El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (7 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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El antiguo visir dio nombres y precisiones.

—Sed muy escrupuloso cuando deis testimonio de vuestra acción ante el faraón; Ramsés el Grande tiene una aguda inteligencia. Quien intente engañarlo, fracasará.

—Me gustaría consultaros en caso de dificultad.

—Siempre seréis bienvenido, aunque mi hospitalidad no es tan suntuosa como la vuestra.

—Cuenta más el corazón que la apariencia; ¿ha mejorado vuestra salud?

—Vuestra esposa es una médica excelente, pero a veces soy un paciente indisciplinado.

—Cuidaos.

—Estoy un poco cansado; ¿permitís que me retire?

—Antes de hacer que os acompañen, debo confesaros que he visto a vuestra hija.

—De modo que sabéis…

—Neferet me pidió que interviniera; nada me lo impedía.

Bagey pareció contrariado.

—No se trata de un privilegio —insistió Pazair—; un antiguo visir merece consideración. Me correspondía resolver el conflicto.

—¿Cómo ha reaccionado mi hija?

—El proceso no se celebrará. Conservaréis vuestra casa y ella construirá la suya gracias a un préstamo que yo he garantizado. Satisfecho su más caro deseo, la armonía reinará de nuevo en vuestra familia. Pronto vais a ser… abuelo.

La severidad de Bagey desapareció; no pudo ocultar su emoción.

—Me ofrecéis muchas alegrías al mismo tiempo, visir Pazair.

—Es muy poco si se compara con vuestra ayuda.

CAPÍTULO 10

E
l gran mercado de Menfis era una fiesta cotidiana donde se cambiaban tantas palabras como mercancías. Los comerciantes, entre los que se hallaban mujeres de inagotable labia, gozaban de un lugar fijo. Se practicaba el trueque con muchas discusiones y gestos, y aunque a veces subiera el tono, las transacciones concluían siempre con buen humor.

El jefe de policía, acompañado por su babuino, deambulaba de buena gana por la gran plaza; la presencia de
Matón
evitaba los robos, su dueño aguzaba el oído para sorprender fragmentos de conversación que reflejaban el estado de ánimo de la población e interrogaba discretamente a algunos informadores mediante un código.

Kem se detuvo ante un vendedor de conservas; buscaba una oca preparada para asarla, metida en una jarra tras haber sido secada y salada. El mercader, sentado en una estera, mantenía la cabeza gacha.

—¿Estás enfermo?

—Es mucho peor.

—¿Te han robado?

—Mirad mi mercancía y lo comprenderéis.

Fabricadas con arcilla del Medio Egipto, decoradas con guirnaldas de flores y pintadas de un azul luminoso, las jarras utilizadas para la conservación de los alimentos resultaban de notable eficacia. Kem examinó las inscripciones: agua, vino, pero no había ninguna de carne.

—No me la han servido —confesó el comerciante—; es un desastre.

—¿Explicaciones?

—Ninguna. El transportista ha viajado de vacío; ¡jamás había sufrido semejante miseria!

—¿Algún caso parecido?

—¡Todos mis colegas! Algunos han podido vender los restos que les quedaban, pero nadie ha sido abastecido.

—Tal vez se trata de un simple retraso.

—Si no nos lo entregan mañana, os prometo un motín.

Kem no tomó el incidente a la ligera; nadie, rico o modesto, aceptaría semejante perturbación. La gente acomodada exigía carne para sus banquetes; los más humildes, pescado seco. El nubio se dirigió pues a los almacenes donde se centralizaban las jarras de carne.

Con las manos cruzadas a la espalda, el responsable contemplaba el Nilo.

—¿Qué ocurre?

—Hace ocho días que no llega mercancía.

—¡Y no lo habéis comunicado!

—Claro que sí.

—¿A quién?

—Al funcionario del que dependo: el encargado de salazones.

—¿Dónde puedo encontrarlo?

—En su taller, junto a los mataderos del templo de Ptah.

Los matarifes discutían mientras bebían cerveza dulce. Por lo general, desplumaban las ocas y los patos colgados de una larga pértiga, los vaciaban, los salaban y los ponían en conserva en grandes jarras etiquetadas.

—¿Por qué estáis sin hacer nada? —preguntó Kem.

—Tenemos animales y jarras —respondió uno de ellos—, pero no sal. No sabemos nada más; dirigíos al responsable.

El encargado de la salazón, un hombrecillo rechoncho y casi calvo, estaba jugando a los dados con su ayudante. La aparición del jefe de policía y de su babuino le quitó las ganas de distraerse.

—No soy culpable —declaró con voz temblorosa.

—¿Os he acusado, tal vez?

—Si estáis aquí…

—¿Por qué no entregáis a los matarifes la sal que necesitan?

—¡Porque no tengo!

—Explicaos.

—Dispongo de dos fuentes de avituallamiento: el valle del Nilo y los oasis. Tras los grandes calores del verano, la espuma del dios Seth se solidifica en la superficie del suelo, junto al río. La tierra está cubierta de una capa blanca. Esta sal contiene fuego peligroso para las piedras de los templos; se recoge sin tardanza y se almacena. En Menfis utilizamos también la sal recogida en los oasis, pues fabricamos muchas conservas. Hoy, ya nada…

—¿Por qué?

—Los depósitos de sal del Nilo han sido sellados y ya no llegan las caravanas de los oasis.

Kem corrió a casa del visir, cuyo despacho estaba invadido por una decena de altos funcionarios coléricos. Cada uno de ellos quería hablar más alto que los demás; una deplorable cacofonía les servía de discurso. Finalmente, tras la firme intervención de Pazair, hablaron uno tras otro.

—¡Se paga el mismo precio por una piel no trabajada que por una piel trabajada! Los artesanos amenazan con dejar el trabajo si no intervenís para restablecer la diferencia.

—Las azadas entregadas a los cultivadores del dominio de la diosa Hator no sólo son defectuosas o frágiles, sino que, además, su precio se ha doblado. ¡Cuatro
deben
[4]
en vez de dos!

—El más modesto par de sandalias cuesta tres
deben
, ¡el triple de su precio normal!; y no hablo de piezas lujosas.

—Una oveja: diez
deben
en vez de cinco; un buey cebado: doscientos en vez de cien. Si esta locura prosigue, no podremos alimentarnos.

—La pierna de toro resulta inabordable, incluso para los ricos.

—¡Y no hablemos de los recipientes de bronce y cobre! Mañana tendremos que cambiar todo un guardarropa para comprar uno solo.

Pazair se levantó.

—Calmaos, os lo ruego.

—¡Visir de Egipto, este aumento de los precios es insoportable!

—Lo admito, pero ¿quién lo ha provocado?

Los altos funcionarios se miraron mutuamente; el más indignado tomó la palabra.

—Pero… ¡vos mismo!

—¿Mi sello ha sido colocado en directrices que apuntan en ese sentido?

—No, el vuestro no, el de la Doble Casa blanca. ¿Cuándo se ha visto que un visir esté en desacuerdo con su ministro de Economía?

Pazair comprendió el punto de vista de sus interlocutores. La trampa tendida por Bel-Tran era hábil: inflación artificial, descontento de la población, el visir acusado.

—He cometido un error y lo rectificaré; preparad un baremo de precios adecuado a la normalidad, lo ratificaré. Los aumentos excesivos serán sancionados.

—¿No sería preciso… cambiar el valor del
deben
?

—No es necesario.

—¡Los comerciantes se quejarán! Estaban enriqueciéndose gracias a este error.

—Su prosperidad no me parece comprometida. Apresuraos, os lo ruego; mis mensajeros irán mañana mismo a pueblos y ciudades para proclamar mis decisiones.

Los altos funcionarios se inclinaron y se retiraron. Kem contempló el gran despacho, lleno de estanterías que se doblaban bajo el peso de papiros y tablillas.

—Si comprendo bien —dijo el nubio—, nos hemos librado de una buena.

—Lo supe ayer por la noche —reveló Pazair—. He trabajado desde entonces para contener esa devastadora oleada. Bel-Tran intenta enojar a todo el mundo, demostrar que hago una política desastrosa y que el faraón ya no dirige el país. Evitaremos la catástrofe, pero comenzará de nuevo favoreciendo algunos oficios. Su objetivo es dividir, oponer los ricos a los pobres, esparcir el odio y utilizar en su beneficio esta energía negativa; deberemos mantener una vigilancia incesante. ¿Me traéis buenas noticias?

—Me temo que no.

—¿Un nuevo drama?

—No sirven sal.

Pazair palideció. La población podría carecer de conserva, de carne y pescados secos, los alimentos más corrientes.

—Sin embargo, la recolección fue abundante.

—Se han sellado las puertas de los almacenes.

—Vayamos a abrirlas.

Los sellos tenían el nombre de la Doble Casa blanca; en presencia de Kem y de dos escribas, el visir los rompió. Inmediatamente se levantó y firmó un acta. El propio encargado de la sal abrió las puertas.

—¡Qué humedad!

—La sal fue mal recogida y mal almacenada —comprobó Kem—; la mojaron con agua corrompida.

—Que la filtren —ordenó Pazair.

—No podrá salvarse casi nada.

Furioso, Pazair se volvió hacia el encargado.

—¿Quién ha estropeado la sal?

—Lo ignoro. Cuando Bel-Tran la examinó la consideró inadecuada para el consumo y la conservación de los alimentos. Se redactaron informes con todos los requisitos exigidos.

El hombre temblaba ante la penetrante mirada del babuino; realmente no sabía nada más.

El servicio encargado del comercio con los oasis era un anejo del departamento de Estado que se ocupaba de las relaciones con los países extranjeros; aunque pertenecieran a territorio egipcio desde las primeras dinastías, aquellos lejanos parajes seguían resultando misteriosos para los habitantes del valle. Pero producían natrón, indispensable para la higiene y la momificación, y una sal de excelente calidad. Caravanas de asnos recorrían sin cesar las pistas, transportando pesados y preciosos fardos.

Un ex cazador de beduinos salteadores había sido puesto a la cabeza de aquella administración; con el rostro arrugado por el sol, la cabeza cuadrada y un poderoso pecho, conocía el valor del esfuerzo y del peligro.

La presencia del babuino lo inquietó.

—Sujetad a ese animal; sus cóleras son temibles.


Matón
ha prestado juramento —respondió Kem—; sólo la toma con los delincuentes.

El encargado de los oasis se ruborizó.

—Nadie ha puesto nunca en duda mi honestidad.

—¿No os habréis olvidado de saludar al visir de Egipto?

Inmediatamente, el hombre dobló el espinazo.

—¿Qué cantidad de sal hay en los almacenes?

—Muy poca. Hace varias semanas que los asnos de los oasis no entregan nada, ni aquí ni en Tebas.

—¿Y eso no te ha extrañado?

—Yo mismo di la orden de interrumpir cualquier comercio.

—¿Por tu propia iniciativa?

—Recibí órdenes.

—¿Bel-Tran?

—En efecto.

—¿Cuáles fueron sus razones?

—Que bajaran los precios. La gente del oasis se negó por completo, convencidos de que la Doble Casa blanca cambiaría sus decisiones; pero la situación se eterniza. Mis reclamaciones quedan sin respuesta; afortunadamente disponemos de la sal del valle.

—Afortunadamente —repitió Pazair, aterrado.

Afeitado, con una peluca que le cubría la mitad de la frente y vestido con una larga túnica, el devorador de sombras era irreconocible. Tirando de dos asnos por una larga cuerda se presentó a la puerta del dominio de Pazair que daba a las cocinas. Ofreció al intendente quesos frescos, yogur salado y cremoso, conservado en una jarra, y cuajada con alumbre. Desconfiado primero, el intendente apreció la calidad de los productos.

Cuando se inclinó sobre el recipiente, el devorador de sombras lo derribó y arrastró su cuerpo al interior de la propiedad.

Por fin ponía manos a la obra.

CAPÍTULO 11

E
l devorador de sombras tenía un plano de la mansión del visir. No había dejado ninguna cosa al azar, por lo que sabía que a aquella hora los servidores estaban trabajando en la cocina, donde comían los jardineros. La ausencia del mono y de Kem, que acompañaban a Pazair por la ciudad, le permitía actuar corriendo un mínimo de riesgo.

Insensible a la naturaleza, el asesino quedó sin embargo deslumbrado por el lujuriante jardín. Cien codos de largo por doscientos de ancho
[5]
, cultivos en terrazas, bancales recorridos por acequias, un huerto, un pozo, un estanque de recreo, un quiosco protegido de los vientos, una hilera de arbustos podados en forma de cono del lado del Nilo, una doble hilera de palmeras, una sombreada avenida, un cenador, amates de flores donde dominaban acianos y mandrágoras, una viña, higueras, sicómoros, tamariscos, palmeras datileras, perseas y ejemplares raros importados de Asia encantaban la vista y el olfato. Pero el hombre de las tinieblas no se demoró en aquel encantador lugar; rodeó el estanque donde florecían los lotos azules y se agachó para acercarse a la mansión.

Se detuvo, acechando el menor ruido; ni el asno ni el perro, que comían en el otro extremo de la propiedad, lo habían descubierto. Según el plano se hallaba a la altura de las habitaciones de invitados. Saltó por una ventana baja y penetró en el interior de una estancia rectangular, amueblada con una cama y unos arcones para las ropas; con su mano izquierda sujetaba el asa del cesto donde se agitaba la víbora negra.

Cuando salió de la habitación descubrió, como estaba previsto, una hermosa sala de cuatro columnas; el pintor había representado una decena de especies de pájaros de vivos colores retozando en un jardín. El asesino elegiría una ornamentación semejante para su futura morada.

Se inmovilizó. Retazos de conversación procedían de su derecha, del cuarto de baño, donde una sirvienta vertía un líquido tibio y perfumado sobre el cuerpo desnudo de Neferet. La dueña de la casa escuchaba las quejas de su criada, referentes a problemas familiares, e intentaba calmarla. Al devorador de sombras le hubiera gustado contemplar a la joven, cuya belleza lo fascinaba, pero su misión prevalecía sobre el placer. Retrocedió y abrió la puerta de una gran habitación; en unas mesillas había jarrones llenos de malvarrosas, acianos y lises. A la cabecera de las dos camas pudo ver cabezales de madera dorada; allí dormían Pazair y Neferet.

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