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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (6 page)

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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Pantera no había cerrado los ojos.

—Ya ves lo que nos espera; los bandidos nubios ignoran la compasión.

—Basta con no caer en sus manos.

—El lugar no es muy favorable para una feliz retirada; vayamos más lejos.

Se alimentaron con brotes de palmera, extraviados en una soledad de rocas negras. Lúgubres lamentos los acompañaron; se había levantado un potente soplo y nubes de arena cubrían el horizonte. Se extraviaron, cayeron, abrazados el uno al otro, y aguardaron a que finalizara la tormenta.

Un suave roce recorrió su piel; Suti despertó, apartó la arena que llenaba su nariz y sus orejas.

Pantera permanecía inerte.

—Levántate, la tormenta ha finalizado.

Ella no se movió.

—¡Pantera!

Asustado, Suti la levantó. La joven parecía inerte, abandonada.

—¡Despierta, te lo suplico!

—¿Me amas un poco? —preguntó con voz cálida.

—¡Fingías!

—Cuando se corre el riesgo de convertirse en esclava de un amante infiel, es preciso ponerlo a prueba.

—No nos queda agua.

La muchacha caminó hacia adelante, escrutando la arena para encontrar rastros de humedad. Al caer la noche, Pantera consiguió matar un roedor. Clavó dos fragmentos de nervadura de palma, inmovilizándolos con las rodillas, y frotó entre ambos una varilla de madera muy seca, sujeta con ambas manos; el movimiento, repetido con vigor, produjo un polvo de madera que se inflamó. La carne asada, aunque fuera poca, les devolvió las fuerzas.

En cuanto salió el sol, la modesta comida y el relativo frescor nocturno se olvidaron pronto; tenían que encontrar un pozo en seguida, so pena de perecer. Pero ¿cómo descubrirlo? Ni el menor oasis a la vista, ni siquiera algunos manojos de hierba o algún bosquecillo de espinosos que revelan, a veces, la presencia del agua.

—Sólo un signo puede salvarnos —declaró Pantera—. Sentémonos y acechémoslo. Caminar más es inútil.

Suti asintió. No temía el desierto ni el sol; morir libre, en el corazón de aquel océano de fuego, no lo asustaba. La luz danzaba en las rocas, el tiempo se disolvía en el calor, la eternidad se imponía, ardiente e indomable. ¿No estaba viviendo, en compañía de la rubia libia, una forma de felicidad tan preciosa como el oro y las montañas?

—Allí —murmuró ella—, a tu derecha.

Suti volvió la cabeza. Lo vio, orgulloso y huraño, venteando la atmósfera en lo alto de una duna.

Se trataba de un antílope macho que pesaba, al menos, doscientos kilos y cuyos largos cuernos podían traspasar un león de parte a parte. El antílope de la arena soportaba temperaturas caniculares, vagando por el desierto incluso cuando el sol caía en vertical.

—Sigámoslo —decidió Pantera.

Una leve brisa agitaba los pelos negros de la cola del antílope, cuyo ritmo respiratorio se aceleraba a medida que aumentaba el calor; animal del dios Seth, dueño de la tempestad y encarnación de los excesos de la naturaleza, el antílope de los largos cuernos sabía captar el menor soplo de viento para refrescar su circulación sanguínea. Con su pezuña, el gran macho dibujó una especie de cruz en la arena y se alejó, siguiendo una cresta. La pareja tomó el mismo camino, a buena distancia.

El antílope había trazado una equis, jeroglífico que significa «pasar»; ¿estaba indicándoles un medio de salir de aquella estéril inmensidad? El solitario, con paso seguro, evitaba las zonas de arena blanda y caminaba hacia el sur.

Suti admiraba a Pantera. No se quejaba, no refunfuñaba ante ningún esfuerzo, se empeñaba en sobrevivir con la misma rabia que una fiera.

Poco antes del ocaso, el antílope apretó el paso y desapareció tras una enorme duna. Suti ayudó a Pantera a subir la pendiente que se deslizaba a sus pies. Cayó, la ayudó a levantarse, cayó a su vez. Con los pulmones ardiendo y los miembros doloridos, se arrastraron hasta la cima.

El desierto se teñía de oro; el calor no procedía ya del cielo, sino de la arena y las piedras. El tibio viento no apaciguaba el ardor de los labios y la garganta.

El antílope había desaparecido.

—Es infatigable —consideró Pantera—; no tenemos posibilidad alguna de alcanzarlo. Si ha descubierto la presencia de verdor, avanzará sin tregua varios días seguidos.

Suti miraba fijamente un punto en la lejanía.

—Creo ver… No, es una ilusión.

Pantera miró en la misma dirección; su vista se nublaba.

—Ven, avancemos.

Sus piernas se pusieron en marcha a pesar del sufrimiento; si Suti se había equivocado, tendrían que beber orines antes de morir de sed.

—¡Las huellas del antílope!

Tras haber procedido a una sucesión de saltos, el antílope había iniciado una lenta marcha hacia el espejismo que fascinaba a Suti. A su vez, Pantera comenzó a esperar; ¿no distinguía acaso una minúscula mancha de un verde oscuro?

Olvidaron el agotamiento y pusieron sus pasos en las huellas del antílope. El punto verde se hizo más y más grande, hasta convertirse en un bosquecillo de acacias.

El antílope descansaba bajo el árbol que tenía la copa más amplia. El macho de los largos cuernos observó a los recién llegados; admiraron su pelaje leonado, su cara blanca y negra. Suti sabía que no retrocedería ante el peligro; seguro de su poder, los empalaría si se creía amenazado.

—Los pelos de su barbita… ¡están mojados!

El antílope acababa de beber; masticaba vainas de acacia, buena parte de las cuales, no digerida, pasaría a sus excrementos y sembraría nuevos árboles por donde fuera.

—El suelo es blando —advirtió Suti.

Pasaron muy lentamente ante el animal y entraron en el bosquecillo, que resultó ser más grande de lo que parecía; entre dos palmeras datileras descubrieron la boca de un pozo rodeada de piedras planas.

Suti y Pantera se abrazaron antes de beber.

—Un verdadero paraíso —afirmó Suti.

CAPÍTULO 9

L
a inquietud reinaba en la calleja de Menfis donde vivía el viejo visir Bagey, predecesor de Pazair. Tenía fama de hombre intransigente y austero, inaccesible al halago. Antiguo geómetra, no soportaba la inexactitud; frío, rígido, había reinado sobre sus subordinados con un carácter inflexible. Debilitado por la tarea, había rogado a Ramsés que lo liberara de sus funciones para disfrutar de un apacible retiro en su pequeña casa de la ciudad.

El faraón, atento a la carrera de Pazair y a sus enfrentamientos con algunas autoridades, había apostado por la autenticidad y el deseo de verdad del joven juez para desarticular la conjura de la que Egipto sería víctima; Bagey, que no creía tener ya fuerzas para luchar, había aprobado su elección. Puesto que Pazair se había mostrado íntegro al proseguir su investigación y cumplir sin debilidades sus funciones de magistrado, merecía su apoyo.

La esposa de Bagey, una morena de desagradable físico, había avisado a la vecindad en cuanto el malestar de su marido se había agravado. Por lo general, se levantaba pronto, paseaba por la gran ciudad y regresaba poco antes del almuerzo. Aquella mañana se había quejado de un terrible dolor en los riñones. Pese a la insistencia de su mujer, Bagey rechazaba la intervención de un médico, convencido de que el dolor desaparecería. Gracias a su persistencia, había atendido a razones. Reunidos, los habitantes de la calleja preconizaban mil y un remedios, acusando a otros tantos demonios de haber provocado la enfermedad del antiguo visir. Cuando apareció Neferet, la médico en jefe del reino, se estableció el silencio. De sublime belleza, con su largo vestido de lino, sólo la acompañaba
Viento del Norte
, encargado de llevar su estuche médico; el asno caminaba en línea recta, hendiendo la muchedumbre en dirección a la casa de Bagey. Se detuvo ante la puerta adecuada, mientras algunas madres de familia felicitaban a Neferet, cuya popularidad no dejaba de aumentar. La joven, impaciente, sólo respondió con una sonrisa.

La esposa de Bagey pareció decepcionada. Había esperado un médico, no aquella criatura demasiado seductora.

—No deberíais haberos molestado.

—Vuestro esposo ayudó al mío en un período difícil; le estoy agradecida.

Neferet entró en la pequeña casa blanca de dos pisos; atravesó un apagado vestíbulo, sin decoración alguna, y, conducida por la matrona, subió por la estrecha escalera que llevaba al piso. Bagey descansaba en una habitación mal aireada que no había sido pintada desde hacía mucho tiempo.

—¡Vos! —exclamó al descubrir a Neferet—. Vuestro tiempo es en exceso precioso para…

—¿No os curé antaño?

—Incluso me salvasteis la vida. Sin vuestra intervención, mi vena porta me habría matado.

—¿Ya no confiáis en mí?

—Claro que sí.

Bagey se incorporó, se apoyó en la pared y miró a su esposa.

—Déjanos.

—¿No necesitas nada?

—La doctora va a examinarme.

La matrona se retiró con paso pesado y hostil.

Neferet tomó el pulso de su paciente en distintos lugares y consultó el reloj portátil que llevaba en la muñeca para calcular el tiempo de reacción de los órganos y su propio ritmo. Escuchó el viejo corazón, comprobó la buena circulación de las corrientes cálidas y frías. Bagey permanecía sereno, casi indiferente.

—Vuestro diagnóstico.

—Un momento.

Neferet utilizó un cordel delgado y fuerte, en cuyo extremo oscilaba un fragmento de granito, y pasó su péndulo por encima de las distintas partes del cuerpo del enfermo. Por dos veces, el granito describió amplios círculos.

—Sed sincera —exigió el antiguo visir.

—Se trata de una enfermedad que conozco y que trataré. ¿Seguís teniendo los pies hinchados?

—Con bastante frecuencia; los sumerjo en agua tibia y salada.

—¿Sentís alivio?

—Últimamente no demasiado.

—Vuestro hígado está de nuevo saturado; la sangre es espesa. Cocina demasiado grasa, ¿no es cierto?

—Mi mujer tiene sus costumbres, y es demasiado tarde para cambiarlas.

—Bebed más achicoria y una poción compuesta por brionia, zumo de higos, zumo de uva, frutos de persea y sicómoro. Hay que aumentar el volumen de vuestros orines.

—Había olvidado este remedio. Existe otro mal, estoy seguro.

—Intentad levantaros.

Bagey lo logró; Neferet le acercó una silla de madera formada por unos soportes transversales y un armazón cóncavo en el que estaba colocada una manta hecha de cuerdas trenzadas en espiga. El antiguo visir se sentó con rigidez, el asiento gimió bajo su peso. Neferet utilizó de nuevo el péndulo.

—Sufrís un principio de degeneración de los riñones; tendréis que absorber cuatro veces al día una mezcla de agua, levadura de cerveza y jugo de dátiles frescos; conservadla en una jarra ordinaria de terracota, cerrada con un tapón de barro seco cubierto con una tela. El remedio es sencillo pero eficaz; si no actúa rápidamente y tenéis dificultades para orinar, avisadme inmediatamente.

—Os deberé este nuevo restablecimiento.

—No será así si me ocultáis algo.

—¿Por qué sospecháis?

—Siento una profunda angustia cuya causa debo identificar.

—Sois una médica extraordinaria, Neferet.

—¿Aceptáis aclarármelo?

Bagey vaciló.

—Sabéis que tengo dos hijos. Mi hijo me da preocupaciones, pero al parecer aprecia su trabajo de verificador de ladrillos. Mi hija…

El antiguo visir bajó la mirada.

—Mi hija sólo realizó una corta estancia en el templo; los rituales la aburrieron. Se hizo contable en una granja cuyo propietario parece satisfecho con sus servicios.

—¿La juzgáis con severidad?

—Por el contrario, la felicidad de mis hijos es lo primero. ¿Por qué no respetar su elección? Desea fundar una familia y la aliento a ello.

—¿Y qué es lo que os contraria de ese modo?

—¡Es estúpido, deplorable! Mal aconsejada, mi hija intenta un proceso para obtener su herencia antes de hora. ¿Qué puedo darle aparte de esta casa?

—No tengo remedio alguno para este mal, pero conozco a alguien de indudable competencia.

Bravo
pidió un pastel, Pazair cedió. Bagey, sentado en una confortable silla, procuraba permanecer a la sombra de una sombrilla. El antiguo visir temía los rayos del sol.

—Vuestro jardín es demasiado extenso; ¡cuántas preocupaciones, aunque tengáis buenos jardineros! Prefiero una casa pequeña en la ciudad.

—Al perro y al asno les gusta tener suficiente espacio.

—¿Qué tal se desarrollan vuestras primeras jornadas de visir?

—La tarea me parece dura.

—El rito de entronización os puso en guardia: un trabajo más amargo que la hiel. Sois joven, no queméis etapas; tenéis tiempo de aprender.

A Pazair le hubiera gustado confiarle que se equivocaba gravemente.

—Cuanto menos domine la situación, más comprometido estará el equilibrio de Egipto.

—¿No estáis cayendo en el pesimismo?

—Más de la mitad de nuestras reservas de metales preciosos ha sido dilapidada —reveló Pazair.

—Más de la mitad… ¡Imposible! Mis últimos controles no lo revelaron.

—Bel-Tran utilizó todos los recursos administrativos, con perfecta legalidad, y transfirió buena parte del Tesoro al extranjero.

—¿Con qué justificación?

—Asegurar la paz con nuestros vecinos y nuestros vasallos.

—El argumento no carece de habilidad; debería haber desconfiado más de ese advenedizo.

—Engañó a toda la jerarquía: voluntad de éxito, trabajo encarnizado, grandes deseos de servir al país… ¿Quién no habría creído en su sinceridad?

—Dura lección.

Bagey estaba abatido.

—Ahora somos conscientes del peligro.

—Tenéis razón —reconoció el antiguo visir—; naturalmente, nadie reemplazará al sabio Branir, vuestro maestro asesinado, pero tal vez yo pueda ayudaros.

—Mi vanidad me hizo suponer que tomaría más rápidamente la medida a mi función; pero Bel-Tran me ha cerrado muchas puertas. Temo que mi poder sea sólo aparente.

—Si vuestros subordinados están convencidos de ello, vuestra posición pronto se hará inestable. Sois el visir, debéis dirigir.

—Los esbirros de Bel-Tran bloquearán mis decisiones.

—Superad el obstáculo.

—¿Cómo?

—En cada servicio oficial existe un hombre importante y experimentado; y no es forzosamente el de más rango. Descubridlo, apoyaos en él; comprenderéis la sutileza de los distintos engranajes de la administración.

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