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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (10 page)

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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Bel-Tran se felicitó por su prudencia; afortunadamente se rodeaba de eficaces precauciones y sobornaba a bastantes funcionarios para permanecer fuera de alcance, fuera cual fuese la naturaleza del ataque y su origen. El visir había fracasado y volvería a fracasar. Aunque averiguara ciertas estrategias, Pazair obtendría sólo irrisorias victorias.

Bel-Tran era seguido por tres servidores que llevaban los regalos destinados a Silkis: un costoso ungüento para engrasar y perfumar los cabellos de sus pelucas; un cosmético compuesto de polvo de alabastro, miel y natrón rojo, que suavizaría su piel; una buena cantidad de comino de primera calidad, remedio contra las indigestiones y los cólicos.

La camarera de Silkis parecía despechada. A Bel-Tran debería haberle recibido su esposa, y darle un masaje en los pies.

—¿Dónde está?

—Vuestra esposa está acostada.

—¿Qué le pasa ahora?

—Los intestinos.

—¿Qué le habéis dado?

—Lo que me ha pedido: una pequeña pirámide rellena con dátiles y una infusión de cilantro. La medicación no le hace efecto.

La habitación había sido aireada y fumigada; Silkis, muy pálida, se retorcía de dolor. Cuando vio a su marido hizo algunos melindres.

—¿Qué excesos has cometido ahora?

—Ninguno, una simple golosina… Mis males se agravan, querido.

—Mañana por la noche tendrás que estar de pie, y radiante; he invitado a varios jefes de provincia y tendrás que hacer los honores.

—Neferet sabría cuidarme.

—Olvida a esa mujer.

—Me prometiste que…

—No te prometí nada. Pazair no se doblega; prosigue empecinadamente el combate, el muy fantoche. Implorar a su esposa sería una debilidad por nuestra parte, una debilidad inaceptable.

—¿Ni siquiera para salvarme?

—No estás tan enferma. Se trata de una simple indisposición. Llamaré ahora mismo a varios médicos; piensa sólo en estar bien mañana por la noche y en seducir a unos hombres importantes.

Neferet conversaba con un anciano de piel curtida y arrugada; voluble, le mostraba un recipiente de terracota hacia el que la muchacha se inclinaba con interés.

Al acercarse, Pazair reconoció al apicultor, que había sido injustamente condenado al penal de donde él lo había sacado.

El anciano se levantó y saludó.

—¡Visir de Egipto! ¡Qué alegría veros…! Entrar en vuestra casa no ha sido tarea fácil. Me han hecho mil preguntas, han comprobado mi identidad e, incluso, registrado mis recipientes de miel.

—¿Cómo están las abejas del desierto?

—Estupendamente; por eso estoy aquí. Probad este celestial alimento. Los dioses, a quienes el mal comportamiento de los humanos amargaba a menudo, recuperaban la alegría comiendo miel, según afirmaban las leyendas. Cuando habían caído a la tierra, las lágrimas de Ra se habían transformado en abejas, alquimistas encargadas de convertir la vegetación en oro comestible.

El sabor sorprendió a Pazair.

—Nunca vi una cosecha semejante —indicó el apicultor—. En cantidad y en calidad.

—Todos los hospitales recibirán su provisión —intervino Neferet—, y conseguiremos abundantes reservas.

Excipiente suavizante, la miel era utilizada en terapéutica del ojo, para cuidar los vasos y pulmones, servía en ginecología y entraba en la composición de numerosos remedios. Los enfermeros la utilizaban en la mayor parte de los apósitos.

—Espero que la médico en jefe del reino no quede cruelmente decepcionada —añadió el anciano.

—¿Qué temes? —preguntó Pazair.

—Las noticias circulan de prisa; desde que se conoce la abundancia de la cosecha, la porción del desierto donde trabajo con mis ayudantes ya no está tan tranquila como antaño. Nos observan mientras tomamos los fragmentos de panal e introducimos la miel en jarras selladas con cera. Cuando nuestra tarea haya terminado, temo que nos ataquen y desvalijen.

—¿No os vigila la policía?

—Efectivos insuficientes; mi cosecha supone una verdadera fortuna y serían incapaces de defenderla.

Sin duda, Bel-Tran debía de estar informado; privar a los hospitales de aquella sustancia provocaría una grave crisis.

—Avisaré a Kem; el transporte se realizará con absoluta seguridad.

—¿Sabes qué día es hoy? —interrogó Neferet.

Pazair se mantuvo silencioso.

—La antevíspera de la fiesta del jardín.

El rostro del visir se iluminó.

—La diosa Hator habla por tu voz; vamos a distribuir felicidad.

La mañana de la fiesta del jardín, las prometidas y las recién casadas plantaron un sicómoro en los jardines. En las plazas de las ciudades y los pueblos, a orillas del río, se regalaban pasteles y ramilletes de flores, y se bebía cerveza. Tras haberse frotado con ungüento, las hermosas bailaron al son de las flautas, las arpas y los tamboriles. Muchachos y muchachas hablaron de amor, los ancianos cerraron los ojos.

Cuando los escribas entregaron a los alcaldes las jarras de miel, los nombres del visir y del faraón fueron aclamados. ¿No era la abeja uno de los símbolos del rey de Egipto? De excesivo precio para la mayoría de las familias, el oro comestible era un sueño casi inaccesible. Un sueño que podrían saborear durante aquel día de fiesta, celebrado bajo la protección de Ramsés el Grande.

Desde su terraza, Neferet y Pazair oían encantados los ecos de los cantos y las danzas. Las bandas armadas que se disponían a atacar los convoyes de miel habían sido detenidas por la policía. El viejo apicultor banqueteaba con sus amigos, afirmando que el país estaba bien gobernado y que la miel de la fiesta disiparía la desgracia.

CAPÍTULO 14

E
l oasis estaba destruido. Palmeras decapitadas, acacias destrozadas, troncos partidos, ramas arrancadas, manantial cegado, dunas despanzurradas, montículos de arena cubriendo todas las pistas… Los alrededores eran sólo desolación.

Cuando Suti entreabrió los ojos no reconoció su puerto de paz y se preguntó si habría llegado a las regiones tenebrosas, donde no penetra el sol. Flotaba en el aire tanto polvo amarillento que la luz no conseguía penetrarlo.

En su hombro izquierdo despertó el sufrimiento, en el lugar herido por el filo del hacha; extendió las piernas, tan doloridas que le parecieron rotas. Pero sólo estaban arañadas. A su lado había dos nubios aplastados por el tronco de una palmera. Uno de ellos, en una irrisoria rigidez, blandía todavía su puñal.

¿Dónde estaba Pantera? Aunque sus pensamientos estuvieran enmarañados, Suti recordó el ataque de los nubios, el inicio de la tempestad, la violencia del viento, la súbita locura del desierto. Ella estaba a su lado cuando la borrasca los había separado. A cuatro patas, jadeante, excavó.

La libia había desaparecido. No renunció; no abandonaría aquel maldito lugar sin la mujer que le había devuelto la libertad.

Registró cada rincón, movió otros cadáveres de negros y levantó una enorme palmera. Pantera parecía una muchacha dormida, soñando con un apuesto cortejador.

No había en su cuerpo desnudo rastro de herida, aunque luciera un soberbio chichón en la nuca. Suti le dio un masaje en los globos oculares haciéndola volver suavemente en sí.

—¿Estás… vivo?

—Tranquilízate, sólo estás aturdida.

—¡Mis brazos, mis piernas!

—Doloridos, pero intactos.

Infantil, la muchacha lo abrazó.

—¡Pronto, salgamos de aquí!

—No sin agua.

Durante largas horas, Suti y Pantera trabajaron para despejar el pozo. Tuvieron que limitarse a un agua lodosa y acre, con la que llenaron dos odres. Luego, Suti fabricó un nuevo arco y unas cincuenta flechas. Tras un sueño reparador, vestidos con los harapos tomados de los cadáveres para protegerse del frescor nocturno, partieron hacia el norte, bajo el manto de la noche estrellada.

La resistencia de Pantera dejaba pasmado a Suti. Haber escapado de la nada le proporcionaba una nueva energía, el empeño de reconquistar su oro y ser una mujer acomodada, respetable y respetada, capaz de satisfacer todos sus caprichos. No creía en otro destino que el que ella misma se fabricaba, segundo a segundo, y desgarraba el tejido de su existencia a mordiscos, proclamando la desnudez de su alma con perfecto impudor. No temía nada salvo su propio miedo, al que ahogaba sin piedad.

Sólo autorizaba algún breve alto, velaba por las raciones de agua, elegía la dirección y el camino, en un caos de rocas y dunas. Suti se dejaba guiar, absorto por aquel conmocionado paisaje; actuaba en él como si fuera un hechizo y lo llenaba con su magia. Resistir habría sido inútil; viento, sol y calor creaban una patria cuyos contornos apreciaba.

Pantera permanecía siempre alerta; al aproximarse a las líneas egipcias aumentó su vigilancia. Suti se puso nervioso; ¿no estaría alejándose de la verdadera libertad, de la inmensidad donde le gustaba vivir con la nobleza del antílope?

Mientras llenaban sus odres en un manantial, señalado por un círculo de piedras, aparecieron más de cincuenta guerreros nubios, armados con palos, espadas cortas, arcos y hondas, y los rodearon. Ni Pantera ni Suti los habían oído acercarse.

La libia apretó los puños; fracasar así la trastornaba.

—Luchemos —murmuró.

—Es inútil.

—¿Qué recomiendas?

Suti volvió lentamente la cabeza: no había posibilidad de fuga. Ni siquiera habría tenido tiempo de tensar el arco.

—Los dioses prohíben el suicidio; si lo deseas, te estrangularé antes de que me destrocen el cráneo. Te violarán del modo más abominable.

—Los exterminaré.

El cerco se cerró.

Suti decidió abalanzarse contra dos colosos que avanzaban uno junto a otro; al menos, moriría combatiendo.

Un nubio de edad avanzada lo interpeló.

—¿Exterminaste tú a nuestros hermanos?

—El desierto y yo.

—Eran valientes.

—Yo también lo soy.

—¿Cómo lo hiciste?

—Mi arco me salvó.

—Mientes.

—Déjame utilizarlo.

—¿Quién eres?

—Suti.

—¿Egipcio?

—Sí.

—¿Qué buscabas en nuestro país?

—Me he fugado de la fortaleza de Tjaru.

—¿Fugado?

—Estaba prisionero.

—Sigues mintiendo.

—Me habían encadenado a una roca, en medio del Nilo, para servir de cebo a tus semejantes.

—Eres un espía.

—Me ocultaba en el oasis cuando los tuyos se lanzaron al ataque.

—Si la gran tempestad no se hubiera producido, te habrían vencido.

—Ellos han muerto, yo vivo.

—Eres orgulloso.

—Si pudiera enfrentarme con vosotros, uno a uno, te demostraría que mi orgullo está justificado.

El nubio miró a sus compatriotas.

—Tu desafío es despreciable; has matado a nuestro jefe en el oasis y me has obligado a ponerme a la cabeza de nuestro clan, a mi, un anciano.

—Permite que me bata con tu mejor guerrero y devuélveme la libertad si salgo vencedor.

—Combate contra todos.

—Eres un cobarde.

La piedra brotó de una honda e hirió a Suti en la sien; medio aturdido, se derrumbó. Los dos colosos se acercaron a Pantera; ella los desafió con la mirada y no retrocedió ni una pulgada. Le arrancaron las ropas y el harapo que ocultaba sus cabellos.

Atónitos, retrocedieron.

Con los brazos colgantes, Pantera no ocultó sus pechos ni los rubios rizos de su sexo; regia, avanzó.

Los nubios se inclinaron.

Los ritos en honor de la diosa rubia duraron toda la noche; los guerreros habían reconocido a la terrorífica criatura cuyo poder alababan los ancestros. Procedente de la lejana Libia, derramaba, al albur de sus cóleras, epidemias, cataclismos y hambruna.

Para apaciguarla, los nubios le ofrecieron alcohol de dátil, serpiente cocida a la brasa y ajo fresco, eficaz contra las picaduras de serpientes y escorpiones. Danzaron alrededor de Pantera, coronada de palmas y ungida con aceite aromático; hacia ella ascendieron plegarias que brotaban del fondo de las edades.

Olvidaron a Suti; como los demás, era el servidor de la diosa rubia. Pantera representó perfectamente su papel; concluida la fiesta, tomó el mando de la pequeña tropa, ordenó a los exploradores que rodearan la fortaleza de Tjaru y siguieran una pista hacia el norte. Con gran sorpresa por su parte, los soldados egipcios se habían encerrado detrás de los muros y hacía varios días que no patrullaban.

Hicieron un alto al pie de un espolón rocoso, al abrigo del sol y del viento; Suti se acercó a Pantera. Había bajado de su silla de manos, llevada por cuatro entusiastas mocetones.

—No me atrevo a levantar hasta ti los ojos.

—Haces bien, te destriparían.

—No soporto esta situación.

—Estamos en el buen camino.

—Pero no del modo adecuado.

—Sé paciente.

—Eso no va conmigo.

—Un poco de esclavitud lo mejorará.

—Ni lo pienses.

—Nadie puede escapar al poder de la diosa rubia.

Furibundo, Suti se entrenó con sus nuevos compañeros a tirar con honda; como se mostró bastante diestro, se ganó su estima. Algunas sesiones de lucha con las manos desnudas, de las que salió vencedor, les reafirmaron aquella opinión favorable, definitivamente asentada por una demostración de tiro con arco. Nació una amistad entre guerreros.

Tras la cena, los nubios hablaban de la diosa de oro, llegada para enseñarles música, danza y los juegos del amor. Mientras los narradores adornaban el mito, dos hombres, separados del grupo, encendieron un fuego para calentar un bote que contenía cola fabricada con grasa de antílope. Cuando la temperatura fue suficiente, la sustancia se hizo líquida; el primero mojó en ella un pincel, el segundo le presentó una placa de cinturón hecha con madera de ébano. Meticuloso, su compañero extendió la cola. Suti bostezó; cuando iba a alejarse, una luz brilló en las tinieblas. Intrigado, se dirigió hacia los dos hombres; el que manejaba el pincel, muy concentrado, ponía en la hebilla una hoja metálica.

El egipcio se inclinó; sus ojos no le habían engañado. Se trataba de una hoja de oro.

—¿De dónde lo has sacado?

—Es un regalo de nuestro jefe.

—¿Y quién se lo había dado a él?

—Cuando regresaba de la ciudad perdida, traía joyas y placas como ésta.

—¿Conoces su emplazamiento?

—Yo no; el viejo guerrero, sí.

Suti lo despertó y le hizo dibujar un plano en la arena; luego reunió a la pequeña banda alrededor de la hoguera.

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