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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (17 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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—Misericordia, hermana, tráigame agua… —y no bien desapareció la aterrorizada joven, sor Sofronia, con expresión alucinada, ordenó a su discípula—: ¡Ve y hazlo!

Sebastiana se alzó las faldas y corrió por las galerías desiertas en aquellos minutos de oración. Abrió la puerta que llevaba a la cripta, tomó la candela que se mantenía encendida y bajó los escalones sosteniéndose con una mano del muro.

El recinto le producía miedo, y sólo entraba en sus profundidades cuando se sentía resguardada por la presencia de la maestra y del padre Thomas.

Dudó en bajar los últimos peldaños, pero el pensamiento de la religiosa que agonizaba, esperando, le dio el envión para abalanzarse sobre el cofre que contenía unos libros de medicina descartados por lo antiguos. Solamente la hermana Sofronia y el padre Thomas los consultaban; ninguna discípula se atrevía a hojearlos. Aunque no escrita, se la tenía por orden tácita.

Levantó la tapa y acomodó la flama en una esquina del mueble, que se alzaba del suelo sobre el poyo de la bóveda. De las quebradas losas del osario surgía una hedentina que ningún sahumerio podía disimular. La corrupción de los cuerpos privaba sobre el inquietante olor de hongos desconocidos y musgos anémicos.

Aterrada, imaginó que la sombra de su madre, atravesando la distancia entre el monasterio de las Teresas —donde estaba enterrada— y las polvorientas paredes de las Catalinas, se le acercaría por la espalda y la tomaría del cuello. «A la izquierda, a la izquierda», se repitió y, aturdida, arañó entre los viejos volúmenes, levantando un polvillo irritante que olía a ratón.

Sus movimientos nerviosos y descompaginados hacían temblar la llama, que dibujaba contornos alarmantes sobre las paredes mientras el sonido del papel desgarrado parecía surgir de las losas que mantenían a los muertos confinados bajo tierra. Gemía, aterrada, cuando dio con la obra: no era un libro, sino varios y atados con una cuerda vieja. Las letras de la tapa del primero bailaron ante su vista nublada, pero alcanzó a leer: Dioscórides Anazarb… y acomodando torpemente el desorden que había producido, tomó la candela, cayó la tapa con un ruido de tumba y corrió hacia el sol, hacia los corredores exteriores. Bajo la fuerte luz del mediodía, miró hacia la puerta que dejaba atrás y sintió como si hubiera escapado del Infierno.

Entró en la celda de sor Sofronia y se acercó a la cama con la respiración todavía entrecortada. Limpió el bulto con el revés de la falda y lo entregó a la religiosa, que lo abrazó, desmayándose sobre las almohadas.

—Adela fue por sor Gertrudis… —dijo cuando reaccionó—. Toma, que nadie sepa… —y extendió el atado, empujándolo contra el pecho de la joven.

Sebastiana dudó, pero en aquel momento se abrió la puerta y apareció la madre superiora seguida de la novicia y de una de las hermanas, experta en sangrar.

Sor Sofronia apretó sus dedos sobre el pulso de la joven y murmuró apasionadamente:

—Cuidado con el obispo… con el Santo Oficio…; no leas el último libro… El último… has de quemarlo…

Cayó hacia atrás y rogó: «¡Que Dios se apiade de mi espíritu, reza por mí, niña querida, reza por mí!», y cerró los ojos mientras clamaba: «¡Confesión!».

Echaron de la celda a Sebastiana, que se dejó estar en el banco del corredor, llorando y apretando los libros bajo el manto con tanta fuerza que luego le costó enderezar los dedos.

A su alrededor, todas tenían algo que hacer: una sacaba palanganas con sangre, otra daba bebedizos a la enferma, ésta llevaba agua bendita, la otra mandaba por el viático… Ella, sintiéndose inútil, caminó hasta su casa sollozando secamente. No encontró vecinos en la calle, pues era la hora de la comida. Negándose a hablar con Rafaela, fue a su habitación y se encerró con llave después de ordenar que nadie la molestara.

Rezó hasta que vinieron a decirle que sor Sofronia había expirado, pero que le permitirían visitar la capilla ardiente. Entonces preguntó, sollozando a gritos: «¿Quién le cerró los ojos?», y sintió en su corazón que debería haber sido ella.

Muerta y enterrada su preceptora y maestra, pidió el consentimiento de la madre superiora para «tapar» la sepultura, dentro de la iglesia, en la parte en que se enterraban las religiosas en ejercicio. Mediante aquello, Sebastiana se obligaba a mantener cuatro velas encendidas por el término de un año.

Llegado el viernes, practicó la abstinencia, y los tres días siguientes ayunó sin salir de su dormitorio, comunicándose mediante Rafaela y Belarmina, a quien había restituido su lugar de privilegio en la escala de la servidumbre.

Salió del duelo el día de Santa Catalina de Siena, presentándose en el monasterio para la festividad de la Santa Patrona.

Allí se enteró, por las beatas, de un nuevo conflicto que involucraba al doctor Mercadillo y al convento de las Teresas.

Resultaba que las religiosas habían negado la profesión a una novicia; era una mujer analfabeta y de mala salud, y no era costumbre de los conventos aceptar reclusas en tal estado.

La mujer o sus parientes habían acudido al obispo, que se empeñó en que se la admitiese de cualquier manera. Las monjas se dirigieron entonces al metropolitano que, para cuando don Manuel Mercadillo se enteró, había fallado a favor del convento.

El gobernador Zamudio, ni lerdo ni perezoso, escribió al rey acusándolo de tratarlas «de escandalosas, y otras palabras bien disonantes… siendo así que dichas religiosas… son ejemplares en virtud».

Cuando Sebastiana regresó del monasterio, encontró a todas sus tías comentando el escándalo y a su padre escuchando con afectuosa paciencia.

—Pues hoy fui a llevarles a las Teresas unos manteles para que me los bordaran, y Eufrasia, debería acostumbrarme a llamarla sor Paciencia, mi prima, ya sabes, me dijo que el mismo obispo se presentó a averiguar si eran ellas quienes habían escrito al metropolitano. ¿Pueden creer que las amenazó con preceptos, excomuniones y juramentos, además de intentar prohibirles la confesión con los padres jesuitas…?

—No sé de qué se sorprende, tía —contestó Rosario Becerra después de besar a Sebastiana—. Fray Manuel los supone vinculados con las Reverendas Madres en aquel juicio. ¿De dónde van a sacar las monjas luces para esos alegatos?

—Como sea —interrumpió doña Saturnina—, el buen señor ha privado de sus oficios…

—… y de voz activa y pasiva —se abalanzó doña Mariquena.

—… a la priora, a la subpriora y a la madre sacristana. ¿Qué dices a esto, Sebastiana?

—Seguramente ni se enteró, las Catalinas no sueltan prenda —intervino don Gualterio.

—¿Que las monjas no comentaron nada? —desconfió doña Mariquena.

—Entre ellas, quizá; conmigo, no —contestó la joven.

Cuando sus tías se retiraron, Sebastiana deambuló por los patios retomando el control de la casa.

Apaciguado finalmente el dolor, una noche recordó los libros que le había entregado la religiosa y, buscándolos, los desató y comenzó a hojearlos.

El primero decía, después del nombre del autor: Acerca de la Materia Medicinal, y de… (allí venían dos o tres palabras que habían sido borradas con lejía hasta transparentar la hoja). Traduzido de lengua griega, en la vulgar castellana, e illustrado con claras y substanciales annotationes, y con las figuras de innúmeras plantas exquisitas y raras, por el Doctor Andrés de Laguna, médico de Iulio III: Pont. Max.

Suspiró con alivio: era un libro de medicina, y no parecía, a pesar del sigilo con que su maestra se lo había hecho buscar, por la discreción con que se lo entregó y por la advertencia sobre el Santo Oficio, que pudiera tratar de algún tema peligroso para el alma.

Por muchas noches, las ranuras de la puerta filtraron la luz encendida hasta muy tarde. A la mañana, cuando echaban agua sobre sus manos, Sebastiana debía frotar con una piedra volcánica los dedos manchados con tinta. Las criadas se acostumbraron a ver, sobre una mesita, la bandeja de escritura, un cuaderno con costuras rústicas, pluma y arenilla.

De las confesiones

… No bien dejamos a los religiosos en la casa de Alta Gracia, pregunté en balde a Rafaela: «¿Trajiste la hierba?», porque ya la hediondez de sus flores me lo había advertido. Con esa sonrisa que me perturba (a veces creo reconocer a otra en ella), contestó en vascuence: «No te preocupes, palomita», y yo me eché sobre los almohadones, llena de angustia y todavía dudando.

Poco más adelante nos encontramos con el maestre de campo, y comprendí que el Destino, ya que no debía ser Dios, me daba la oportunidad de molestar a mi madre, y me atreví a rogarle, con modos de desamparo, que me acompañara hasta casa.

Cuando llegamos a la ciudad y nos detuvimos a su frente, me demoré entre una cosa y otra para dar tiempo a las criadas que avisaran a doña Alda. Y no bien ella pisó el umbral, dejé, a pesar del rechazo que sentía a que me tocaran, que el maestre de campo me asiera por la cintura para dejarme en tierra, dedicándole un gesto de agradecimiento; no tuve que mirar para saberla demudada.

Mi padre se descompuso al conocer la muerte de su nieto, y al verlo en tal dolor, le perdoné sus debilidades; mi madre, en cambio, me hizo ver: «No te reunirás con él en el Cielo, pues permanecerá por siempre en el Limbo». Después de tomarme unos segundos para disimular mis sentimientos, contesté: «Pero el padre Pío alcanzó a cristianarlo», y me guardé de toda demostración, de permitirle que volviera a desgarrar mi corazón, mientras una voz interior me decía: «Aun siendo tan malvada, le concediste su momento de compasión y no fue capaz de redimirse con una palabra de piedad. De modo que ha sido juzgada y encontrada culpable de la muerte de tu hijo y de tus vergonzosos padecimientos. Tu alma quedará limpia, pues no la matarás por mala pasión, sino por justicia. La sangre del inocente grita desde el Cielo, así que no eres una asesina, sino ejecutora de sentencias inapelables, la mano de más alto Juez».

Poco antes, yo había encontrado en la idea de envenenarla un fuerte motivo para seguir viviendo, pero a medida que mejoraba mi salud, la duda se inmiscuyó y a pesar del veneno que había juntado Rafaela, comencé a titubear.

Después de aquella conversación, me mostré triste aunque sin cólera, pero en cuanto entré en mi dormitorio Rafaela tuvo que traer varias bacinillas porque me atacaron terribles vómitos. Cuando terminé, agotada, me observé en el espejo y me asustó la expresión de mi rostro. Sentía la boca empastada con el amargor de la bilis, pero de alguna manera me puse en paz con lo que iba a hacer. Dormité, y al despertar le dije a Rafaela, que velaba: «Debemos ser cuidadosas». Ella rió con esa risa jocunda con que la he visto matar animales. «No irás a darme lecciones», se burló.

«Hay que hacerlo mientras el padre Thomas esté ausente —maquiné—. Temo que pueda darse cuenta. Y mejor sería si están fuera el boticario y el hermano Montenegro. Hay que sacar a mi padre de casa. No quiero que se sospeche de él». Por el matasanos que solían consultar cuando estaban ellos ausentes, me despreocupaba; era bruto en la materia.

Esa noche tramamos todo y no dejamos nada al azar, aunque el azar terminó por convertirse en cómplice, porque el padre Peschke viajó a la Candelaria, por las pampas del Ocompis, y el hermano Montenegro, de quien conseguí se llevara a mi padre de retiro espiritual, tuvo que ir a San Isidro.

Robamos el llavero de mi madre un día que salió de novenas, y en los arcones de su dormitorio encontré, cubierto por la ropa de cama, un botijo del licor de los frailes a medio consumir. Más abajo había otro sellado. Ocultándolo en mi guardainfante, retorné a mi pieza. Rafaela olisqueó el sello: era cera común, fácil de reponer. Del aro hurtó la réplica de las llaves que necesitábamos y yo devolví argolla y botijo a su lugar habitual.

Pero desistía yo nuevamente de mis intenciones cuando sucedió algo que determinó mi voluntad: fue que encontré a mi madre, mientras mi padre estaba en la casa de ejercicios, acostada con el maestre de campo: hablaban de asesinar a mi padre, y se exacerbó mi rencor cuando el ayudante de Lope de Soto se atrevió a sobresaltarnos, burlándose de nosotras. Me sentí insultada, furiosa, temerosa de mi pobre y afectuoso padre, y pedí al maestre de campo, a través de Maderos, que respetara mi hogar. Sabía que escucharía mi ruego, pues aunque estaba dispuesto a matar por mi madre, lo había oído reconocer que yo lo seducía.

Esperé que se cumplieran los cuarenta días para poder presentarme en la iglesia, y ese tiempo lo pasé mostrándome enfermiza, hasta que una noche fingí empeorar y no me senté a la mesa. Y durante el tiempo que duró la comida, en el brasero que habíamos llevado a mi dormitorio preparamos un cocido de mostaza mientras machacábamos en el almirez la sardonia con el vinagre hasta conseguir un elixir mortal. Al día siguiente, Rafaela disimuló los restos de la sardonia con los de la mostaza.

En cuanto a mí, me di por mejorada y visité el convento, saludando a la madre superiora, a mi querida hermana Sofronia y a todas las siervas y beatas. Se me llenó el corazón de congoja pensando en cuán distinta podría haber sido mi vida si se me hubiera permitido quedarme allí; mi niño estaría vivo, criado por aquellos buenos hortelanos, y yo a salvo de mi amargura.

Pedí pasar un tiempo con ellas, en retiro y trabajando en lo que fuera. Fui aceptada, pero antes de internarme, me dirigí a la habitación de mi madre y la miré a los ojos. Nunca lo había hecho; al principio porque temía su castigo, después, porque sus pupilas, tan negras, me daban escalofríos. Ella me observó, divertida ante mi atrevimiento. Entonces le dije: «Haría usted bien en dejar de beber a escondidas. Con tanta diligencia que pone en ocultar su vicio, un día se enfermará y nadie atinará a socorrerla».

La vi palidecer y su mirada se encendió como en relámpagos, pero había desaparecido de mi ánimo el temor que me paralizaba desde la infancia, porque ahora su vida estaba en mis manos, como antes la mía había estado en las suyas.

Abrió la boca y me lanzó una serie de frases que ni me preocupé en entender, y con desprecio, insistí: «Ese licor la llevará a la muerte, quizá no hoy, pero sí mañana». Luego me dirigí al monasterio, deseosa de encontrar paz para mi espíritu.

La hermana Sofronia estaba muy desmejorada; comprendí que apenas le quedaba vida y aprovechamos cuanto pudimos para estar juntas, ella enseñándome afiebradamente, yo deseando tener mayor entendimiento para atesorar cuanto me transmitía. A veces, en los descansos, me contaba anécdotas de mi niñez, cuando iba a catecismo, cuando me enseñaba latín, cosas que yo había olvidado. Hasta el día de hoy no sé si se había propuesto inventar mi memoria.

Una mañana vinieron a decirme que mi madre había muerto; regresé a casa y, con la excusa de quedarme a solas con el cuerpo, me encerré con llave. Había caído atravesada sobre la cama, la cabeza colgando hasta el suelo, el rostro distorsionado por una mueca sardónica, como si aun en la muerte se riera de mí. La mano, curvada como garra, se ceñía sobre el cuello del vestido, que había desgarrado en la desesperación por respirar. ¿O sería por el dolor? Me estremecí al comprender que debí estudiar, antes de proporcionar el veneno, la posibilidad de mezclarlo con otro bebedizo que amortiguara la crispación que hubiera podido dar, a un especialista en hierbas, indicios del mal.

Mandé por el médico y el juez, mientras una comedida se presentaba a preparar el cuerpo. Además de unas monedas, solía recompensarse el trabajo con ropa de la difunta. Ambrosía era una mujer enfermiza que a veces se prostituía por hambre; a ella entregué, entre varios, un vestido muy apreciado por mi madre, del color de la granada. La infeliz se parecía a doña Alda, y más de uno que en vida miró a ésta con lujuria satisfaría su antojo en ella. Después de todo, fue un acto de caridad y la pobre mujer me agradeció de sentimiento.

Cumplidos los trámites obligados, me dediqué a deshacerme de las cosas de mi madre, recuperando las mías, ya que por años me había despojado. Entre dos cortes de brocado, encontré un rollo de papeles que acreditaban su persona y su ascendencia, testamento, cesiones y legados. Quemé varios de éstos: broma inicua sería que los que me mandaron al sacrificio se vieran recompensados por eso.

Otros me parecieron menos importantes y los dejé a un lado para estudiarlos mejor.

Finalmente, hice echar abajo el jardín de peonías. Me la recordaban demasiado…

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