El juez de Egipto 3 - La justicia del visir (27 page)

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Authors: Christian Jacq

Tags: #Aventuras, Histórico, Intriga

BOOK: El juez de Egipto 3 - La justicia del visir
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—Yo sobreviví a él.

—¿Vos?

—Mentmosé esperaba que mis huesos blanquearan allí.

—En vuestro lugar no subestimaría sus manejos; es astuto y peligroso.

—Soy consciente de ello.

—¿Sois consciente de que poniendo fin al desarrollo del sistema monetario suscitáis el odio de un temible enemigo que pensaba obtener de él enormes beneficios? Destruís una de las fuentes de riqueza de Bel-Tran.

—Y eso me satisface.

—¿Cuánto tiempo pensáis seguir siendo visir?

—Tanto como el faraón desee.

A bordo de un rápido navío, Pazair, Kem y el babuino bogaron hacia la ciudad costera de Rakotis. El visir disfrutó el verde esplendor de los paisajes del delta, donde se cruzaban innumerables caminos de agua. Cuanto más avanzaban hacia el norte más extenso se hacía el reino de las aguas; el Nilo se dilataba, preparando sus bodas con una mar soñadora y tierna que embriagaba las postreras tierras de inciertas formas. Un mundo moría en un infinito azulado y renacía en forma de olas.

En Rakotis se preparaba el pescado. Muchas pesquerías del delta habían instalado su sede principal en los barrios del pequeño puerto, donde se mezclaban las razas. A cielo abierto, en el mercado o en los almacenes, los especialistas limpiaban los pescados, los vaciaban y los aplanaban; luego los colgaban de unas varillas de madera, dejando que el sol se encargara de secarlos, o los enterraban en arena caliente o en un barro de virtudes desinfectantes. Luego procedían a la salazón; las piezas más hermosas se conservaban en el aceite, se apartaban las huevas de mújol para preparar mojama. Si la gente refinada degustaba el pescado fresco, asado y acompañado con una salsa de comino, orégano, cilantro y pimienta, el pueblo consumía pescado seco, alimento tan común como el pan. El valor del mújol equivalía a una jarra de cerveza, un cesto de percas del Nilo se cambiaba por un hermoso amuleto.

A Pazair le extrañó la tranquilidad que reinaba en la ciudad mercantil; ni un canto, ni un grupo, no había apasionadas negociaciones ni caravanas de asnos yendo y viniendo. El babuino se puso nervioso.

En el muelle, unos hombres dormían acostados sobre redes de pesca; no había ni un solo barco atracado. Una gran casa baja, de techo plano, albergaba los servicios administrativos encargados de controlar los géneros y su expedición.

Entraron. Los locales estaban vacíos. No había ningún documento, como si los archivos no hubieran existido nunca, ni siquiera un pincel de escriba o borradores de escritura. Ningún indicio probaba que los escribas hubieran trabajado allí.

—Mentmosé debe de estar cerca —sugirió Kem—;
Matón
percibe su presencia.

El babuino rodeó el edificio y se dirigió hacia el puerto; Kem y Pazair lo siguieron. Cuando el simio se acercó a una barca en mal estado, cinco malolientes barbudos, armados con cuchillos de abrir el pescado, abandonaron su somnolencia.

—Largaos, no sois de aquí.

—¿Sois los últimos habitantes de Rakotis?

—Largaos.

—Soy Kem, jefe de policía, hablad o tendréis problemas.

—Los negros abundan en el sur, aquí no; vuelve al lugar de donde vienes.

—¿Obedeceréis las órdenes del visir, aquí presente?

El pescador soltó una carcajada.

—El visir se refocila en su despacho de Menfis. En Rakotis, nosotros somos la ley.

—Quiero saber qué ha ocurrido —dijo Pazair con gravedad.

El hombre se volvió hacia sus compañeros.

—¿Lo habéis oído? ¡Se toma por el gran juez! Tal vez crea que nos da miedo con su mono.

Matón
tenía muchas cualidades y un grave defecto: la susceptibilidad. Como oficial de policía, detestaba que se burlaran de la fuerza pública.

Su fulgurante salto sorprendió al adversario, a quien desarmó mordiéndole en la muñeca; antes de que el segundo pudiera intervenir, lo derribó de un puñetazo en la nuca. Por lo que al tercero se refiere, lo hizo caer con una zancadilla. Kem se encargó de los otros dos, demasiado endebles para resistirse.

El jefe de policía agarró al único pescador que estaba en condiciones de hablar.

—¿Por qué está desierta la ciudad?

—Orden del visir.

—¿Quién la ha transmitido?

—Mentmosé, su mensajero personal.

—¿Lo has visto?

—Aquí, todo el mundo lo conoce; al parecer tuvo problemas, pero todo se arregló. Desde que trabaja de nuevo con la justicia, se lleva muy bien con las autoridades del puerto. Se murmura que les ofrece dinero griego, monedas de metal, y que hará ricos a sus amigos. Por eso sus consignas se siguen al pie de la letra.

—¿Cuáles fueron?

—Arrojar al mar las reservas de pescado ahumado y abandonar Rakotis sin tardanza, a causa de una enfermedad contagiosa. Los escribas fueron los primeros en marcharse, los obreros y la población los siguieron.

—¿Vosotros no?

—Mis compañeros y yo no sabemos adónde ir.

El babuino pataleó.

—Estáis a sueldo de Mentmosé, ¿no es cierto?

—No, no…

La zarpa del simio apretó la garganta del pescador; en la mirada de
Matón
se leía la ferocidad.

—Sí, sí, estamos esperándolo.

—¿Dónde se oculta?

—En el pantano, al oeste.

—¿Por qué se comporta así?

—Destruye las tablillas y los papiros que nosotros sacamos de los despachos de la administración.

—¿Cuánto hace que se ha ido?

—Poco después del amanecer; cuando vuelva, lo llevaremos al gran canal y regresaremos a Menfis con él. Nos ha prometido una casa y un campo.

—¿Y si os olvidara?

El pescador clavó en el nubio unos ojos asustados.

—No es posible, una promesa como ésta…

—Mentmosé ignora la palabra dada; es un mentiroso nato. Nunca ha trabajado para el visir Pazair. Sube en esta barca y llévanos; si nos ayudas, seremos indulgentes.

El cuarteto bogó por unas extensiones medio acuáticas, medio vegetales por donde Kem y Pazair hubieran sido incapaces de orientarse. Perturbados, unos ibis negros emprendieron el vuelo hacia un cielo donde pequeñas nubes redondas seguían el ritmo del viento del norte. A lo largo del casco se deslizaban serpientes, tan verdosas como el agua glauca.

En aquel inhóspito laberinto, el pescador avanzaba con sorprendente facilidad.

—Tomo un atajo —explicó—; aunque nos lleva mucha ventaja, lo alcanzaremos antes de que llegue al canal principal por el que circulan los barcos de transporte.

Kem lo ayudó a remar; Pazair escrutaba el horizonte, el babuino dormitaba. Los minutos transcurrían con rapidez. El visir se preguntó si su guía no estaría burlándose de ellos, pero la serenidad de
Matón
lo tranquilizó.

Cuando se irguió sobre sus patas traseras, los tres hombres comenzaron a creer que su persecución no sería vana; unos instantes más tarde, a menos de un kilómetro del gran canal, divisaron otra barca.

A bordo sólo había un pasajero, un hombre de cráneo calvo y rosado, que relucía al sol.

—¡Mentmosé! —gritó Kem—. ¡Detente, Mentmosé!

El antiguo jefe de policía aceleró el ritmo; pero la distancia iba reduciéndose inexorablemente.

Comprendiendo que no lograría escapar, Mentmosé les hizo frente. Una jabalina, lanzada con precisión, atravesó el pecho del pescador. El infeliz cayó y se hundió en las marismas.

—Poneos detrás de mí —ordenó Kem al visir.

El simio se zambulló.

Mentmosé lanzó una segunda jabalina apuntando al nubio; éste se agachó en el último momento, evitando el proyectil. Pazair remaba con dificultades, se encallaba en una extensión de nenúfares, se liberaba y avanzaba de nuevo.

Con una tercera jabalina en la mano, Mentmosé vacilaba; ¿mataría primero al simio o al nubio?

Matón
salió del agua, agarró la proa de la barca de Mentmosé y la sacudió para volcarla; pero el hombre aplastó los dedos del animal con la piedra que servía de ancla e intentó atravesar su pata clavándola en la madera. Herido, el babuino soltó la presa cuando Kem saltaba de su embarcación a la del fugitivo.

Pese a su corpulencia y su falta de ejercicio, Mentmosé se defendió con inesperada brutalidad; la punta de su jabalina rozó la mejilla del nubio. Desequilibrado, cayó al fondo de la barca; detuvo con el antebrazo un golpe violento. La jabalina se clavó entre dos tablas. Pazair llegó a la altura de Mentmosé, que apartó la embarcación del visir; Kem agarró el pie derecho del ex policía, Mentmosé cayó al pantano.

—Dejad de resistiros —ordenó Pazair—; sois nuestro prisionero.

Mentmosé no había soltado su arma; cuando la blandía apuntando al visir, lanzó un horrible grito, se llevó la mano a la nuca, desfalleció y desapareció en el agua glauca. Pazair vio un pez gato que se deslizaba entre las cañas, junto al canal; bastante raro en el Nilo, provocaba la muerte de los bañistas que se ahogaban al quedar inconscientes cuando entraban en contacto con él
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.

Kem, loco de inquietud, vio cómo el babuino luchaba contra una corriente; se arrojó al agua y lo ayudó a subir a la barca. El simio, muy digno, le mostró su herida como si se excusara por haber fallado en el arresto.

—Lo siento —deploró el nubio—; Mentmosé ya no hablará.

Deprimido, impresionado, el visir permaneció silencioso durante el viaje de regreso a Menfis; aunque hubiera debilitado más aún el imperio subterráneo de Bel-Tran, ¿cómo no deplorar la muerte del pescador, aunque fuera un cómplice ocasional de Mentmosé?

Kem había curado a
Matón
, cuya herida era superficial; Neferet velaría por la completa recuperación del simio. El nubio advirtió la turbación del visir.

—No lo siento por Mentmosé; el muy crápula parecía una fruta podrida y venal.

—¿Por qué comete tantas atrocidades la pandilla de Bel-Tran? Su ambición siembra la desgracia.

—Sois la muralla contra los demonios; no cedáis.

—Esperaba velar por el respeto de la justicia, no investigar el asesinato de mi maestro y vivir tantos dramas. «La función del visir es tan amarga como la hiel», afirmó el rey en mi entronización.

El babuino posó su pata herida en el hombro del visir y no la retiró hasta que llegaron a Menfis.

Con la ayuda de Kem, Pazair redactó un largo informe sobre los recientes acontecimientos.

Un escriba le entregó un papiro sellado destinado al visir. Procedía de Rakotis y en él podían leerse las menciones «urgente» y «confidencial».

Pazair rompió el sello y descifró un sorprendente texto, que leyó en voz alta.

«Yo, Mentmosé, antiguo jefe de policía injustamente condenado, denuncio al visir Pazair como incapaz, criminal e irresponsable. Ante los ojos de numerosos testigos hizo arrojar al mar las reservas de pescado seco, privando así a la población del delta de su alimento básico durante semanas. A él mismo le dirijo esta denuncia; de acuerdo con la ley, está obligado a instruir su propio proceso.»

—Por eso destruyó Mentmosé los documentos administrativos de las pesquerías; así no podrán contradecirlo.

—Tienes razón —dijo el visir—; a pesar de la desvergonzada mentira, estoy obligado a demostrar mi inocencia ante un proceso. Tendremos que hacer una reconstrucción, citar testigos y demostrar la manipulación. Mientras, Bel-Tran actuará a su guisa.

Kem se rascó la nariz de madera.

—Enviaros esta misiva no bastaba; Mentmosé habría presentado denuncia a través de Bel-Tran o de cualquier otro dignatario, obligándoos así a tener en cuenta sus acusaciones.

—Claro.

—Por lo tanto sólo queda este papiro.

—Es cierto, pero basta para iniciar el procedimiento.

—Si no existiera, tampoco existiría el caso.

—No tengo derecho a destruirlo.

—Yo sí.

Kem arrancó el papiro de las manos de Pazair y lo hizo añicos, que volaron al viento.

CAPÍTULO 35

S
uti y Pantera contemplaron la hermosa ciudad de Coptos, cuyas casas blancas brillaban al sol de mayo, en la orilla derecha del Nilo, a unos cuarenta kilómetros al noroeste de Karnak. De aquella capital de la quinta provincia del Alto Egipto salían las expediciones comerciales hacia los puertos del mar Rojo y los equipos de mineros hacia los parajes del desierto oriental. Allí había acudido Suti para que lo contrataran y encontrar así la pista de Asher, el general felón y asesino al que había ejecutado.

El extraño ejército de Suti se aproximó al fortín que custodiaba la ruta que llevaba a la entrada de la ciudad. Como estaba prohibido circular sin autorización por los alrededores, los viajeros se presentaban acompañados por los policías encargados de verificar su identidad y velar por su seguridad.

Los del puesto de guardia no creyeron lo que estaban viendo: ¿de dónde surgía aquella heteróclita pandilla, compuesta por libios, nubios y representantes de las fuerzas del orden? Parecía que estuvieran confraternizando, cuando «los de la vista penetrante» deberían ir vigilando a los prisioneros encadenados.

Suti avanzó solo hacia el jefe del puesto, armado con una espada.

Con el pelo largo, la piel bronceada, el torso desnudo adornado con un ancho collar de oro y unos brazaletes que ponían de relieve el vigor de sus brazos, el joven tenía la soberbia de un auténtico general que regresa con sus hombres de una campaña victoriosa.

—Mi nombre es Suti y soy egipcio, como tú; ¿por qué matarnos mutuamente?

—¿De dónde venís?

—Ya lo ves: de conquistar el desierto.

—¡Pero… es ilegal!

—La ley del desierto es la mía y la de mis hombres; si te opones, morirás estúpidamente. Vamos a apoderarnos de esta ciudad. Únete a nosotros, te irá bien.

El jefe del puesto vaciló.

—¿Os obedecen «los de la vista penetrante»?

—Son gente razonable; les ofrezco más de lo que podían esperar.

Suti arrojó un lingote de oro a los pies del jefe del puesto.

—Es sólo un modesto regalo, para evitar una carnicería.

El hombre, con los ojos desorbitados, recogió el tesoro.

—Mi reserva de oro es inagotable; corre a avisar al gobernador militar de la ciudad. Lo espero aquí.

Mientras el jefe del puesto cumplía su misión, los soldados de Suti invadían la ciudad. Como la mayoría de las ciudades egipcias, Coptos no se protegía detrás de unas murallas; los asaltantes se dispersaron para controlar los principales accesos.

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