivel o no, o si estaba vertical o no lo estaba. ¿Hay algo así como un nivel de burbuja en el cerebro?

Asentí.

—¿Puede estropearlo la enfermedad de Parkinson?

Asentí otra vez.

—¿Es eso lo que me ha pasado a mí?

Asentí por tercera vez y le dije:

—Sí. Sí. Sí.

Al hablar de un nivel de burbuja, el señor MacGregor había dado con una analogía fundamental, una metáfora para un sistema básico de control que hay en el cerebro. Hay partes del oído interno que son de hecho físicamente (literalmente) como niveles; el laberinto está formado por canales semicirculares que contienen un líquido cuyo movimiento está constantemente controlado. Pero no eran estos canales, en cuanto tales, los fundamentalmente afectados; era más bien su capacidad para utilizar los órganos del equilibrio, en combinación con el sentido de sí mismo del cuerpo y con la imagen visual que tiene del mundo. El sencillo símbolo del señor MacGregor no sólo abarca el laberinto sino también la compleja
integración
de los tres sentidos secretos: el laberíntico, el proprioceptivo y el visual. Y el parkinsonismo altera esta síntesis.

Los estudios más profundos (y prácticos) de estas integraciones (y de sus curiosas desintegraciones en el parkinsonismo) son los que hizo el insigne Purdon Martin, ya fallecido, y figuran en su admirable libro
The Basal Ganglia and Postures
(publicado en 1967 en primera edición pero continuamente revisado y ampliado en los años siguientes; estaba terminando precisamente una nueva edición cuando falleció). Refiriéndose a esta integración, este integrador, del cerebro, Purdon Martin escribe: «Tiene que haber un centro o una "autoridad superior" en el cerebro… una especie de "controlador". Este controlador o autoridad superior debe tener información del estado de estabilidad o inestabilidad del cuerpo».

En la sección dedicada a «reacciones de inclinación», Purdon Martin destaca esta triple contribución al mantenimiento de una posición estable y erguida, indica que el parkinsonismo altera su delicado equilibrio, y explica, en concreto, que «es habitual que se pierda antes el elemento laberíntico que el proprioceptivo y el visual». Dice también de modo implícito que este triple sistema de control opera de modo que un sentido, un control, pueda compensar la ausencia de los otros… no del todo (pues los sentidos difieren en su capacidad) pero sí en parte, al menos, y hasta un grado de utilidad. Los controles y reflejos visuales son quizás los menos importantes… normalmente. Mientras los sistemas vestibular y proprioceptivo estén intactos, nos mantenemos en perfecto equilibrio con los ojos cerrados. No nos inclinamos ni nos caemos al cerrar los ojos. Pero al parkinsoniano, con su precario sentido del equilibrio, puede sucederle. (Es frecuente ver a pacientes de la enfermedad de Parkinson sentados en las posturas más exageradamente inclinadas, sin la menor conciencia de ello. Pero si se les proporciona un espejo, de modo que puedan ver su postura, se enderezan inmediatamente.)

La propriocepción puede compensar en una medida considerable, deficiencias del oído interno. Así, pacientes que han sido privados quirúrgicamente del laberinto (se hace a veces para aliviar el vértigo angustioso e insoportable de la enfermedad de Méniére grave), aunque al principio no pueden tenerse de pie ni dar siquiera un paso, pueden aprender a utilizar y a potenciar maravillosamente la propriocepción; a usar, en concreto, los sensores de los enormes músculos
latissimus dorsi
de la espalda (la extensión muscular mayor y más móvil del cuerpo) como un órgano de equilibrio suplementario y nuevo, un par de enormes proprioceptores aliformes. Cuando los pacientes adquieren práctica, cuando se convierte en una segunda naturaleza, pueden tenerse en pie y caminar… no perfectamente pero sí con seguridad, tranquilidad y facilidad.

Purdon Martin derrochó una energía y un genio infinitos para proyectar toda una gama de mecanismos y de métodos destinados a que hasta los parkinsonianos más gravemente afectados llegasen a conseguir una normalidad en la postura y en el paso: líneas pintadas en el suelo, contrapesos en el cinturón, marcapasos con un tictac escandaloso para establecer la cadencia del paso. Aprendió para ello siempre de sus pacientes (a los que está dedicado además su gran libro). Fue un investigador profundamente humano, y en su medicina la comprensión y la colaboración fueron fundamentales: paciente y médico eran iguales entre ellos, estaban al mismo nivel, aprendían el uno del otro y se ayudaban uno a otro y se ayudaban entre ellos para llegar a nuevos descubrimientos y nuevos tratamientos. Pero no había inventado, que yo sepa, una prótesis para corregir la inclinación y los reflejos vestibulares superiores alterados, que era el problema que tenía el señor MacGregor.

—Así que es eso, eh —dijo el señor MacGregor— . No puedo usar el nivel de burbuja que tengo en la cabeza. No puedo utilizar los oídos, pero puedo utilizar los ojos.

Inclinó la cabeza hacia un lado, inquisitiva, experimentalmente, y añadió:

—Todo sigue igual así… el mundo no se inclina.

Luego me pidió un espejo y le puse uno grande, con ruedas, delante.


Ahora
me veo inclinado —dijo— .
Ahora
puedo ponerme derecho… quizás así pudiese mantenerme derecho… Pero no puedo vivir entre espejos, ni llevar uno encima a todas partes.

Se puso a pensar de nuevo con muchísima concentración, el ceño fruncido… y de pronto se le iluminó la cara con una sonrisa.

—¡Ya está! —exclamó— . ¡Si, doctor, ya lo tengo! No necesito espejo… sólo necesito un nivel. No puedo servirme de los niveles de burbuja que hay
dentro
de la cabeza, pero, puedo instalar uno fuera de la cabeza, un nivel que yo pueda ver, del que pueda servirme con la vista.

Se quitó las gafas, las manipuló pensativo, la sonrisa fue creciendo lentamente.

—Aquí, por ejemplo, en la montura de las gafas… Esto podría indicarme, indicar a mis ojos, si estoy inclinado o no lo estoy. Al principio me costaría trabajo, tendría que estar pendiente. Pero luego podría convertirse en algo automático. Bueno, doctor, ¿qué me dice usted?

—Me parece una idea inteligente, señor MacGregor. Intentémoslo.

El principio era claro, la realización práctica un tanto peliaguda. Experimentamos primero con una especie de péndulo, un hilo con un peso al extremo que colgaba de la montura de las gafas, pero estaba demasiado cerca de los ojos y apenas se veía. Luego, con ayuda de nuestro optometrista y del taller, hicimos un soporte que se prolongaba más o menos el doble de la longitud de la nariz partiendo del puente de las gafas, con un nivel horizontal en miniatura fijado a cada lado. Ensayamos varios modelos, que fueron todos ellos probados y modificados por el señor MacGregor. Al cabo de un par de semanas teníamos ya un prototipo, unas gafas de burbuja un poco estrambóticas: «¡Las primeras del mundo!», dijo el señor MacGregor, jubiloso y triunfal. Se las puso. Resultaban algo aparatosas y extrañas, pero poco más que las gafas con audífono que se hacían por entonces. Y empezó a verse en nuestra residencia un extraño espectáculo: el señor MacGregor con las gafas de burbuja que había inventado y construido, la mirada atenta y fija, como un timonel que examina la bitácora de su nave. La solución era válida en cierta medida, al menos el señor MacGregor dejó de inclinarse: pero era un ejercicio constante y agotador. Luego, a medida que pasaban las semanas fue haciéndose más fácil; mantener bajo control los «instrumentos» pasó a ser algo inconsciente; como controlar el cuadro de mandos del coche, mientras se charla, se piensa y se hacen otras cosas tranquilamente.

Las gafas del señor MacGregor causaron verdadero furor en el St. Dunstan's. Teníamos varios pacientes más con parkinsonismo que padecían también trastornos en los reflejos posturales y las reacciones de inclinación, un problema no sólo peligroso sino también notoriamente inmune a todo tratamiento. Pronto un segundo paciente, luego un tercero, llevaron las gafas de burbuja del señor MacGregor, y, como él, pudieron caminar derechos, a nivel.

8. ¡Vista a la derecha!

La señora S., una mujer inteligente de sesenta años, ha sufrido un grave ataque que afecta a las partes posteriores y más profundas del hemisferio cerebral derecho. Conserva plenamente la inteligencia… y el humor.

A veces se queja a las enfermeras de que no le han puesto el postre o el café en la bandeja. Cuando las enfermeras le explican: «Pero, señora S., lo tiene ahí, a la izquierda», parece no entender lo que le dicen, y no mira a la izquierda. Si tiene la cabeza ligeramente girada, de manera que resulte visible el postre para la mitad derecha intacta del campo visual, dice: «Vaya, pero si está ahí… pues antes no estaba». La señora S. ha perdido totalmente la noción de «izquierda», tanto por lo que se refiere al mundo como a su propio cuerpo. Se queja a veces de que las raciones son demasiado pequeñas, pero esto se debe a que sólo come de la mitad derecha del plato… no cae en la cuenta de que pueda haber también una mitad izquierda. A veces se pinta los labios y se maquilla la mitad derecha de la cara, olvidándose por completo de la izquierda: es casi imposible tratar estos problemas porque no hay modo de atraer su atención hacia ellos («Hemidesatención», ver Battersby 1956) y no tiene ni idea de que existan. Lo sabe intelectualmente, y puede comprenderlo, y reírse; pero le es imposible saberlo de una forma directa.

Al saberlo intelectualmente, al saberlo por deducción, ha elaborado estrategias para resolverlo. No puede mirar a la izquierda, directamente, no puede girar a la izquierda, así que lo que hace es girar a la derecha… y hacer un círculo completo. Por eso solicitó, y se le facilitó, una silla de ruedas giratoria. Y ahora, si no puede encontrar algo que sabe que debería estar, gira a la derecha, haciendo un círculo, hasta que lo ve. Este procedimiento le parece notablemente práctico si no puede hallar el café o el postre. Si la ración le parece demasiado pequeña, se gira a la derecha, mirando en esa misma dirección, hasta que se hace visible la mitad que faltaba, entonces se la come, o se come más bien la mitad, y siente menos hambre que antes. Pero si aún tiene hambre, o piensa en el asunto y se da cuenta de que quizás haya visto sólo la mitad de la mitad perdida, realiza una segunda rotación hasta que ve el cuarto restante, y lo bisecciona de nuevo también. Suele bastar con esto (si echamos cuentas, se habrá comido ya las siete octavas partes de su ración) pero si lo considera necesario, si se siente particularmente hambrienta u obsesionada, da una tercera vuelta y se asegura otra dieciseisava parte de la ración (dejando en el plato, desde luego, el dieciseisavo restante, el de la izquierda).

—Es absurdo —dice— . Es como la flecha de Zenón… nunca acabo de llegar. Puede parecer raro, pero ¿qué otra cosa puedo hacer, dadas las circunstancias?

En principio da la impresión de que le sería muchísimo más fácil girar el plato que girarse ella. La señora S. está de acuerdo en eso, y lo ha intentado… o intentó intentarlo, por lo menos. Pero le resulta absurdamente difícil, no es algo que se produzca de modo natural, mientras que girar en la silla lo es, porque su mirada, la atención, los impulsos y movimientos espontáneos, están así dirigidos todos, exclusiva e instintivamente, hacia la derecha.

A la señora S. le resultaban particularmente desagradables las burlas de que la hacían objeto cuando aparecía con sólo la mitad de la cara maquillada, el lado izquierdo absurdamente vacío de carmín y de colorete.

—Yo miro en el espejo —decía— y pinto todo lo que veo.

¿No sería posible, nos preguntamos, que tuviese un «espejo» con el que pudiese ver el lado izquierdo de la cara por la derecha? Es decir, tal como la vería otra persona situada delante de ella. Probamos un sistema de video, con la cámara y el monitor enfocados hacia ella y los resultados fueron chocantes y extraños. Utilizando como «espejo» la pantalla de video, veía el lado izquierdo de la cara a la derecha, una experiencia desconcertante hasta para una persona normal (como muy bien sabe todo el que haya intentado afeitarse utilizando una pantalla de video), y doblemente desconcertante, inquietante, para ella, porque para la señora S. el lado izquierdo de su rostro y de su cuerpo, el que veía ahora, no le transmitía ninguna sensación, no tenía para ella existencia, debido al ataque.

—¡Quítenme eso de ahí! — gritó, muy alterada y desconcertada, así que no investigamos más por esa vía. Es una lástima porque, como plantea también R. L. Gregory, esas formas de retroacción videográfica podrían ser muy fructíferas para estos pacientes con hemidesatención y extinción del hemicampo izquierdo. El asunto es tan desconcertante físicamente, metafísicamente incluso, que sólo la experimentación nos puede guiar.

POSTDATA

Los ordenadores y los juegos informáticos (no asequibles en 1976, cuando yo trataba a la señora S.) pueden ser también de incalculable valor para pacientes con olvido unilateral en el control de la mitad «perdida», o para enseñarles a hacerlo por sí solos; yo he hecho recientemente (1986) un corto sobre este asunto.

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