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Authors: Ken Follett

El invierno del mundo (3 page)

BOOK: El invierno del mundo
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Carla y su madre tomaron un tranvía que recorrió Unter den Linden, luego cambiaron al tren interurbano para ir desde la Friedrichstrasse hasta el parque zoológico. Los Franck vivían en un barrio residencial de Schöneberg, situado en la zona sudoeste de la ciudad.

Carla tenía ganas de ver a Werner, el hermano de Frieda, que tenía catorce años. Le gustaba mucho. En ocasiones Carla y su amiga fantaseaban con que se casaban la una con el hermano de la otra y que eran vecinas, y que sus hijos se convertían en buenos amigos. Para Frieda no era más que un juego, pero Carla deseaba en secreto que todo aquello se hiciera realidad. Werner era un chico guapo y maduro, en absoluto tonto como Erik. En la casa de muñecas que Carla tenía en su habitación, el padre y la madre que dormían juntos en la cama de matrimonio de miniatura se llamaban Carla y Werner, algo que nadie sabía, ni tan siquiera su mejor amiga.

Frieda tenía otro hermano, Axel, de siete años, que había nacido con espina bífida y requería de una atención médica constante. El niño vivía en un hospital especial situado a las afueras de Berlín.

Su madre se mostró preocupada durante el trayecto.

—Espero que todo vaya bien —murmuró para sí, al bajar del tren.

—Claro que sí —dijo Carla—. Me lo pasaré en grande con Frieda.

—No me refería a eso. Hablo del párrafo que escribí sobre Hitler.

—¿Corremos peligro? ¿Tenía razón papá?

—Tu padre suele tener razón.

—¿Qué nos sucederá si hemos molestado a los nazis?

Su madre la miró de un modo extraño durante un buen rato.

—Dios mío, ¿a qué mundo te he traído? —se preguntó Maud, y a continuación enmudeció.

Tras un paseo de diez minutos llegaron a una espléndida casa con un gran jardín. Los Franck eran ricos: el padre de Frieda, Ludwig, era el dueño de una fábrica de aparatos de radio. Había dos coches en el camino de entrada. El más grande y brillante era el de herr Franck. El motor rugió y el tubo de escape expulsó una vaharada de vapor azul. El chófer, Ritter, que llevaba los pantalones del uniforme metidos por dentro de las botas de caña alta, aguardaba con la gorra en la mano, listo para abrir la puerta.

—Buenos días, frau Von Ulrich —la saludó el hombre tras hacer una reverencia.

El segundo coche era algo más pequeño, de color verde, y solo tenía dos plazas. Un hombre bajito con una barba cana salió de la casa con un maletín de piel y se tocó el sombrero para saludar a Maud mientras entraba en el pequeño vehículo.

—Me pregunto qué hace aquí el doctor Rothmann tan temprano —dijo Maud, con inquietud.

No tardaron en averiguarlo. Monika, la madre de Frieda, salió a la puerta. Era una mujer alta y pelirroja. Su rostro pálido reflejaba su nerviosismo. En lugar de darles la bienvenida, se situó frente a la puerta, como si pretendiera impedirles el paso.

—¡Frieda tiene el sarampión! —exclamó.

—¡Lo siento mucho! —repuso Maud—. ¿Cómo se encuentra?

—Muy mal. Tiene fiebre y tos, pero el doctor Rothmann dice que se curará. Sin embargo, está en cuarentena.

—Claro. ¿Tú lo has pasado?

—Sí, cuando era una niña.

—Y Werner también, recuerdo la erupción que le salió por todo el cuerpo. Pero ¿y tu marido?

—Ludi la tuvo de niño.

Ambas mujeres miraron a Carla, que no había pasado el sarampión. La chica se dio cuenta de inmediato de que ello implicaba que no podría pasar el día con Frieda.

Carla se llevó una desilusión, pero su madre parecía aún más afectada.

—Esta semana la revista va a publicar el número especial dedicado a las elecciones, no puedo quedarme en casa. —Parecía consternada. Todos los adultos estaban preocupados por las elecciones generales que iban a celebrarse el domingo siguiente. Sus padres temían que los nazis obtuvieran los votos necesarios para hacerse con el control absoluto del gobierno—. Además, voy a recibir la visita de una vieja amiga de Londres. Me pregunto si podría convencer a Walter de que se tomara el día libre para cuidar de Carla.

—¿Por qué no lo llamas por teléfono?

Pocas personas tenían teléfono en casa, pero los Franck estaban entre los afortunados, y Carla y su madre entraron en el recibidor. El aparato se encontraba sobre una mesa de patas largas y altas, cerca de la puerta. Su madre lo descolgó y dio el número de la oficina de Walter en el Reichstag, el edificio del Parlamento. Cuando la pusieron en contacto con él, le explicó la situación. Escuchó durante un minuto y luego puso cara de enfado.

—Mi revista hará que cien mil lectores voten al Partido Socialdemócrata —dijo—. ¿De verdad tienes que hacer algo más importante?

Carla adivinó cómo iba a acabar la discusión. Sabía que su padre la quería con locura, pero también sabía que su padre nunca se había ocupado de ella ni un solo día en los once años que habían pasado desde su nacimiento. Los padres de todas sus amigas eran iguales. Los hombres no hacían ese tipo de cosas; sin embargo, en ocasiones su madre fingía que desconocía las reglas por las que se regían las vidas de las mujeres.

—Pues tendré que llevármela a la redacción conmigo —dijo Maud—. No quiero ni pensar lo que dirá Jochmann. —Herr Jochmann era su jefe—. No es que sea precisamente un feminista declarado. —Y colgó sin despedirse.

Carla no soportaba que discutieran, y ya era la segunda vez ese día. Sus riñas hacían que el mundo pareciera un lugar inestable. Le daban más miedo esas peleas que los propios nazis.

—Pues vamos —le dijo su madre, que echó a andar en dirección a la puerta.

«Ni tan siquiera veré a Werner», se lamentó Carla.

Justo en ese instante apareció el padre de Frieda en el recibidor: era un hombre de rostro sonrosado, con un pequeño bigote negro, lleno de energía y alegre. Saludó a Maud con simpatía, y ella se detuvo para devolverle la cortesía mientras Monika lo ayudaba a ponerse un abrigo negro con el cuello de piel.

El hombre se dirigió hasta el pie de las escaleras.

—¡Werner! —gritó—. ¡Me voy sin ti! —Se puso un sombrero de fieltro gris y salió.

—¡Ya estoy! ¡Ya estoy!

Werner bajó las escaleras con la agilidad de un bailarín. Era tan alto como su padre y más guapo, con el pelo de un rubio rojizo, un poco largo. Bajo el brazo llevaba una cartera de cuero que parecía llena de libros; en la otra mano sujetaba un par de patines de hielo y un palo de hockey.

—Buenos días, frau Von Ulrich —dijo de forma educada. Y a continuación, en un tono más informal—: Hola, Carla. Mi hermana tiene el sarampión.

Carla sintió que se ruborizaba sin un motivo aparente.

—Lo sé —contestó ella. Intentó pensar en algo divertido y agradable que decir, pero no se le ocurrió nada—. No lo he pasado, así que no puedo verla.

—Yo lo pasé de niño —dijo Werner, como si aquello hubiera sucedido mucho tiempo atrás—. Tengo que irme, lo siento —añadió a modo de disculpa.

Carla no quería que el encuentro fuera tan fugaz y lo siguió hasta fuera. Ritter sujetaba la puerta abierta.

—¿Qué coche es? —preguntó Carla. Los chicos siempre sabían las marcas y los modelos de los coches.

—Un Mercedes-Benz W10 limousine.

—Parece muy cómodo. —Vio que su madre la miraba de reojo, medio sorprendida y medio divertida.

—¿Quieres que os llevemos? —preguntó Werner.

—Ya lo creo.

—Se lo preguntaré a mi padre. —Werner metió la cabeza en el coche y dijo algo.

—¡De acuerdo, pero daos prisa! —oyó Carla que respondía herr Franck y se volvió hacia su madre.

—¡Podemos ir en coche!

Maud solo dudó un instante. No le gustaban las ideas políticas de herr Franck, que financiaba a los nazis, pero no iba a rechazar que las llevara en su coche caliente en un día frío como aquel.

—Es muy amable de tu parte, Ludwig —dijo Maud.

Entraron en el vehículo. Había espacio para los cuatro detrás. Ritter puso el coche en marcha de forma muy suave.

—Supongo que vais a Kochstrasse —dijo herr Franck. Muchos periódicos y editoriales tenían sus oficinas en la misma calle del barrio de Kreuzberg.

—No hace falta que te desvíes de la ruta habitual. Leipziger Strasse nos va bien.

—No me importaría dejaros en la puerta de la revista, pero imagino que no quieres que tus colegas izquierdistas os vean salir del coche de un plutócrata fatuo como yo —dijo con un tono a medio camino entre cómico y hostil.

Su madre le dedicó una sonrisa encantadora.

—No eres un tipo fatuo, Ludi… Solo un poco engreído. —Y le dio una palmada en la solapa del abrigo.

Ludwig se rió.

—Me lo he buscado. —La tensión se alivió. Herr Franck cogió el tubo para darle las instrucciones a Ritter.

Carla estaba muy emocionada por compartir coche con Werner, y quería aprovechar el trayecto al máximo hablando con él, pero al principio no se le ocurrió qué decir. Lo que en realidad quería preguntarle era: «Cuando seas mayor, ¿crees que te casarán con una chica con el pelo oscuro y los ojos verdes, unos tres años más joven que tú e inteligente?». Sin embargo, al final señaló los patines y dijo:

—¿Tienes partido hoy?

—No, solo entrenamiento después de clase.

—¿De qué juegas? —No sabía nada de hockey, pero en los deportes de equipo siempre había distintas posiciones.

—De extremo derecho.

—¿No es un deporte bastante peligroso?

—No si eres rápido.

—Debes de ser un buen patinador.

—Bueno, me defiendo —dijo con modestia.

Carla reparó de nuevo en su madre, que la observaba con una sonrisita enigmática. ¿Había descubierto cuáles eran sus sentimientos hacia Werner? Sintió que iba a sonrojarse de nuevo.

Entonces el coche se detuvo frente al edificio de una escuela y Werner salió.

—¡Adiós a todos! —dijo y echó a correr en dirección a la puerta de entrada al patio.

Ritter retomó la marcha, siguiendo la orilla sur del Landwehrkanal. Carla miró las barcazas y el carbón que transportaban cubierto de nieve, como montañas. Se apoderó de ella una sensación de decepción. Había logrado pasar más rato con Werner dejando entrever que necesitaban que las acompañaran en coche, pero luego había echado a perder la ocasión hablando de hockey sobre hielo.

¿De qué le habría gustado hablar con él? No lo sabía.

—Leí tu columna en
Der Demokrat
.

—Espero que te gustara.

—No me hizo mucha ilusión leer tus comentarios irrespetuosos sobre nuestro canciller.

—¿Crees que los periodistas deberían escribir con respeto sobre los políticos? —replicó Maud con alegría—. Eso es radical. ¡La prensa nazi también debería ser más educada con mi marido! Y eso no les gustaría.

—No me refería a todos los políticos, claro —dijo Franck, de malos modos.

Atravesaron el cruce de Potsdamer Platz, atestado de gente. Los coches y los tranvías pugnaban con los carros tirados por caballos y los peatones en un enjambre caótico.

—¿No es mejor que la prensa pueda criticar a todo el mundo por igual? —preguntó Maud.

—Es una idea maravillosa —concedió Ludwig—. Pero los socialistas vivís en un mundo de ensueño. Sin embargo, nosotros los hombres prácticos sabemos que Alemania no puede vivir solo de ideas. La gente debe tener pan, zapatos y carbón.

—Estoy de acuerdo —dijo Maud—. A mí no me vendría mal un poco más de carbón, pero quiero que Carla y Erik crezcan como ciudadanos de un país libre.

—Sobrevaloras la libertad, que no hace más feliz a la gente. Prefieren liderazgo. Quiero que Werner y Frieda y el pobre Axel crezcan en un país orgulloso y disciplinado, y unido.

—¿Y para ser un país unido necesitamos que unos matones vestidos con camisas pardas se dediquen a dar palizas a tenderos judíos ancianos?

—La política es dura. No podemos hacer nada al respecto.

—Al contrario. Tú y yo somos líderes, Ludwig, cada uno a nuestro modo. Nuestra responsabilidad es que la política sea menos dura, más honesta, más racional, menos violenta. Si no lo hacemos, fracasaremos en nuestro deber patriótico.

Herr Franck se enfureció.

Carla no sabía mucho de hombres, pero se había dado cuenta de que no les gustaba que las mujeres fueran dándoles lecciones acerca de sus deberes. Aquella mañana su madre debía de haberse olvidado de activar el interruptor de su encanto. Pero todo el mundo estaba tenso. Las cercanas elecciones los habían sumido a todos en un estado de gran crispación.

El coche llegó a Leipziger Platz.

—¿Dónde quieres que os deje? —preguntó herr Franck con frialdad.

—Aquí ya nos va bien —respondió Maud.

Franck golpeó el cristal que los separaba del chófer. Ritter detuvo el coche y se apresuró a bajar para abrir la puerta.

—Espero que Frieda mejore pronto —dijo Maud.

—Gracias.

Madre e hija bajaron del coche y Ritter cerró la puerta.

Aún quedaba un buen trecho para llegar a la redacción de la revista, pero era evidente que Maud no había querido permanecer más tiempo del estrictamente necesario en el coche. Carla esperaba que su madre no fuera a estar siempre enfadada con herr Franck ya que aquello pondría trabas a su relación con Frieda y Werner, algo que no soportaría.

Echaron a andar con paso rápido.

—Intenta no causar molestias cuando lleguemos a la redacción —le pidió su madre. El deje de súplica de su voz conmovió a Carla, e hizo que se avergonzara de ser la causante de esa preocupación, de modo que tomó la decisión de comportarse perfectamente.

Su madre saludó a varias personas durante el camino: llevaba escribiendo su columna desde que Carla tenía uso de razón, y era bien conocida entre los periodistas. Todos la llamaban «lady Maud», en inglés.

Cerca del edificio donde se encontraban las oficinas de
Der Demokrat
, vieron a alguien a quien conocían: el sargento Schwab. Había luchado con su padre en la Gran Guerra, y aún llevaba el pelo rapado, al estilo militar. Después de la guerra había trabajado como jardinero, primero para el abuelo de Carla y luego para su padre; pero había robado dinero del monedero de su madre, y su padre lo había despedido. Ahora lucía el feo uniforme militar de las tropas de asalto, los camisas pardas, que no eran soldados, sino nazis a los que habían concedido la autoridad de policía auxiliar.

—¡Buenos días, frau Von Ulrich! —dijo Schwab en voz alta, como si no se avergonzara lo más mínimo de ser un ladrón. Ni tan siquiera se tocó la gorra.

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