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Authors: Cristina Bajo

El jardín de los venenos (9 page)

BOOK: El jardín de los venenos
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7. Del círculo de Copérnico

«La astrología ‘judiciaria’ estudiaba la influencia de los astros sobre la vida de cada individuo; se creía que el destino de la persona dependía de la posición de su respectivo astro con relación al Sol, la Luna o los planetas».

Enciclopedia Salvat

Córdoba y Alta Gracia

De Adviento a Epifanía

Verano de 1702

La obra de la Catedral avanzaba con lentitud, pero la propiedad que el obispo Mercadillo levantaba para sí estaba muy adelantada. En la ciudad habían comenzado a llamarla «el palacio», no únicamente por ser sede prelaticia, sino también por la belleza que iba mostrando la construcción. En escuadra con el Cabildo, miraba con desaprobación hacia el otro lado de la plaza, donde estaban los afamados portales de Valladares, venta y posada que durante años fuera refugio de ocios del poeta Luis de Tejeda.

La ciudad no tenía paz con la discordia entablada entre el obispo y sus enemigos: el gobernador, los jesuitas, las monjas y los encargados del hospital de Santa Olalla.

Un nuevo mal descomponía el orden que imperaba en la Compañía: Su Ilustrísima, a pesar de que la Universidad de los ignacianos funcionaba perfectamente —bajo la protección del rey, los sellos y las firmas indispensables—, no daba crédito a la Real Cédula del 1.º de abril de 1664 y reclamaba para sí el privilegio de conceder los grados universitarios, despojando al padre rector de aquel privilegio. Luego, desoyendo protestas y mandatos, fundó en el colegio de los dominicos la Universidad de Santo Tomás de Aquino, haciendo saber que en adelante sólo a través de ellos se podrían obtener los grados académicos.

Los enfrentamientos, estancados hasta que llegaran los partes del rey de España, a quien había acudido la Compañía, volvieron a levantar una bandada de papeles sellados que, al serle presentados por los escribanos, sólo sirvieron para que el obispo excomulgara a los osados administrativos quienes, por ende, se negaron a aproximarse nuevamente ante él con algo semejante a un folio; debido a esto, el padre provincial no tuvo más remedio que pleitear a través de la Audiencia de Charcas.

Cada vez más molesto, el doctor Mercadillo decidió excomulgar a los padres rectores y pronto extendió esta medida a los alumnos que concurrieran al Monserrat y a las aulas universitarias. ¿Cómo empezar las clases, salvo dejando indefensas las almas de los jóvenes?

Después de cambiar ideas con el padre rector sobre la mejor forma de desenvolver sus clases, el padre Thomas volvió a instalarse en los altos de la botica, desde donde oyó llegar, horas después, a unos troperos que traían productos de Alta Gracia.

Bajó apresuradamente a pedir noticias sobre el matrimonio de Ordóñez de Arce, y se enteró de la verdad por un vecino que no conocía de eufemismos: don Julián tenía una concubina desde hacía años, Eleuteria, india que mantenía cerca del caserío y en quien había concebido una decena de hijos.

El sacerdote comprendió que, de ocurrirle algo a doña Sebastiana y al niño por nacer, parte de las propiedades pasarían a manos de Ordóñez, engrosando las que los Zúñiga le habían cedido. ¿Era de esperar, entonces, que el libertino resguardara la salud de la joven y del nonato? Pensó que una mala estrella parecía oscurecer el nacimiento de doña Sebastiana y, perturbado por la idea, se quitó el guardapolvo de trabajo y fue a la parroquia, donde descubrió que le habían dado el agua del socorro en el barco y el óleo en Córdoba. Con esos datos se dirigió a la quinta de Santa Ana acompañado por el hermano Hansen; una vez allí, caminaron entre el monte de frutales y hablaron con el hermano hortelano, que los convidó con unos quesillos frescos y un vino de Madeira. Dejó al joven en su compañía y ascendió las lomas que subían detrás de la capilla, donde el padre Alban, astrónomo, había levantado una pieza a modo de observatorio celeste. A mitad de la cuesta, se detuvo a contemplar la ciudad del otro lado del Calicanto. A la distancia, las torres de los templos componían el esbozo consolador de una ciudad mística, una ciudad más a tono con la Toledo que con la Córdoba de España. Le volvió la espalda y, en la paz de la tarde, ascendió hasta el reducto del padre Alban.

Éste, entre varias capacidades, interpretaba el círculo de Copérnico y leía en los astros; a semejanza de otro hermano de la orden —Nicolás Mascardi—, el padre Alban se gloriaba de haber sido discípulo nada menos que de Atanasio Kircker, el propulsor de la cátedra de matemáticas y de física en Würzburg. Si bien ya había pasado de moda, e incluso se la veía con desconfianza, él tenía una curiosidad cavilosa que lo instaba a investigar la relación de los hombres con los lejanos astros, relación demasiado confusa la mayor parte del tiempo, aunque en ocasiones se obtuvieran aciertos que conmovían la razón.

La visita del padre Thomas llenó de gusto al padre astrónomo, y después que aquél lo impuso de su preocupación, se acodó en un alto banco de trabajo a calcular la posición de las estrellas que habían determinado y determinarían la felicidad o desgracia de la persona de quien sólo conocía algunas fechas precisas.

El médico esperó, fijando la atención en el calendario solar compuesto de piezas superpuestas y giratorias que indicaba horas, días, meses y posición de la Luna, para pasar luego al planisferio copernicano. Y mientras él observaba la figura humana apresada entre dos triángulos de oro entrecruzados, el padre Alban, después de usar el compás, algunos instrumentos, sacar cuentas y ajustar cálculos, además de mordisquear la pluma, dijo que el sujeto (ignoraba quién era) había nacido bajo el signo del Sol —el León de San Marcos— y era fuego y predominante, con todas las buenas cualidades solares; las estrellas de su cielo predisponían al gozo, a la salud, a la buena fortuna, salvo…

—¿Salvo qué…? —se alarmó el médico.

—Que tiene, por la hora y el año en que nació, una fuerte influencia de Saturno… el Demonio de los Antiguos Arcanos —y se persignó, murmurando—: Capricornio el Astado, que vuelve a sus súbditos proclives a la venganza, a cierta tendencia extrema de los humores, a la sabiduría por el Mal.

—¿Se perderá, entonces?

—¿Quién lo sabe? Con esa disposición de las estrellas, el Demonio entra y sale a su gusto si encuentra una brecha en el individuo. Pero puede suceder también que el sujeto se incline por una vida mística… ¿No ha dado muestras de querer tomar los hábitos?

—Las ha dado, pero fuerzas terrenales superiores a sus posibilidades le han negado ese refugio.

—Grave error se ha cometido… —murmuró el astrónomo y, ajustándose las gafas, agregó—: Confiemos en que predomine la luminosidad del Señor, y no la oscuridad del Hades donde reina el Demonio con el nombre de Saturno.

Y con un último alzamiento de hombros, concluyó:

—Ya sabe usted que esto no es una ciencia exacta, y que hay un viejo lema que advierte: «Los astros influyen en nuestro destino, pero no lo deciden».

El padre Thomas le ayudó a poner orden en el estudio, cerraron y descendieron a rezar el rosario en la pequeña capilla del bajo. Un perfume a hierbas, a frutas caídas que se descomponían en el suelo, el sonido del agua y de las herramientas que se limpiaban antes de ser guardadas, el balar de algunos animales, intensificaban la beatitud del atardecer de diciembre.

A fines de enero, el padre Thomas viajó a Alta Gracia con la intención de atender al padre estanciero, quien padecía de fiebres tercianas, secuela de sus misiones en la Malasia. Debía también inspeccionar la parte sanitaria e higiénica del lugar, hacer el inventario de la farmacia y curar a los enfermos, así fueran religiosos, esclavos, peones o vecinos.

La estancia, bordeada por un arroyo tributario del río Anisacate, distaba sólo seis leguas de Córdoba y se asentaba al pie de la vertiente oriental de la Sierra Chica.

Los jesuitas se encontraron dueños de aquella extensa heredad cuando, en 1643, su propietario —Alonso Nieto de Herrera— se la otorgó, agregando dos estancias menores con todos sus bienes al entrar en la orden como hermano coadjutor. Decían que a él se le debía el nombre de «Nuestra Señora de Alta Gracia» y el haber mandado tallar y colocar, en la portada del edificio, dos piedras de sapo labradas en cuadro «de las que salen, en cada una, una pirámide, y éstas tienen esculpidas el año de 1659».

En unos cincuenta años, Alta Gracia se había transformado en un rico establecimiento fabril, agrícola y ganadero, que proveía toda clase de productos al Colegio Máximo y a las dependencias de la Compañía.

Ya se había comenzado a levantar la sacristía y el templo llamaba la atención a quienes vieran los planos, pues la iglesia, de un mesurado barroquismo, no tendría torres. En cuanto a la casa-vivienda, era magnífica, de buena construcción, y contaba con letrinas amplias y cómodas, no sólo para los religiosos sino que, fuera de la casa, las había también para los trabajadores.

En el cercano obraje se trabajaba en talleres de carpintería y de herrería; había un horno para quemar piedras de cal, otro para ladrillos, telares, jabonería, bodegas y prensas. Algo separados, se encontraban los almacenes de provisiones y accesorios de tiendas, las oficinas, la barbería y la botica con dispensario donde se atendían las dolencias de propios y extraños.

Un padre ingeniero había diseñado el tajamar y el paredón con que se defendían de las crecidas cuando los ríos bajaban tronando en la temporada de lluvia. Dos poderosos saltos de agua, también de su ingenio, movían los molinos harineros y el batán para desengrasar y enfurtir los paños. Hacia la parte más propicia del terreno, se abrían huertas, viñedos, sementeras y cañaverales.

Millones de años antes, cuando la tierra era todavía un organismo en formación, alguna fuerza había dislocado los montes, empujándolos hacia el oriente, suavizando las laderas del este y levantando las abruptas paredes del oeste. Así se formaron valles, bolsones, llanos y campos que distinguían aquella región de las tierras de cualquier otra zona de la provincia.

Como en cada viaje, el padre Thomas respiró con gusto el aire limpio de miasmas. Sólo al salir de la ciudad comprendía cómo el olfato se acostumbraba a soportar el olor de las aguas servidas, de los grandes albañales que cada tanto gestaban alguna peste, del matadero más o menos cercano, del guano y los desperdicios de las plazas de carretas, y de la curtiembre que él y otros médicos habían tratado, en vano, de desplazar del centro de la ciudad. Sin contar la pestilencia de la descomposición de los cadáveres enterrados en las naves de las iglesias.

Llegaba a Alta Gracia en carreta, acompañado por dos padres ancianos que iban a pasar el verano, más fresco y saludable que en la ciudad, y el hermano Hansen, que atendería por el momento la botica de la estancia, donde se entregaban gratuitamente remedios a los pobres. Fueron recibidos con alegría, y todos los de la congregación que no estuvieran lejos se acercaron a saludarlos. Varios esclavos, los más aquerenciados a la casa, y antiguos peones —indios o mestizos—, que gozaban de cierto privilegio, se arrimaron con grandes sonrisas. Algunos de los niños a los que él había curado en anteriores visitas lo reconocieron y corrieron a darle la bienvenida.

Después de informar al padre estanciero el estado en que se encontraba el litigio con el obispo, que coartaba con autos y excomuniones lo que hasta entonces habían sido prerrogativas no discutidas de la Sociedad de Jesús, comentaron con preocupación qué debían hacer: ¿Dejar sin sacramentos a la gente que acudía a ellos? ¿Negar la extremaunción a los enfermos, que no soportarían el viaje hasta algún poblado donde hubiera sacerdotes de otra orden? ¿Pedir a éstos que viajaran hasta donde se encontraba el moribundo? El tiempo empleado en ir y volver con un confesor era extremadamente largo para quien expiraba. ¿Y la doctrina con que sostenían la fe de los esclavos, de los peones? ¿Las fiestas religiosas que quebraban semanas y meses de trabajo, donde había, en alguna medida, una confraternidad de clases, una hermandad en las creencias? El rey y la Audiencia estaban harto lejos. ¿Cuántos meses pasarían hasta que el soberano y los jueces los reafirmaran en los derechos que, como religiosos, gozaban; cuántos fieles y familiares —esclavos y trabajadores de la orden— morirían sin asistencia, desesperando de la salvación de sus almas? ¿Cuántos niños se verían condenados al limbo por no recibir el bautismo? ¿Cuántas parejas se darían a la amistad ilícita ante la dificultad para que se bendijera su matrimonio? Cuando terminaron de sopesar estas preocupaciones, el padre Thomas se dirigió, por el claustro que daba al naciente, hacia el mirador, que era uno de sus sitios preferidos. Se acodó en el poyo a contemplar un paisaje admirable: al poniente, el murallón de las sierras —manchadas ocasionalmente por alguna calera— se recortaba sobre un cielo de nubes blanquísimas, de visos plateados con un toque de mica negra. Hacia el llano, el sereno tajamar contenido entre paredes de piedra temblaba con el movimiento de algún animal acuático o la caída de una hoja. En esa época, otros años, todo habría sido verde y se habrían visto animales lustrosos y gordos paciendo bajo los altos árboles, pero la sequía de aquel año, aunque todavía no era dramática, amarilleaba el pasto y quitaba fuerza a las cascadas que abastecían el tajamar.

Contempló la grandiosa inmensidad del valle, donde apenas se podía vislumbrar el confín de las vastísimas tierras de la estancia, donde se multiplicaba por miles la hacienda grande y pequeña. Se mantuvo quieto, el libro de oraciones en las manos pero la mirada en la lejanía, hasta que oyó sonar la barra de hierro con que se llamaba a los que trabajaban en el campo: hasta ellos había llegado la voluntad del obispo con la orden de retirarles las campanas.

Sólo recordó que la hija de Zúñiga vivía cerca cuando un comensal nombró a Ordóñez, y entonces preguntó por ella. No escapó a su perspicacia el cruce de miradas, las frases a medias, hasta que el padre Pío, amurallado en que era vasco y torpe, además de anciano y bocón, soltó:

—¿Y qué ha de ser della, si el marido le da muy mal pasar, aparte de escandalizar a todos con su barragana india y esa tribu de mestizos que ha formado? ¿El obispo no piensa acabar con la vergüenza de ese apocilgamiento? ¿Con qué autoridad podemos predicar a los humildes para que santifiquen sus vínculos, si los terratenientes hacen lo que les viene en gana y la Iglesia mira para otro lado? Es ejemplo de vicios el asturiano aquel; está ebrio la mayor parte del tiempo con esa «chicha» que enloquece a los cristianos y cuando llega a la casa, saciado de fornicar y ahíto de bebida, acude a aquella pobre de su esposa con un azote. De milagro a doña Sebastiana no se le ha malogrado el hijo, porque el malvado hace lo posible para que lo aborte.

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