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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (2 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Grigori Peshkov

Katerina, su esposa

Vladímir, siempre llamado Volodia; su hijo

Ania, su hija

Otros

Zoya Vorotsintsev, física

Ilia Dvorkin, agente de la policía secreta

Coronel Lemítov, jefe de Volodia

Coronel Bobrov, agente del Ejército Rojo en España

Personajes históricos reales

Lavrenti Beria, jefe de la policía secreta

Viacheslav Mólotov, ministro de Asuntos Exteriores

Españoles

Teresa, maestra de alfabetización

Galeses

Familia Williams

Dai Williams, «Abuelo»

Cara Williams, «Abuela»

Billy Williams, miembro del Parlamento de Aberowen

Dave, hijo mayor de Billy

Keir, hijo menor de Billy

Familia Griffiths

Tommy Griffiths, agente político de Billy Williams

Lenny Griffiths, hijo de Tommy

PRIMERA PARTE

La otra mejilla

1

1933

I

Carla sabía que sus padres estaban a punto de enfrascarse en una discusión. En cuanto entró en la cocina percibió la hostilidad, como el viento gélido que barría las calles de Berlín en febrero antes de una ventisca. Estuvo a punto de darse la vuelta y salir de la cocina.

No era habitual en ellos que discutieran. Por lo general eran muy afectuosos, incluso demasiado. Carla sentía vergüenza ajena cuando se besaban delante de otra gente. Sus amigas creían que era algo raro ya que sus padres no demostraban ese cariño en público. En una ocasión se lo había comentado a su madre, que reaccionó soltando una risa de satisfacción y le dijo:

—El día después de nuestra boda, a tu padre y a mí nos separó la Gran Guerra. —Su madre era inglesa de nacimiento, aunque apenas se le notaba el acento—. Yo me quedé en Londres mientras él regresaba a Alemania y se incorporaba al ejército. —Carla había oído esa historia un sinfín de veces, pero su madre nunca se cansaba de contársela—. Creíamos que la guerra duraría tres meses, pero no volví a verlo hasta al cabo de cinco años. Durante todo ese tiempo eché mucho de menos poder acariciarlo, así que ahora no me canso de hacerlo.

Su padre era igual.

—Tu madre es la mujer más inteligente que he conocido jamás —le había dicho ahí mismo, en la cocina, unos días antes—. Por eso me casé con ella. No tuvo nada que ver con… —Dejó la frase inacabada y ambos se rieron de forma cómplice, como si Carla no supiera nada de sexo a la edad de once años. Le resultaba todo muy violento.

Sin embargo, de vez en cuando se peleaban. Carla conocía las señales y sabía que estaba a punto de estallar una nueva discusión.

Cada uno estaba sentado a un extremo de la mesa. Su padre vestía un traje gris oscuro de estilo muy sombrío, una camisa blanca almidonada y una corbata negra de raso. Era un hombre pulcro, a pesar de las entradas y de la ligera barriga que asomaba bajo el chaleco y la cadena del reloj de oro. Tenía el rostro congelado en una expresión de falsa calma. Carla conocía esa mirada, era la que dirigía a algún miembro de la familia cuando había hecho algo que lo enfurecía.

Sostenía en la mano un ejemplar del semanario para el que trabajaba su madre,
Der Demokrat
, en el que escribía una columna de rumores políticos y diplomáticos con el nombre de Lady Maud. Su padre empezó a leer en voz alta:

—«Nuestro nuevo canciller, herr Adolf Hitler, hizo su debut en la sociedad diplomática en la recepción del presidente Hindenburg.»

Carla sabía que el presidente era el jefe de Estado. Había sido elegido, pero estaba por encima de las cuitas del día a día político y ejercía principalmente de árbitro. El canciller era el primer ministro. Aunque habían nombrado canciller a Hitler, su Partido Nazi no disponía de una mayoría absoluta en el Reichstag, el Parlamento alemán, de modo que, por el momento, los demás partidos podían poner coto a los excesos nazis.

Su padre habló con desagrado, como si lo hubieran obligado a mencionar algo repulsivo, como aguas residuales.

—«Parecía sentirse incómodo vestido con un frac.»

La madre de Carla tomó un sorbo de su café y miró hacia la calle a través de la ventana, fingiendo interés por la gente que se apresuraba para llegar al trabajo, protegiéndose del frío con bufanda y guantes. Ella también fingía calma, pero Carla sabía que solo estaba esperando su momento.

Ada, la criada, estaba de pie, vestida con un delantal, cortando queso. Dejó un plato delante de su padre, que no le hizo el más mínimo caso.

—«No es ningún secreto que herr Hitler quedó cautivado por Elisabeth Cerruti, la culta mujer del embajador italiano, que lucía un vestido rosa adornado con pieles de marta.»

Su madre siempre describía cómo vestía la gente. Decía que así ayudaba a los lectores a imaginárselos. Ella también tenía ropa elegante, pero corrían tiempos difíciles y hacía varios años que no se había comprado ningún vestido nuevo. Esa mañana tenía un aspecto esbelto y elegante con un vestido de cachemira azul marino que debía de tener tantos años como Carla.

—«La signora Cerruti, que es judía, es una fascista acérrima, y hablaron durante varios minutos. ¿Le pidió a Hitler que dejara de avivar el odio hacia los judíos?» —El padre dejó la revista en la mesa con un fuerte golpe.

«Ahora empieza», pensó Carla.

—Imagino que te habrás dado cuenta de que esto enfurecerá a los nazis —dijo su padre.

—Eso espero —replicó su madre con frialdad—. El día que estén contentos con lo que escribo, dejaré de hacerlo.

—Son peligrosos cuando están enfurecidos.

Los ojos de su madre refulgieron de ira.

—Ni se te ocurra tratarme con condescendencia, Walter. Ya sé que son peligrosos, por eso me opongo a ellos.

—Es que no entiendo de qué sirve enfurecerlos.

—Tú los atacas en el Reichstag. —Walter era un representante parlamentario del Partido Socialdemócrata elegido en las urnas.

—Yo tomo parte de un debate razonado.

La situación era la habitual, pensó Carla. Su padre era un hombre lógico, precavido y respetuoso con la ley. Su madre tenía estilo y sentido del humor. Él se salía con la suya gracias a su perseverancia serena; ella con su encanto y su descaro. Nunca se pondrían de acuerdo.

—Yo no vuelvo a los alemanes locos de ira —añadió su padre.

—Quizá eso es porque tus palabras no les causan ningún daño.

El ingenio de Maud sacó de quicio a Walter, que alzó la voz.

—¿Y crees que les haces daño con tus pullas?

—Me burlo de ellos.

—En lugar de aportar argumentos.

—Creo que se necesitan ambas cosas.

Walter se enfureció aún más.

—Pero, Maud, ¿no ves que te pones en peligro a ti misma y a toda la familia?

—Al contrario. El verdadero peligro sería no burlarse de los nazis. ¿Cómo será la vida para nuestros hijos si Alemania se convierte en un estado fascista?

Ese tipo de discusiones incomodaban a Carla. No soportaba oír que la familia estaba en peligro. La vida debía proseguir tal y como había hecho hasta entonces. Lo único que deseaba era poder sentarse en la cocina todas las mañanas, con sus padres situados en los extremos de la mesa de pino, Ada junto a la encimera, y su hermano, Erik, correteando arriba porque llegaba tarde de nuevo. ¿Por qué tenían que cambiar las cosas?

Durante toda su vida había escuchado conversaciones políticas a la hora del desayuno y creía que entendía lo que hacían sus padres, que tenían la aspiración de convertir Alemania en un lugar mejor para todo el mundo. Sin embargo, en los últimos tiempos habían empezado a hablar de un modo distinto. Era como si creyeran que se avecinaba un gran peligro, pero Carla aún era incapaz de imaginarse de qué se trataba.

—Bien sabe Dios que estoy haciendo todo lo que puedo para contener a Hitler y a sus acólitos —dijo Walter.

—Y yo también. Pero cuando tú lo haces, crees que estás tomando el camino sensato. —A Maud se le crispó el rostro de resentimiento—. Y cuando lo hago yo, me acusas de poner en peligro a la familia.

—Y con razón —replicó Walter.

La discusión no había hecho más que empezar, pero en ese momento Erik bajó los escalones de forma estruendosa, como un caballo, y apareció en la cocina con la cartera de la escuela colgada de un hombro. Tenía trece años, dos más que Carla, y un fino vello negro empezaba a asomar en su labio superior. Cuando eran pequeños, Carla y Erik siempre habían jugado juntos, pero aquellos días habían quedado relegados al pasado, y como él era tan alto le gustaba creer que su hermana era tonta e infantil. En realidad, era más inteligente que él, y sabía muchas cosas que él no entendía, como los ciclos mensuales de la mujer.

—¿Qué era esa melodía que estabas tocando? —le preguntó a su madre.

El piano los despertaba a menudo por la mañana. Era un piano de cola Steinway, heredado, al igual que la casa, de los abuelos paternos. Su madre tocaba por las mañanas porque, según decía, el resto del día estaba demasiado ocupada y por la noche le podía el cansancio. Aquella mañana había interpretado una sonata de Mozart y a continuación una melodía de jazz.

—Se llama
Tiger Rag
—le dijo a Erik—. ¿Quieres un poco de queso?

—El jazz es decadente —replicó su hijo.

—No digas tonterías.

Ada le dio a Erik un plato con queso y salchicha en rodajas, y este lo devoró con avidez. Carla pensó que su hermano tenía unos modales espantosos.

Walter mantenía un semblante adusto.

—¿Quién te ha inculcado todas esas estupideces?

—Hermann Braun dice que el jazz no es música, que tan solo es un puñado de negros haciendo ruido. —Hermann era el mejor amigo de Erik y su padre era miembro del Partido Nazi.

—Pues Hermann debería intentar tocar algo de jazz. —Walter miró a Maud y se le relajó el rostro. Su mujer le sonrió y él prosiguió—: Hace muchos años tu madre intentó enseñarme a tocar ragtime, pero fui incapaz de dominar el ritmo.

Su madre se rió.

—Fue como enseñarle a una jirafa a ir en patines.

Carla comprobó con gran alivio que la pelea había acabado. Empezó a sentirse mejor. Cogió un pedazo de pan negro y lo mojó en la leche.

Sin embargo, ahora era Erik quien tenía ganas de discutir.

—Los negros son una raza inferior —dijo en tono desafiante.

—Lo dudo —repuso Walter, sin perder la paciencia—. Si un niño negro fuera criado en una buena casa llena de libros y pinturas, y si lo enviaran a una escuela cara con buenos maestros, tal vez llegaría a ser más inteligente que tú.

—¡Eso es una estupidez! —protestó Erik.

—Serás engreído… Que no te oiga decir nunca más que tu padre dice estupideces —lo reprendió su madre, que había rebajado un poco el tono ya que había gastado toda su ira en Walter. Ahora solo parecía cansada y decepcionada—. No sabes de qué hablas, y Hermann Braun tampoco.

—¡Pero la raza aria tiene que ser superior, somos los que gobernamos el mundo! —exclamó el muchacho.

—Tus amigos nazis no saben nada de historia —dijo Walter—. Los antiguos egipcios construyeron las pirámides cuando los alemanes aún vivían en cuevas. Los árabes dominaban el mundo en la Edad Media y los musulmanes eran grandes expertos en álgebra cuando los príncipes alemanes no sabían ni escribir su nombre. Como ves, la raza no importa.

—Entonces, ¿qué es lo que importa? —preguntó Carla, con la frente arrugada.

Su padre la miró con ternura.

—Es una buena pregunta y demuestras una gran inteligencia al plantearla. —Carla estaba radiante de felicidad por el elogio de su padre—. Las civilizaciones, los chinos, los aztecas, los romanos, nacen y caen pero nadie sabe por qué.

—Venga, acabad el desayuno y poneos los abrigos —dijo Maud—, que ya vamos tarde.

Walter sacó el reloj del bolsillo del chaleco, lo miró y enarcó las cejas.

—No es tarde.

—Tengo que llevar a Carla a casa de los Franck —explicó Maud—. La escuela de chicas estará cerrada hoy porque están reparando la caldera, de modo que Carla va a pasar el día con Frieda.

Frieda Franck era la mejor amiga de Carla. Sus madres también eran muy buenas amigas. De hecho, cuando eran jóvenes, Monika, la madre de Frieda, había estado enamorada de Walter; un hecho muy gracioso que la abuela de Frieda había revelado un día después de beber algunas copas de champán de más.

—¿Por qué no puede encargarse Ada de Carla? —preguntó Walter.

—Ada tiene que ir al médico.

—Ah.

Carla esperaba que su padre preguntara qué le sucedía a Ada, pero se limitó a asentir como si ya lo supiera, y se guardó el reloj. Carla quería saber qué sucedía, pero algo le decía que no debía hablar de ello y tomó nota mental para preguntarle a su madre más tarde. Pero se olvidó de todo de inmediato.

Walter fue el primero en marcharse, vestido con su largo abrigo negro. Luego Erik se puso su gorra —echándosela hacia atrás todo lo que pudo sin que llegara a caer, tal y como estaba de moda entre sus amigos— y salió a la calle con su padre.

Carla y su madre ayudaron a Ada a recoger la mesa. Carla quería casi tanto a Ada como a su madre. Cuando era pequeña, Ada había cuidado de ella hasta que fue lo bastante mayor para ir a la escuela, ya que su madre siempre había trabajado. Ada aún no se había casado. Tenía veintinueve años y no era muy agraciada, aunque tenía una sonrisa bonita y agradable. El verano anterior había tenido un romance con un policía, Paul Huber, pero no duró demasiado.

Carla y su madre se quedaron de pie frente al espejo del recibidor y se pusieron los sombreros. Maud se tomó su tiempo. Eligió un modelo de fieltro azul, con corona redonda y de ala estrecha, del estilo que llevaban todas las mujeres; pero su madre lo inclinaba en un ángulo distinto, lo que le confería un aspecto chic. Mientras Carla se ponía su gorro de lana, se preguntaba si alguna vez tendría tanto estilo como su madre. Maud parecía una diosa de la guerra, con su cuello largo y su mentón y pómulos tallados en mármol blanco; era bella, sin duda, aunque no preciosa. Carla tenía el mismo pelo oscuro y los ojos verdes, pero parecía más una muñeca rechoncha que una estatua. En una ocasión había oído por casualidad que su abuela le decía a su madre:

—Tu patito feo se convertirá en un cisne, ya lo verás. —Carla aún estaba esperando a que eso sucediera.

Cuando Maud acabó de acicalarse, salieron. Su hogar se encontraba en una hilera de casas altas y elegantes del barrio de Mitte, en el centro de la ciudad, construidas para ministros y oficiales del ejército de alto rango como el abuelo de Carla, que había trabajado en los edificios gubernamentales que había no muy lejos de allí.

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