El creador del Ejército Rojo, el líder —con Lenin— de la Revolución Rusa de octubre de 1917, el intelectual que generó la idea de la “revolución permanente”, ese es el protagonista de esta nueva obra de
Marcos Aguinis
. Es el mismo León Trotsky, en su infancia y juventud, el que le permite al autor una proeza literaria: una novela de iniciación que sigue las huellas de una transformación apasionada y que culmina en la construcción de un personaje clave, que cambió la historia del siglo XX.
Aguinis nos introduce en una historia fascinante, los entresijos, los claroscuros de un momento único cuya cima es la revolución bolchevique, hito mayor del comunismo. Con naturalidad, el texto se aferra a los oscilantes destellos ideológicos del protagonista y sus circunstancias, pero su trabajo mayor, su delicada orfebrería, es la de descubrir la esencia del hombre por sobre todas las cosas; un hombre con sueños que se pueden trocar en realidad. La acción de Liova (como llamaban a Trotsky de pequeño) nos lleva desde la infancia hasta la cumbre, pasando por los primeros escritos en Odesa, los destierros en Siberia, las fugas por la estepa llena de lobos, su formación a través de media Europa, los amores encontrados y los perdidos, las contradicciones, la familia, las traiciones, los grandes nombres (Máximo Gorki, Lenin, Rosa Luxemburgo) y los gestos de una domesticidad que desarma. Esta novela, provista de una intensidad asombrosa, arroja nueva luz sobre el personaje pero se lee —virtud de todas las narraciones cinceladas por
Marcos Aguinis
— como un vibrante relato de aventuras.
Marcos Aguinis
Liova corre hacia el poder
ePUB v1.0
GONZALEZ08.09.12
© 2011, Marcos Aguinis
c/o Guillermo Schavelzon & Asoc, Agencia Literaria
ePub base v2.0
A
Martín y Michelle,
Ariel y Marina,
Hannah y Naomy,
Uriel y Mijal, ocho gemas de mis cuatro hijos
—¿Por qué Dios creó a los hombres?
—Para que le cuenten historias.
Reflexión popular
El niño que sería Zar
Narra F
ANNY
La gota pura
Odesa, 1890
Era peligroso que un adolescente como Liova leyese periódicos. Bastaría que comentase algunas noticias para que lo expulsaran del Instituto. El bueno de Monia pretendió convencerlo de que eran una pérdida de tiempo; y sólo le permitió que, además de libros, tuviera acceso a folletines frívolos o a las revistas dedicadas al teatro y la ópera. Yo no estuve de acuerdo. Intuía que ese muchacho se las iba a ingeniar para enterarse de lo que pretendíamos mantener fuera de su conocimiento.
—Es nuestro deber, Fanny —insistió Monia, mi marido.
El rumor de alguna injusticia generaba en Liova su inmediata solidaridad con la víctima, fuese periodista, escritor, músico o actor. Decía que eran seres superiores, porque se atrevían a manifestarse contra el Zar y sus ministros.
Un día Monia le confió un proyecto que venía pergeñando desde hacía mucho: publicar una revista literaria, no política. Hasta contrataría un dibujante. Mientras paseaban por el bulevar, Liova le sugirió un nombre para esa revista:
La Gota
. Dijo que sería la gota maravillosa de la nueva cultura rusa, y se ofreció a contribuir con escritos, corrección de textos y una intensa distribución entre los estudiantes.
Cuando alumbró el primer número tuvo la osadía de levantarse de su asiento en la clase de literatura, caminar hacia el profesor erguido sobre su cátedra, mirarlo a los ojos azules y depositar en su mano un ejemplar. Hizo una reverencia de cortesano y volvió a su sitio con la máxima serenidad que podía simular. Algunos compañeros entraron en pánico. El docente se ajustó las gafas y contempló la cubierta. Hizo un mohín, le vibraron las puntas aceitadas de sus bigotes y las cejas se elevaron hacia el techo. Se expandió un silencio terrorífico. Poco después el docente llamó a otro estudiante sentado en el fondo del aula y pidió que leyese en voz alta una poesía de esa revista titulada “La gota pura” que Liova, precisamente, había firmado con seudónimo. El muchacho la recitó con una dicción mediocre.
—¿Qué les parece? —preguntó el profesor.
—Aceptable —contestaron algunas voces.
—Sí, es aceptable —coincidió con una mueca—, pero quien firmó esta poesía no sabe medir los versos.
Se dirigió entonces a Liova, como si hubiera descifrado su seudónimo:
—¿Sabes qué son los dáctilos?
—No, señor, no lo sé —confesó vacilante.
—Les voy a explicar —y dedicó el resto de la hora a iniciarlos en los enigmas de la métrica.
—En cuanto a la revista —concluyó despectivamente—, su existencia no hace falta. Dejen en paz el océano de la literatura para los verdaderos literatos y utilicen un cuaderno para hacer ejercicios. Que un chico de alma tan limpia como una “gota pura” se corone Zar… ¡bueno! Algo difícil, ¿no?
Ni Liova, ni Monia, ni yo misma habíamos tenido hasta ese momento noción de que las revistas de estudiantes también estaban prohibidas en los establecimientos de enseñanza. Que hasta su distribución era un delito. Nuestro protegido se había salvado. Pero esa peripecia fue el anuncio de los combates que llevarían finalmente a su expulsión.
Un nuevo docente de alemán generó odio desde el primer día. Lo apodaban “el Francés” por su elegancia, pero había nacido en Suiza. Y quería que el idioma alemán superase al ruso. Para colmo de la paradoja, despreciaba a los “brutos” alemanes.
Un día se excedió y amonestó al estudiante Wacker sin razón alguna. Estaba furioso por una causa ajena a la clase y masticaba una pastilla tras otra para calmar la acidez de estómago. El desaliñado Wacker le vino bien a su rabia.
Liova dijo a su compañero de banco que trasmitiese la iniciativa de dar un “concierto” de repudio al Francés. La voz corrió de asiento en asiento. Liova trataba de disimular su protagonismo, pero lideraba la acción. No era la primera vez que se ponía en práctica ese método de protesta. Lo habían aplicado a los profesores de dibujo y geografía. El concierto consistía en zumbar a coro con la boca cerrada cuando terminaba la clase, antes de que el docente llegase a la puerta. Éste no podía acusar a nadie, porque todos mantenían sellados los labios y aparentaban sorpresa. De modo que, apenas el intolerable Francés se dispuso a salir, desde los últimos asientos se alzó un rumor potente, como el rugir del mar. El profesor se volvió con ira, se plantó en medio del aula y enfrentó al enemigo. Los alumnos, sobre todo los que estaban en los primeros bancos, procuraron poner cara de ángeles. Pero el ruido no se detenía. El docente se dirigió de nuevo a la puerta. Los faldones de su traje aleteaban como si quisieran alzar vuelo. Su retirada fue seguida por un coro más resonante aún, que lo acompañó a lo largo del pasillo como una pandilla de diablos.
Al día siguiente se presentó acompañado por el inspector, a quien llamaban Carnero por unos ojos vidriados que, además, trasmitían estupidez. Adelantó el mentón y descargó un discurso lento, trabajoso, porque intentaba sortear los verbos rusos que no dominaba bien. Su mirada cadavérica caía como una plancha sobre cada cabeza. Luego, haciendo crujir los dientes, mencionó a los chicos que tenían fama de rebeldes.
—Cada uno de estos malos estudiantes son culpables de la fechoría —sentenció.
Fueron condenados a dos horas de reclusión. El resto, incluido Liova, pudo irse.
La sorpresa vino a la mañana siguiente. El desgreñado Wacker lo esperaba en la puerta sin asomo de gratitud.
—Hoy te la van a dar duro, amiguito. Nikolai te acusó ayer. Te echarán la culpa de todo.
—¿Nikolai? ¿Ese antisemita de mierda?
No tuvo tiempo para enfrentar a Nikolai, porque un bedel lo detuvo apenas ingresó al Instituto y ordenó que se presentase de inmediato ante el rector. Liova empezó a transpirar. Caminó por el pasillo que se consideraba un despeñadero hacia la muerte. Arribó a una alta puerta llena de adornos labrados. Tras ella debía arder el infierno. Dio un golpe imperceptible. Al rato se abrió la puerta y, en el fondo de la sala, aguardaba el rector. Le hizo señas para que se acercara.
Advirtió la presencia de otras personas en los oscuros sillones laterales. Vio también al Francés, con su mano sobre el estómago. El rector indicó que permaneciese parado frente a su escritorio. Leía unos papeles para dilatar el tiempo y no decía palabra. Liova permanecía rígido, sin saber cómo dejar quietos sus dedos, que recorrían la tela del pantalón. Por fin Júpiter, con una voz lenta y cargada de repugnancia, leyó el informe. Varios estudiantes lo habían acusado de numerosas inmoralidades. ¿Inmoralidades? A Liova se le fue la sangre de la cara. Wacker —a quien había pretendido desagraviar con el concierto— era un felón que se había explayado con imaginativa elocuencia. Y tras él varios compañeros. Imposible explicar.
El rector, sin dar tiempo para un descargo, ordenó que regresara al pasillo. Pero no con palabras, sino extendiendo su eléctrico índice, como se hace con los perros. Allí Liova aguardó nervioso, apoyándose de vez en cuando contra un armario. El bedel lo vigilaba ceñudo.
Volvió a abrirse la puerta y el rector, desde su sillón en lontananza, ordenó al bedel que despachase a Liova a su casa y citara a sus padres.
—Mis padres viven en el campo, lejos de aquí.
—Dígale —continuó Júpiter, dirigiéndose sólo al bedel— que entonces los encargados de su educación en Odesa sean los que se presenten ante mí.
El chico se sintió devastado. De la cumbre caía al abismo. El profesor de literatura se afinaba las puntas del bigote y quizá recordaba su poema “La gota pura”, donde se pretendía algo tan alocado como reemplazar al monarca de todas las Rusias. El bedel lo acompañó con gruñidos hasta el aula para que retirase las pertenencias. Allí se topó con Wacker. Otros delatores tuvieron vergüenza y bajaron los ojos.
Liova se arrastró hacia nuestra casa como una mula cargando piedras. Arrojó el gabán sobre un sillón. Lo atontaba la injusticia. Con voz sufriente refirió la historia completa, sin esconder detalles. Yo lo escuché en estado de shock. Mi marido murmuró al cabo de unos minutos que no se debía suponer que todo estaba cerrado, porque en la bendita Rusia había apelaciones, influencias y hasta sobornos.
Liova se recluyó en su cuarto y acomodó los libros como quien se despide.
Acompañé a Monia a la entrevista con el rector. Negociamos que se formase una junta de profesores para revisar el expediente. Liova, muy deprimido, presentía que esa junta sellaría la implacable expulsión de todos los institutos de enseñanza. No tuvimos que esperar mucho para saberlo. El panorama se oscureció cuando en la segunda entrevista escuchamos los acordes de la marcha fúnebre. El rector confirmó que el jovencito León Bronstein, en efecto, había sido expulsado.
—¿Expulsado? —repetí sin aliento—. ¿Y la junta de profesores?
La junta había propuesto tres tipos de sanción. La más inclemente era prohibirle cursar en cualquier otro establecimiento del país; una intermedia sólo le cerraba las puertas del Instituto San Pablo y la tercera, la más benigna, le permitía volver a sus aulas luego de una penitencia y un nuevo examen. La junta prefirió la segunda sanción, es decir expulsarlo del Instituto, pero aún no había firmado el acta.